En la Europa de hoy, marcada por la agresión rusa a Ucrania, el auge de China y las tensiones geopolíticas, todo el mundo habla de «autonomía estratégica». La presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, ha hecho de ese concepto un elemento central de su mandato. Charles Michel, presidente del Consejo Europeo, lo ha consagrado como el «objetivo número uno de nuestra generación». El presidente de Francia, Emmanuel Macron, ha defendido la idea como estrategia de supervivencia frente a un mundo hostil. Y el Consejo Europeo que se celebrará esta semana en Granada examinará un documento preparado por España que propone cómo profundizar en el logro de esta autonomía estratégica.
Sin embargo, el concepto de autonomía estratégica se ha visto asediado desde el principio por las críticas. Unos han destacado su vaguedad, ejemplificada en su poco precisa definición, que el Consejo Europeo acuñó como «la capacidad de actuar de forma autónoma cuando y donde sea necesario, y con socios siempre que sea posible». Otros, incluyendo España, han reaccionado contra el tufo proteccionista que el concepto desprende, intentando adjetivarla como autonomía estratégica «abierta». Más al Este, el concepto es rechazado porque polacos y bálticos perciben que podría debilitar a la Alianza Atlántica precisamente cuando más importante se ha demostrado. Al final, víctima del fuego cruzado, el documento español que ira a la Cumbre ya no habla de autonomía estratégica, ni a secas, porque no gusta a unos, ni abierta, porque no gusta a Francia, sino de la políticamente correcta «resiliencia».

La realidad es que la Unión Europea y sus Estados miembros han despertado geopolíticamente. La guerra rusa contra Ucrania les ha enseñado que ya no pueden confiar en los mercados mundiales para determinar con qué países y regímenes se relacionan. No pueden depender de Vladimir Putin para su consumo energético, ni permitir que los semiconductores o las tierras raras que necesitan para su desarrollo tecnológico estén supeditados a los cálculos del dirigente chino, Xi Jinping, sobre si atacar Taiwan o asfixiar su comercio.
En ese nuevo contexto geopolítico, buscar una mayor autonomía parecería una aspiración razonable. Sin embargo, la búsqueda de la autonomía es una estrategia reactiva para afrontar los actuales desafíos. La interdependencia no solo sigue siendo inevitable, sino deseable para la UE. Y aún puede contribuir al refuerzo y la seguridad de los Estados miembros si son ellos los que eligen cuánto y de quién quieren depender. La interdependencia estratégica es una manera activa de satisfacer las necesidades de Europa y superar las limitaciones de la autonomía estratégica. Por tanto, la Unión Europea debe acoger de buen grado esa interdependencia estratégica, aumentar sus interdependencias con aliados y socios clave y, al mismo tiempo, reducirlas con sus rivales.
En el último año, la UE ha puesto en marcha medidas, como su reciente estrategia de seguridad económica, que aspiran a vigilar los flujos de inversión, las cadenas de suministro, las exportaciones de bienes críticos como los semiconductores, así como asegurar las cadenas de suministro para los materiales y tecnologías necesarios para alimentar la transición energética y digital de Europa. Con ello, corre el riesgo de sumarse al viraje proteccionista e intervencionista de la economía mundial al que dio comienzo el Gobierno de Trump y que Joe Biden ha mantenido e intensificado, por ejemplo, a través de la Ley de Reducción de la Inflación.
Desde la invasión rusa se ha vuelto un lugar común, en Bruselas y las capitales europeas, lamentarse de que el Sur global no ayuda lo suficiente contra Moscú: muchos países condenan a Rusia en la ONU, pero no lo acompañan con sanciones. Como ha señalado en numerosas ocasiones el jefe de la política exterior de la UE, Josep Borrell, a la hora de exponer los argumentos de Europa contra Rusia, «estamos perdiendo la batalla del relato».
