La auténtica realidad del coronavirus en la América profunda

Los datos, siempre negativos, que se vienen ofreciendo sobre la incidencia de la Covid-19 en Estados Unidos transmiten una idea bastante diferente de lo que se vive en una ciudad media como Lexington, en el conocido (por lo menos de palabra) Estado de Kentucky.

El país que “con mucho, tiene el mayor número de casos confirmados de coronavirus del mundo”, independientemente del pequeño dato de que su población es siete veces la española, aparece, en mi opinión, como ese “fuera es peor” del que se echa mano para que la gente se mire, encerrada en el cuarto de estar, con miope optimismo y consuelo insustancial. Especialmente atrae, a la hora de informar, el estado alarmante de Nueva York.

Pero América es América, y no únicamente Nueva York.

Lexington es conocida, principalmente, por sus carreras de caballos y por la Universidad de Kentucky, la mejor de Estados Unidos para jugar al baloncesto. La ciudad, de 325.000 habitantes, tiene cierta fama de “liberal”. El Gobierno del Estado, está en manos de los demócratas desde noviembre; pero el senador republicano local Moscow Mitch McConnell comanda la mayoría de Washington que absolvió a Trump hace unos meses.

El centro (downtown) de Lexington es muy pequeño. Desde él se extiende, como en la inmensa mayoría de las ciudades americanas, una amplia periferia de viviendas unifamiliares. Esta distribución crea la dependencia del coche como clave del modo de vida genuinamente americano, con una sociedad formada por individuos que apenas saben de sus vecinos —ni quieren saber—, y para quienes una distancia social de seguridad de 600 pies sería tan fácil de mantener como la de 6 que se recomienda. La gente es cordial, pero los contactos en los saludos son poco frecuentes, ¡y nada de besos, por supuesto!

Sus calles no suelen estar concurridas. De hecho, solo he visto Main Street llena de gente en el desfile del Thriller de Michael Jackson, una curiosa representación vecinal del inolvidable vídeo de zombis que se celebra en las vísperas de Halloween.

Durante el verano, y con buen tiempo, grupos de personas sin hogar toman parte de la pequeña zona verde junto a la biblioteca central, donde, ya adentrado el otoño, se resguardan del mal tiempo. Por lo general, es gente respetuosa a la que, como se dice, la vida no ha tratado bien. En Estados Unidos una enfermedad grave puede llevarte a la ruina, y algo como la Covid-19, si requiere un ingreso en una UCI, a 6.000 dólares por noche sin extras, vacía los bolsillos a cualquiera.

En Kentucky se declaró el estado de emergencia el 6 de marzo. El 9 de marzo, la alcaldesa de Lexington Linda Gorton confirmó los primeros cuatro casos de contagio en la ciudad. Se aconsejaron las conocidas medidas de higiene y se pidió a las personas con síntomas que se quedaran en casa.

Tres días más tarde, ya se recomendaba cancelar cualquier evento público. El habitual concierto de jazz en la biblioteca central que se anunciaba por la mañana, se cancelaba por la tarde. Un espectáculo que apenas congregaba a una treintena de personas en un salón de actos.

El día 16, con siete casos en Lexington (y 25 en todo el Estado), se cerraron las escuelas, institutos y universidades. Y en un par de días, los bares, restaurantes (solo se permite la recogida o envío de comida y los drive-thru) y los centros comerciales. También las iglesias y los edificios públicos. Pero en ningún momento se ha suspendido la libre circulación o se ha ordenado el confinamiento de la población.

Se ha potenciado el trabajo a distancia, y la ocupación de los aparcamientos céntricos ha bajado a la mitad. Hasta hace poco se podían ver notas en las puertas de algún estudio de arquitectura y tiendas advirtiendo de que, aunque el negocio no estaba cerrado, se debía solicitar cita previa para ser atendido, siempre respetando las medidas y distancias establecidas por el gobernador.

Esos primeros días, Lexington no fue una excepción a la ola de histeria y acaparamiento de productos básicos: papel higiénico, pasta, pollo y carne (no orgánicos) desaparecieron de los estantes de los supermercados. Desde hace un mes se ha restringido la ocupación a la mitad y se forma en la entrada una pequeña cola de no más de seis personas.

Es difícil encontrar mascarillas en las farmacias (ubicadas en los propios supermercados). Su uso no está generalizado, y muchas de las que se ven son claramente caseras.

En el Estado, los parques naturales del sur y de los Apalaches han cerrado los centros de visitantes, pero nada impide hacer senderismo; es más, los aparcamientos se llenan e incluso hay visitantes de otros Estados vecinos.

Todos los días el gobernador demócrata Andy Bershear comparece en rueda de prensa para ofrecer novedades (como hacen en la mayoría de los otros Estados). Bershear apuesta por la realización masiva de test. Ha urgido a los kentuckianos a hacérselos desde el pasado lunes, y son gratuitos por la colaboración de las cadenas de supermercados Kroger y las farmacias Walgreens. En Lexington tienen lugar en una zona de mayor población negra, al parecer más afectada: acumulan el 30% de los casos aunque solo suponen el 15% de los habitantes.

Lexington llevaba contabilizados el jueves 248 infectados (10 más que el domingo) y 9 fallecidos. En Kentucky alcanzaban los 4.708 infectados (912 casos por millón de habitantes, muy por debajo de los 4.581 de España) y 248 fallecidos (5,26% de los contagiados, frente al 11,50% de España).

Pero da igual. Lo más grave, seguirán diciendo, está en Estados Unidos.

Tomás Serrano es arquitecto e ilustrador.

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