La avenida de los plátanos del castillo de Vaux-le-Vicomte

Lorsque sur cette mer on vogue à pleines voiles,
Qu'on croit avoir pour soi les vents et les étoiles,
Il est bien malaisé de régler ses désirs ;
Le plus sage s'endort sur la foi des Zéphyrs.
Jamais un favori ne borne sa carrière ;
Il ne regarde pas ce qu'il laisse en arrière ;
Et tout ce vain amour des grandeurs et du bruit
Ne le saurait quitter qu'après l'avoir détruit.
Tant d'exemples fameux que l'histoire en raconte
Ne suffisaient-ils pas, sans la perte d'Oronte ?
Jean de La Fontaine, «Elegie aux nymphes de Vaux»

Entre los últimos consejos que dio en el lecho de su muerte al joven Luis XIV el cardenal Mazarino incluyó una muy especial recomendación a favor de Nicolas Fouquet, estrella emergente de su administración tras su gran labor como Intendente -así se les llamaba entonces a los alcaldes- de la ciudad de París: «Es capaz de grandes cosas, a condición de quitarle de la cabeza los edificios y las mujeres».

Aunque Alberto Ruiz Gallardón fichó a Ana Botella con la misma intención cortesana con la que Fouquet se ganó la simpatía de su tocaya la reina Ana de Francia, no creo que José María Aznar haya intercedido nunca por él ante Mariano Rajoy. Pero, caso de haberlo hecho, además de esa pertinente doble salvedad sobre su entusiasmo por todo tipo de monumentos, sin duda habría incluido también la advertencia que se le olvidó a Mazarino en relación a Fouquet: cuidado con su ambición sin límites.

«Déjalo que suba, déjalo que suba... Cuanto más alto llega el mono, más se le ve el culo», solía decir Aznar cada vez que el entonces presidente de la Comunidad de Madrid se desmarcaba de los criterios del partido para ejercer de verso suelto en pos de su interés personal y su propia gloria. Todo esto viene de tan lejos que, como dice Esperanza Aguirre, acostumbrada ya a las piruetas veraniegas de su querido enemigo, «no puede sorprender a nadie». Menos adoptar como divisa el «Quo non ascendam» que se arrogó Fouquet -«¿Hasta dónde no ascenderé yo?»-, Gallardón ha ido dejando todo tipo de pistas de que su única frontera es el cielo.

Es una lástima que Mariano Rajoy y él no pudieran asistir el viernes de la semana pasada en el castillo de Vaux-le-Vicomte a la fiesta conmemorativa de la que Fouquet ofreció a Luis XIV el 17 de agosto de 1661. Desde París se hubieran plantado allí en media hora y, por 60 euros con derecho a cenar en el bufé o por 20 euros a palo seco e incluso por 15 si hubieran ido vestidos con trajes del siglo XVII, habrían tenido la oportunidad de imbuirse de la atmósfera en la que hace tres siglos y medio se desarrollaron el nudo y desenlace de un drama político muy similar al que ahora les atañe.

Fouquet era ya superintendente de Finanzas y si durante su gestión la salud económica del Reino había experimentado una cierta mejoría, la suya propia había alcanzado niveles de florecimiento y exhuberancia sin precedentes. Vaux-le-Vicomte había sido construido como expresión material de esa grandeza. Fouquet había contratado al mejor arquitecto del Barroco francés Louis Le Vau, al pintor Le Brun que se instaló en el palacio para decorar las paredes con sus frescos y al mítico paisajista André Le Nôtre que fue diseñando sus imponentes jardines.

Tanta magnificencia -aun hoy Vaux-le-Vicomte está considerada como la mayor propiedad privada catalogada como monumento histórico- requería una inauguración a tono con su propio esplendor. A modo de aperitivo, el 12 de julio de 1661 Fouquet dio una fiesta en honor de la Reina de Inglaterra, pero fue el 17 de agosto, con el propósito de honrar a su Rey, cuando tiró la casa por la ventana, convidando a 1.000 personas a un banquete preparado por el gran chef Vatel -el mismo que, como se ha podido recordar a través de la reciente película de igual nombre, terminaría suicidándose al no conseguir en otro fiestorro que el pescado fresco llegara a tiempo- y programando a continuación una obra de Moliére, expresamente escrita para el evento, y una apoteosis de fuegos artificiales.

La familia real en pleno, los principales nobles de Francia y las primeras figuras culturales del momento como La Fontaine, La Rochefoucauld, Madame de Sevigné o el propio Moliére estaban entre los invitados. Durante la cena todo transcurrió a la perfección, aunque a Luis XIV no pudo pasarle inadvertido que en el gran salón oval del castillo, bajo una cúpula sostenida por 16 cariátides y en un entorno dominado por cuatro bustos romanos, la imagen del sol -con la que el Rey ya se identificaba- aparecía unida a la de la ardilla que el anfitrión había elegido en su escudo de armas como símbolo de sí mismo.

