La autodestrucción de EE.UU.

Estados Unidos está fundado sobre un mito compartido colectivamente y consagrado en su Constitución: el derecho a la «búsqueda de la felicidad», una expresión que debemos a Thomas Jefferson. Todo ciudadano estadounidense cree o se supone que cree que solo con su esfuerzo individual podrá mejorar su suerte, sea cual sea su origen cultural o social. Este sueño americano atrae desde sus orígenes a los inmigrantes que constituyen la nación y, en principio, permite vivir juntos a hombres y mujeres infinitamente diversos por origen, cultura, o creencias. La Constitución es su contrato social y la economía de mercado, su escala de Jacob; del Estado Federal en Washington no se espera gran cosa.

Esta mitología -todas las naciones se fundan sobre un mito- funciona bastante bien, siempre que el crecimiento económico la legitime: una cierta prosperidad, aunque se reparta de forma desigual, permite creer que la felicidad prometida está al alcance de la mano para uno mismo y para sus hijos. Pero si la máquina se avería, el sueño desaparece y las fracturas de la sociedad aparecen con extrema violencia. La fractura más evidente es la discriminación racial, que confirma en lo esencial las desigualdades en ingresos, salud y educación.

La autodestrucción de EE.UU.La pandemia del Covid-19 ha afectado principalmente a los afroamericanos, pero también a los latinos, inmigrantes recientes, el doble que a los blancos. No es una coincidencia desafortunada, sino una revelación de su situación social; son los estadounidenses más pobres, los que se ven más frecuentemente afectados por enfermedades crónicas que no se tratan, como la diabetes, porque, excepto para las urgencias hospitalarias, carecen de seguro médico.

Además, cuando el desempleo afecta a casi el 20 por ciento de la población activa, estas «minorías» raciales son las primeras en ser despedidas, a menudo sin seguro de desempleo, totalmente dependientes de la caridad de las iglesias y las fundaciones filantrópicas y, según el Estado, de la ayuda local. Es cierto que la esclavitud ha desaparecido, que la discriminación racial es ilegal, que un tercio de los afroamericanos y muchos latinos se han unido a las clases medias y altas, pero la mayoría sigue perteneciendo a un subproletariado que muchos blancos desprecian.

A este respecto, dos incidentes recientes han sacudido el país y provocado revueltas urbanas. El primero parece insignificante, pero es revelador: un afroamericano reprochó a una mujer blanca que paseaba a su perro en Central Park, en Manhattan, que lo llevara sin correa, lo que es obligatorio. La mujer llamó a la Policía para denunciar que un «afroamericano» había salido de unos matorrales y la había amenazado: el hombre negro, amenaza eterna para una mujer blanca, una fantasía inalterable. Esa misma semana, en Mineápolis, un policía blanco mató sin piedad a un ladrón negro, que ni siquiera se había resistido a su arresto. Esta coincidencia, en un mismo momento, de enfermedad, desempleo y violencia policial, ha provocado disturbios comparables a los de la década de 1970; disturbios de desesperación, a los que obviamente se unen, como en todas partes, matones y grupúsculos anarquistas. Pero también blancos liberales y solidarios.

Los antifas -matones, anarquistas y antifascistas- prestan a su pesar un inmenso servicio a Donald Trump y a sus partidarios: denunciar la violencia de los alborotadores permite ignorar las causas profundas de la desesperación, la falta de protección sanitaria y social mínima de la que se priva a las «minorías». Trump, al invocar la restauración del orden, intenta, contra toda realidad, ocultar el racismo, la desigualdad, la violencia policial y su propia incapacidad para manejar la pandemia; recuerden que inicialmente la negó, y luego la descargó sobre las autoridades locales, afirmando que no era asunto suyo.

Donald Trump, cuyos desvaríos en Twitter no tenían gran importancia en tiempos de prosperidad, ha demostrado ser el peor presidente posible en tiempos de crisis. En lugar de predicar la reconciliación y la unidad nacional, como hicieron Franklin Roosevelt en la década de 1930 y Barack Obama después de la quiebra económica de 2008, Trump atiza la discordia, excita a sus partidarios, hombres y blancos, llama terroristas a los manifestantes y amenaza con enviar el Ejército a las ciudades. Cuando se cruzó la barrera simbólica de los 100.000 muertos por el Covid-19, se fue a jugar al golf, sin una palabra de compasión.

Más allá de que este extraño presidente, sin precedentes en la historia de Estados Unidos, sea reelegido o expulsado, es evidente que los estadounidenses y quienes los dirijan tendrán que revisar el contrato social para salvarse, para recuperar el derecho a la búsqueda de la felicidad. La ausencia del Estado Federal, cuando la sociedad se encuentra angustiada por una explosión sanitaria, económica y racial, y por el desafío chino, amenaza fundamentalmente el sueño americano, y nadie creerá en él, ni dentro del país ni en la escena mundial, donde Estados Unidos ya ha perdido su liderazgo.

Barack Obama lo entendió al extender a todos la protección sanitaria y mostrar respeto por las culturas extranjeras. El resultado fue modesto: no fue lo suficientemente convincente, o más probablemente, la crisis de 2008 no fue lo suficientemente grave como para que la mayoría de los estadounidenses se dieran cuenta de que su país estaba al borde del declive. Ahora está al borde de la implosión, de la autodestrucción. Todavía hay tiempo para salvar el sueño americano, pero ¿quién les dirá a los votantes toda la verdad el próximo noviembre? Trump solo se ve a sí mismo, y quién sabe si Biden conseguirá movilizar a la gente. Desde la elección de Abraham Lincoln contra el sur esclavista, nunca unos comicios presidenciales han sido tan decisivos, para ellos y para nosotros. Europa se mantiene en segundo plano, pero Estados Unidos es «el hombre enfermo de Occidente».

Guy Sorman

1 comentario


  1. Coincido con el articulo del escritor Guy Sorman. Evidentemente los Estados Unidos no han superado totalmente el problema del racismo, al menos en algunos estados.
    Quizás tambien deberá analizarse por parte de sus ciudadanos la situacion de la inmigración hacia ese país: los que visitamos, por turismo mayormente, los Estados Unidos lo hacemos principalmente al estado de la Florida, alli se puede observar el relevante crecimiento económico de sus ciudades compuesta por una importante población de inmimigrantes y sus descendientes. Se han adaptado a las leyes locales y poco a poco van sumándose al resto de la sociedad. Asi se formo este pais y asi pareciera que su futuro podria desarrollarse en forma positiva. Creo que este esfuerzo de integración de todos sus sectores pueden ayudar a terminar con la discriminación a la vez que se integra a la economia de USA gente capacitada y adaptada a los nuevos desafios de la economia global.

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