Pero si los europeos escuchasen más, verían que a muchos de estos países también les preocupa, y con razón, que el conflicto esté acentuando un giro desde el actual orden basado en las reglas y el comercio hacia uno centrado en el poder y la seguridad. La agresión rusa a Ucrania ha generado nuevos problemas al Sur global, como las crisis alimentaria y energética. Muchos países han honrado su compromiso con el derecho internacional al condenar la agresión rusa en Naciones Unidas. Pero a su vez, esperan que la UE cumpla con sus compromisos respecto al orden multilateral basado en reglas.
Desde la India a Brasil, muchos países se sienten destinatarios pasivos de las decisiones de Estados Unidos, la UE y China, y se quejan de que no se les ha invitado a debatirlas o participar en ellas. Quieren escapar de una dinámica de confrontación bipolar entre EEUU y China que nos lleve a otra nueva Guerra Fría. Y tienen razón: aunque Europa no pueda ni deba ser equidistante entre Washington y Pekín, debe encontrar la manera de detener esa dinámica de confrontación y reivindicar un orden multilateral abierto basado en reglas.
Las encuestas del European Council on Foreign Relations han revelado que muchos países del Sur global ya no consideran a la UE un actor que defiende el sistema abierto y basado en reglas, sino uno que los empuja a unirse a las iniciativas europeas y estadounidenses para derrotar a Rusia y contener a China. A su parecer, un mundo de sanciones, de controles a la exportación, de vigilancia de las inversiones y de medidas proteccionistas va en detrimento de su crecimiento y sus intereses.
Para el Sur global, el problema es que el Norte global -tras haber preconizado durante décadas un sistema multilateral abierto y basado en reglas- ha decidido unilateralmente cambiarlas o ignorarlas sin más. Los países ricos pidieron a los Estados del Sur global que adoptaran el Consenso de Washington y abrieran sus economías para prosperar juntos. Sin embargo, en los últimos tiempos han optado por una política de reindustrialización que sitúa el Buy American de Biden, el made in Europe de Macron y la búsqueda de China de su propia autonomía estratégica muy por delante y por encima de los intereses del Sur global.
Estas estrategias proteccionistas yerran. La UE y los países miembros deben forjar lazos recíprocos con los países de los que dependen. La UE debe evitar imitar el comportamiento chino en África o Latinoamérica. Por un lado, no puede igualar los recursos que China ha invertido en infraestructuras. Por otro, el enfoque extractivo chino, que se traduce en muy poca industria y trabajo cualificado en los países beneficiarios es un mecanismo para reforzar la independencia de Pekín a expensas de aumentar las dependencias de sus socios: eso es exactamente lo que debería evitar la UE.
La UE debe fomentar la interdependencia. Sin embargo, esta vez, no puede dejar su suerte en manos de los mercados: las nuevas e inevitables dependencias deben ser elegidas, no impuestas por manos invisibles o rivales. La interdependencia solía verse positivamente por aquellos países que creían en una economía abierta y basada en reglas: después se volvió tóxica y debilitante. Los dirigentes europeos tienen que diseñar estratégicamente sus relaciones, tanto para reforzar su capacidad de decisión como para vincular más estrechamente a sus socios.
La UE ha invertido mucho en definir, aplicar y perfeccionar la autonomía estratégica. Pero las nuevas realidades del mundo demuestran que liberarse de la interdependencia no es la solución. Más bien, la UE necesita gestionar la interdependencia. Esto significa tener en cuenta las preocupaciones de sus socios y aliados e invitarlos a desarrollar una interdependencia más resistente y efectiva. La interdependencia estratégica aumentaría la autonomía de la UE, de sus países miembros y de sus aliados y socios. Ayudaría a los Estados a maximizar su crecimiento y su riqueza y, por tanto, su base de poder. Esto también redundaría en su seguridad y en su soberanía. Los efectos colaterales serían el fortalecimiento del orden multilateral basado en reglas y de las democracias liberales en todo el mundo.
José I. Torreblanca es Investigador Principal y Director de la Oficina en Madrid del Consejo Europeo de Relaciones Exteriores (European Council on Foreign Relations, ECFR).