Fue después, durante la larga velada en la que todos paseaban a la luz de las antorchas entre los surtidores de las fuentes del jardín, cuando la paciencia del monarca quedó colmada ante lo que terminó considerando como un alarde de ostentación impropio de un súbdito. Luis XIV musitó algo sobre las «insolentes adquisiciones» que eclipsaban su aún modesto Versalles, se dirigió a su carruaje y acompañado de sus mosqueteros abandonó abruptamente el lugar. Fouquet y su familia contemplaron con consternación cómo el séquito real iba alejándose a través de la sobrecogedora avenida formada por 257 parejas de plátanos entrelazados por sus ramas que, a modo de un tubo de penumbra de kilómetro y medio, une el castillo de Vaux-le-Vicomte con el mundo exterior. Pronto sólo quedó la nube de polvo levantada por los cascos de los caballos como una diminuta pincelada en el horizonte. Así se esfuman siempre las vanas ilusiones de todas las glorias de este mundo.

Cuando el propio superintendente tomó pocos días después esa misma ruta para seguir a la corte a Nantes, tuvo el presentimiento de que nunca más volvería a su amada propiedad. El 5 de septiembre fue arrestado por el conde de D'Artagnan, capitán de los mosqueteros del Rey, acusado de malversación de caudales públicos y arrojado a una mazmorra en la que permanecería hasta su muerte casi 20 años después.

Rajoy no necesita llegar tan lejos en el caso de Gallardón, pero debería hacer suyo el razonamiento de Luis XIV: ¿Dónde queda la autoridad, el prestigio y el poder del soberano si alguien brilla por encima de él e incluso es capaz de convertirlo en un invitado más -invitado principal, pero invitado a fin de cuentas- de la celebración de su esplendor? Desde hace una semana el alcalde de Madrid viene construyendo castillos en el aire, aun más pretenciosos que el de Vaux-le-Vicomte. Él es el centrista, el moderado, el que ha ganado cuatro elecciones por mayoría absoluta, el que tiene la capacidad de llevar al líder del PP a La Moncloa, el que puede hacerle recuperar posiciones a lo Fernando Alonso, el Mesías, el talismán del centro-derecha en España... Públicamente se conforma con pedir que Rajoy le lleve en su lista, pero en la medida en que subraya que es por su bien, que su presencia y sólo su presencia será la llave de la victoria, es obvio que hay otro mensaje subliminal que toda España está captando: ¡Qué suerte tiene este piernas de Mariano que va a poder encabezar una candidatura en la que figure el incomensurable Alberto!

Decía Gracián que «si bien toda actitud de superioridad es odiosa, la actitud de superioridad de un súbdito sobre su Príncipe no sólo es estúpida sino también fatal». Máxime cuando los atributos de los que se alardea han sido adquiridos de forma ilícita, torticera o al menos perjudicial para los intereses de aquél a quien se proclama estar sirviendo. De igual manera que lo que en definitiva perdió a Fouquet no fue tanto la ostentación como el origen corrupto de lo ostentado -su rival y luego sustituto Colbert había preparado un documentado informe a Luis XIV al respecto-, lo que ahora pone a Gallardón en clamoroso fuera de juego no es su megalomanía, sino la «irritante» percepción generalizada en el PP -el certero adjetivo es de un hombre de Rajoy, el veterano secretario general del Grupo Popular Jorge Fernández- de que está muy claro de dónde saca pa tanto como destaca.

¿Qué ha convertido al que fuera secretario general de la cavernaria Alianza Popular de Fraga en más «centrista» y «moderado» que dirigentes que llevan defendiendo los mismos valores desde los tiempos de su militancia en la UCD o el Partido Liberal? ¿Acaso han surgido entre ellos discrepancias ideológicas o programáticas que coloquen a Gallardón más a la izquierda respecto a cuestiones políticas y económicas fundamentales o ha ocurrido, más bien, que Gallardón se ha plegado una y otra vez a las conveniencias tácticas y estratégicas del PSOE y su prensa adicta, desmarcándose de sus compañeros en asuntos como la exigencia de que se investigue el 11-M o las relaciones con el grupo Prisa después de que su presidente tachara de «guerra civilista» a la actual cúpula del PP, por no rememorar los tiempos en los que se ponía de perfil sobre la corrupción felipista o los GAL?

El impostado progresismo de Gallardón no es sino el rédito de su insolidaridad con algunas de las decisiones adoptadas por las direcciones del partido y del grupo parlamentario con Rajoy a la cabeza. Son los adversarios políticos y periodísticos del PP quienes le han dado esas credenciales a cambio de los goles en propia puerta que el hoy alcalde lleva años marcando para ellos. Su juego consiste en congraciarse con el contrincante, asistiendo impávido desde la banda -o incluso aplaudiendo sotto voce- a cada momento en que le parten la pierna a un compañero de partido.

