La baja autoestima de España

Al margen de ciertos tópicos más bien locales, los españoles somos uno de los pueblos con más baja autoestima de todo el globo terráqueo. Lo ha constatado un observatorio internacional auspiciado por la ONU, en el que chinos y rusos ocupan los primeros puestos. Ambas nacionalidades están encantadas con su país, con su cultura, con su historia, incluso con el presente que les toca vivir. No así nosotros. Nuestro déficit de patriotismo y escaso aprecio no se compadecen con los hechos ni datos objetivos de lo que fue, y es, España.

Uno de los lugares más seguros del mundo, por ejemplo, es España. El quinto. No llegan al centenar los asesinatos registrados aquí cada año. Quedan lejos de las 9.000 muertes violentas de Estados Unidos. Y aún más de los 25.000 homicidios de Venezuela. Apenas el diez por ciento de los españoles poseen armas, la mayoría por su afición a la caza.

Tan sólo Japón nos supera en esperanza de vida: somos el segundo país con la población más longeva. Más años y de mejor calidad. La mortalidad infantil es la tercera más baja de todo el concierto internacional. El secreto radica, en buena medida, en una excelente asistencia sanitaria, que sigue siendo gratuita y universal. Lo constata otro ranking mundial: España es la octava nación que más porcentaje del PIB destina al mantenimiento del Estado del bienestar, por delante de Alemania o Estados Unidos. Un dinero que saben transformar en salud profesionales altamente cualificados, que convierten nuestra medicina en puntera; y también es modélica en ámbitos como la donación de órganos. Gracias a la ciencia y a la solidaridad ciudadana, lideramos a nivel mundial las estadísticas de trasplantes de órganos, una segunda oportunidad para la vida que no distingue extracción social ni conoce límites regionales.

Es cierto que en Educación también vamos primeros, pero en fracaso escolar. A lo largo de la última década, se ha duplicado el presupuesto destinado a esta área: nada menos que 21.000 millones de euros, una de las cifras más altas entre los miembros de la OCDE. El problema de la enseñanza en España no es de dinero, sino de modelo. Así lo ha constatado el mismo organismo encargado de las pruebas PISA, esas en las que tan malparados salimos siempre.

Los euros no se nos van en armas. Somos el miembro de la UE, junto con Luxemburgo, que menos dedica a sus ejércitos. Y el 80 por ciento de esa partida se va en atender las nóminas de 120.000 profesionales. Apenas mil millones para que funcione Defensa. Es probable que esta cuantía sorprenda por escasa. Pero los números no engañan, y conviene fiarse de ellos más que de sus intérpretes. En el momento actual de España resulta habitual la falsificación de los datos. Se tergiversan con demasiada impunidad, y con una postura muy poco honesta.

Cifras tozudas que avalan nuestras letras: contamos con un idioma de uso universal, hablado por cerca de 500 millones de personas. Sólo en México lo emplean 115 millones de ciudadanos, y es la primera lengua para 70 millones de hablantes en los Estados Unidos. Poner precio a este caudal es imposible, entre otros motivos, por colosal. Estar unidos por la palabra multiplica las oportunidades del hombre. También superar las distancias físicas; somos el segundo país con mayor implantación de vías de alta velocidad, unos 3.000 kilómetros. Y la tercera potencia turística mundial. Gustamos. Nos visitan aquí, pero también nos requieren allá: casi el 40 por ciento de las grandes obras públicas mundiales están siendo construidas por empresas españolas. 300 millones de usuarios reciben el servicio de Telefónica y las dos principales entidades bancarias españolas lideran la zona euro e Iberoamérica; sin olvidar que la primera multinacional de la moda del planeta tiene su sede en La Coruña o que conservamos el segundo mayor patrimonio histórico-artístico de todo el mundo. Por no hablar de los éxitos deportivos de la última década.

Esta es la realidad del lugar donde vivimos. Es una realidad brillante. Luminosa. Prometedora. Una historia que no merece ser enturbiada ni manipulada por frustraciones personales. En todo tiempo y en toda sociedad, aun en los mejores contextos, existe gente postergada, insatisfecha o fracasada. No reduzcamos la visión global al territorio de lo individual, al menos no en este análisis. Obremos y opinemos con justicia.

¿Qué ocurre en España para que los españoles odiemos incluso a nuestro país? ¿Qué extraño sortilegio se guarece en el alma de los habitantes de esta vieja nación para que no existan autoestima ni orgullo de pertenencia? La autoestima es el resultado de la forma en que interpretamos nuestra historia y proyectamos nuestro futuro. Las causas de nuestro desapego colectivo transitan desde el desmoronamiento de un imperio colosal a lo largo de siglos hasta un proceso de años de deterioro y derrotas, junto con la desgarradora Guerra Civil. Hasta llegar al presente, en el que concurren nuevos factores objetivos. Me atrevo a apuntar alguna posible causa:

La irrupción de los nacionalismos vasco y catalán no ha ayudado en absoluto al aprecio de los españoles por sí mismos. Nunca han sido más beligerantes que ahora. Han construido su superioridad sobre el resto de España retorciendo la Historia y despojando nuestro pasado de todo rasgo de grandeza. Es más, han demonizado todo lo que tiene que ver con España y los españoles para justificar su desapego e incluso su ataque al Estado y a sus estructuras.

La Guerra Civil abrió heridas de muy difícil cauterización. Cualquiera de los dos bandos podría helarnos el alma, como lamentó Machado. Fue en la primera mitad del siglo pasado cuando se hicieron trizas cualquier incipiente orgullo patrio y la posibilidad de edificar un futuro compartido.

El período franquista sirvió para que tanto la izquierda interior como la exiliada cargasen contra nuestro país para presionar al régimen. Esa izquierda, que se sentía moralmente superior, fue ridiculizando, por ideología o por mera contraposición, los símbolos de nuestra grandeza, que el régimen quería recuperar. Así, El Cid quedó en un mero cazador de recompensas, la Reina Isabel no se lavaba, Felipe II fue recordado como un monarca oscuro, y la cultura española fue despreciada. Aquella izquierda no logró acabar con Franco, pero casi termina con cualquier vestigio de orgullo patrio.

La transición iniciada en los setenta pretendió restaurar ese patriotismo, pero el complejo del PSOE, reconocido por sus líderes, relegó nuestros símbolos a un bochornoso segundo plano, que lastra cualquier intento de catarsis emocional. El empeño que en ello puso Zapatero encontrará difícil indulgencia por parte de la Historia. La clase dirigente actual se ha demostrado incapaz de dibujar un futuro en el que podamos proyectar nuestros valores y nuestra dignidad como gran nación. Es difícil construir sobre un pasado dilapidado. Complicado también vislumbrar un mañana al que no nos atrevemos a asomarnos porque nos avergonzamos, inexplicablemente, de España y de ser españoles. Nos queda la esperanza de que las jóvenes generaciones miren a su país con ojos más limpios que los de sus abuelos.

Bieito Rubido, director de ABC.

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