La aversión europea al estado de excepción

Ningún país europeo de nuestro entorno está aplicando el estado de excepción o equivalentes en su alcance y significado. Francia ha prescindido de las medidas de excepción previstas en su Constitución (artículo 16). Por simple decreto del presidente de la República de 16 de marzo, invocando el Código de Salud, se han impuesto medidas de confinamiento de personas en sus domicilios salvo en limitados casos previstos por el decreto.

El Conseil d’État, en su dictamen de 18 de marzo, apoyaba un proyecto de ley del Gobierno —aprobado posteriormente el 23 de marzo por las Cámaras— creando el estado de urgencia sanitaria. Lo apoyaba, pese a entender que no sólo el Código de Salud, invocado en el decreto presidencial, amparaba las limitaciones al desplazamiento, sino también el poder de policía general del presidente y la vieja “teoría jurisprudencial de las circunstancias excepcionales”, cuidadosamente eludida en el decreto presidencial, aunque esa teoría fuera distinta de cualquier estado de excepción.

En la prensa francesa se han hecho referencias, como cobertura adicional, al Reglamento Sanitario internacional de la OMS (artículos 15 y 18), al artículo 5 del Convenio Europeo de Derechos Humanos, que no considera violación del derecho de la libertad de desplazamiento las restricciones y limitaciones por razón de pandemias, o a la propia Carta de los Derechos Fundamentales de la UE (artículo 52), que permite introducir en los derechos “limitaciones, respetando el principio de proporcionalidad, cuando sean necesarias y respondan efectivamente a objetivos de interés general reconocidos por la Unión o a la necesidad de protección de los derechos y libertades de los demás” con remisión al Convenio Europeo de Derechos Humanos para interpretar los derechos y sus limitaciones.

La aversión europea al estado de excepciónAlemania reconoce la libertad de movimiento y residencia (artículo 11 de la Ley Fundamental) y, simultáneamente, permite su “restricción” no sólo por ley, sino incluso “en virtud de una ley”, para “conjurar el peligro de epidemias” o “catástrofes naturales”, entre otros supuestos: restricción, no suspensión. La Ley federal de Protección contra las Infecciones (20/7/2000) es esa ley en cuya virtud los Länder, por decreto, han adoptado las medidas restrictivas o limitativas que consideran apropiadas, incluido el confinamiento. El confinamiento se considera, pues, una restricción según la Ley Fundamental, no una suspensión.

Italia ha regulado las medidas por decreto ley de 23 de febrero del presidente de la República, a propuesta del Gobierno, eludiendo hablar de estado de excepción o figura semejante. Invoca la extraordinaria necesidad y urgencia de dictar normas contra la epidemia. Los derechos de libertad y desplazamiento contienen en la propia Constitución italiana (artículo 16) la mención de la sanidad como límite intrínseco del derecho (no suspensión del mismo). El reconocimiento de derechos y, a la vez, de sus límites intrínsecos ha facilitado su regulación por decreto ley del presidente de la República.

Toda Europa tiene aversión, pues, al estado de excepción o equivalentes. No tiene sentido aplicarlo en España teniendo, para estos casos de catástrofes naturales o epidemias, una previsión específica: el estado de alarma. Menos aún cuando nuestro propio Tribunal Constitucional, en la única sentencia que ha pronunciado sobre el estado de alarma (STC 83/2016 FJ 8ª), ya ha declarado que las medidas previstas en el artículo 11 de la Ley Orgánica 4/1981 sobre Estados de Alarma, Excepción y Sitio (LOAES en lo sucesivo) no suponen suspensión de derecho fundamental de circulación o residencia, sino mera restricción o limitación de los mismos. Ratifica lo repetido en incontables sentencias en otros campos que diferencian entre suspensión de derechos fundamentales y su restricción o limitación.

La aversión europea a aplicar a la pandemia —y a otras catástrofes naturales o industriales— las medidas previstas para graves conflictos políticos o de orden público se reflejó en España en el debate constituyente, sobre inclusión del estado de alarma en la Constitución, y al aprobar la LOAES. Personalidades tan distintas como los diputados Gabriel Cisneros o Fernando Morán, recientemente fallecido, coincidieron en lo que llamaban la despolitización del estado de alarma (al vincularlo con catástrofes naturales o tecnológicas) y en la politización del estado de excepción (al vincularlo con el orden público y otras alteraciones de carácter político).

Por ello, aplicar el estado de excepción a situaciones motivadas exclusivamente por acontecimientos naturales o tecnológicos supondría una modalidad de violación constitucional: un fraude de ley y, en último extremo, de Constitución. Es decir, aplicar una norma para un fin distinto del previsto por ella o por la Constitución. No puede aplicarse el estado de excepción invocando los supuestos previstos específicamente para el de alarma. Los supuestos del estado de alarma no tienen carácter político, y los del estado de excepción, sí. Ello significa que los diferentes estados recogidos en la LOAES no se aplican de forma gradual a las mismas situaciones, sino que cada uno se aplica a situaciones distintas.

Por lo demás, las medidas a adoptar en ambos estados (artículo 11 para el estado de alarma y 20 para el de excepción) han de respetar exactamente la misma exigencia de que sea para las horas y lugares que se determinen. Pero se distinguen, aparte de sus diferentes causas legitimadoras, en que, en el de excepción, los derechos son sacrificados, mediante su suspensión, en aras de razones políticas externas al derecho mismo; en el de alarma, los derechos —ya previamente alterados intrínsecamente en sus límites por la propia pandemia o cualquier otra catástrofe natural o tecnológica con incidencia en los derechos de los demás, al ponerlos en peligro— son restringidos hasta su límite natural, delimitado por cada situación.

Hace poco, un juez de Palencia ordenaba, en relación con un contagiado que quería abandonar el hospital, su internamiento forzoso invocando, entre otras cosas, el Convenio Europeo de Derechos Humanos y la Ley de Medidas Especiales de Salud Pública; en definitiva, el límite intrínseco de todo derecho constatado en determinadas situaciones.

Aplicar el estado de excepción en supuestos de la alarma es inquietante para el futuro. Recuérdese al presidente de Hungría, Orbán, denunciado en el Parlamento Europeo por aprovechar sus plenos poderes para fines ajenos a la pandemia. O al presidente de Filipinas, Duterte, ordenando a la policía disparar a matar a quienes no respeten la cuarentena. O al mismo Trump aprovechando poderes de emergencia para expulsar inmigrantes sin documentación, prescindiendo de leyes que exigían otros procedimientos.

La aversión europea a estados de excepción tal vez provenga de que Carl Schmitt, el máximo teórico de la excepción (que acabó siendo el jurista de cámara del III Reich), vacunó contra ella al identificar la excepción con la legitimidad que, como representante de la nación alemana, personificaría su presidente; legitimidad que consideraba debía imperar sobre la simple legalidad, emanada de un pueblo dividido y enfrentado por intereses contrapuestos que no complacía demasiado a Schmitt. El presidente encarnaría la Nación eterna que, desde su Valhalla, tendría legitimidad con su poder de excepción para aniquilar la legalidad de ese pueblo llano.

Hoy el estado de excepción es ya, desde luego, cosa bien distinta: domesticado por la ley y la Constitución entre los barrotes que lo enmarcan. No caigamos en la tentación de abrirle portillos, no sea que en el futuro se invoque esa apertura para liberar, desbordando el fin constitucionalmente previsto, una fiera descontrolada contra los valores y la esencia de la democracia.

Tomás de la Quadra-Salcedo es catedrático emérito de la Universidad Carlos III y exministro de Justicia.

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