Con quien él busca el cuerpo a cuerpo no es con la izquierda, sino con aquella parte de la derecha democrática que mantiene posiciones más rotundas y vehementes en la defensa sin complejos de los valores que movilizan al electorado del PP. Por eso se lleva a partir un piñón con los medios que masacran a los demás dirigentes populares y se empecina, en cambio, en sentar en el banquillo a Jiménez Losantos por haber expresado una opinión, todo lo severa, implacable e incluso injusta que se quiera, pero una opinión al fin y al cabo. ¿«Centrista», «moderado» quien reacciona con tal intolerancia frente a quien le critica? ¿O es que la única libertad de expresión que hay que proteger es la de aquellos que, incluso a la hora del insulto, la diatriba y la calumnia cumplen los requisitos canónicos sobre a quién es políticamente correcto linchar?

Otros dirigentes nacionales del PP como Zaplana o, más recientemente Esperanza Aguirre, también saben lo que son las mayorías absolutas. El propio Rajoy fue el director de la campaña de las generales de 2000 cuando el PP pulverizó todos los récords de la historia del centro-derecha en España. La diferencia estriba en que los mismos medios que lanzan voraces ofensivas cada vez que descubren que el primo del cuñado de un amigo de Zaplana firmó un contrato con Terra Mítica o que el yerno de la vecina de un tío tercero de Esperanza Aguirre obtuvo una recalificación de terrenos, jamás hacen ni siquiera la menor insinuación sobre las estrechas relaciones de Gallardón con Fernández Tapias y otros empresarios de su clan que perpetran suculentos negocios en Madrid. La diferencia estriba en que los mismos medios que llevan breando a palos al propio líder del PP durante toda la legislatura mantienen al alcalde entre algodones y le practican cuando llega el caso auténticas felaciones radiofónicas.

¿Se imaginan la que se habría organizado -por poner un ejemplo doblemente inverosímil- si el acusado de favorecer a una amiga con decisiones urbanísticas hubiera sido Ángel Acebes? Primero le habrían fusilado al amanecer y después habrían preguntado a su cadáver si las acusaciones eran ciertas.

Por eso lo que ahora está en juego es saber si el PSOE y la prensa gubernamental van a tener más influencia en la composición de la lista de Rajoy que los órganos competentes del partido y las personas que se han ido dejando la piel a tiras al ejercer como vanguardia de su labor de oposición. Por eso, si Rajoy tuviera la tentación de transigir ante la dinámica de hechos consumados que trata de crear Gallardón para adquirir una posición ventajista de cara a una eventual sucesión, su obligación moral sería convocar un Congreso del PP y explicar a las bases por qué lo electoralmente conveniente puede terminar implicando que se recompense el egoísmo insolidario y se castigue el desgaste generoso.

Cuando Fouquet cayó en desgracia todos sus antiguos amigos y protegidos se olvidaron de él, menos el valeroso Jean de La Fontaine. Desafiando la cólera real, el fabulista escribió su Elegía a las Ninfas de Vaux con un triple objetivo: rendir tributo a la gloria del magnate encarcelado, justificar la ceguera de su ambiciosa conducta y solicitar que fuera perdonado. Si al comienzo de este artículo he incluido diez de sus versos más representativos en su francés original ha sido para preservar la ingenua musicalidad de sus pareados consonantes. Gallardón no necesita traducciones -siempre podría pedirle a su prima Cecilia que le echara una mano- pero debería aplicarse meticulosamente el cuento: «Cuando sobre la mar se navega a velas desplegadas/ hasta el punto de creer ser dueño de vientos y estrellas/ es muy difícil controlar los deseos/ y el más sabio se duerme sobre la fe de los Céfiros./ Jamás un favorito pone límites a su carrera,/ nunca mira lo que deja atrás/ y todo este vano amor de grandezas y ruido/ sólo lo abandonará después de haberlo destruido./ ¿Tantos famosos ejemplos que la Historia cuenta/ no bastarían sin la pérdida de Oronte?».

A efectos de nuestro paralelismo, es muy significativo que, al lamentar que Fouquet no haya escarmentado en cabeza ajena, La Fontaine se refiera a él como «Oronte», identificándole así con un personaje de la literatura pastoril cuyo nombre también tomará prestado pocos años después Moliére para bautizar en El Misántropo a un cortesano que, más que la ambición, encarna la vanidad sin límites. Y es más significativo aún que una de las escenas más divertidas de esa comedia sea aquélla en la que Oronte se presenta con un pretencioso soneto buscando la aprobación de los demás y el personaje central, Alceste, emprende todo tipo de rodeos y subterfugios para no decepcionar sus expectativas, diciéndole claramente lo que piensa.

Que Gallardón es una mezcla de Fouquet y Oronte está sobradamente acreditado. Los próximos días nos dirán en cambio si en Rajoy prima el sentido de la autoestima imprescindible para cualquier tipo de reinado o esa crónica obsesión por eludir cualquier conflicto que, a la larga, termina siempre alumbrando los mayores dramas. Sírvale de pista que lo que más ofendió a Luis XIV fue que, en el ínterin entre la fiesta y la detención, su subordinado le ofreciera regalarle aquella suntuosa propiedad que previamente le había robado.

Pedro J. Ramírez, director de El Mundo.

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