La balada del maltratador

Por Francisco Nieva, de la Real Academia Española (LA RAZON, 29/02/04):

Esto de los maltratadores «de género» invita mucho a la meditación. Parece ser que -por lo que se dice de mí en los estudios académicos o universitario que me han hecho ese honor- yo soy un feminista. Lo cual no es del todo así, y lo soy más que nada por tradición. La tradición barroca española, con Lope de Vega a la cabeza, ha primado a la heroína sobre el héroe dramático, le ha encontrado más interés. Celestina, Melibea, Laurencia, Dorotea... ¿Y tantas más! El teatro español es feminista, y esto se puede probar de un modo fehaciente.

Me parece muy natural que el universo femenino sea venero de observaciones muy agudas por parte de esos dramaturgos, todos «muy hombres», pero atravesados ya por la complejidad espiritual y la visión cósmica que promueve el Barroco, hijo cabezudo y genial de la Contrarreforma. Para estos refinados machistas, la mujer era superior y, además, era víctima heroica. Una víctima superior, una supervíctima.

Yo creo que esa superioridad victimista la tiene la mujer, y esto enfurece mucho al hombre elemental, que la puede moler a palos por despecho. Si pudiéramos psicoanalizar bien a fondo a esos violentos, descubriríamos que, lo que más les enfurece, es que ellos mismos se creen víctimas de esa superior humillación que les inflige la astuta inteligencia femenina. Porque la mujer, como víctima, puede ser bastante provocadora. A veces, hasta lo es con una refinada perfidia. Y, en tal caso, esos brutos ya no pueden parar si no los controla la policía. Nada los puede disculpar, pero muchas veces se ignora esa perfidia de ciertas víctimas, para suscitar en el sexo contrario tan visceral necesidad de hacerse justicia. El tío se dice: -«No le veo salida a esta frustración humillante, a esta degradación. Para restaurarme tengo que matarla». ¿Bonita situación!

Bonita por compleja. Un estudio profundo sobre el victimismo femenino no los exculparía jamás, pero sí hallaría algún detalle atenuante: el de una alienación momentánea, provocada por ese goteo de humillación vengativa, desde un baluarte de pasividad. Algo tremendamente complicado, que se cuece en el interior de la mujer. -«Cuanto más me maltrates y más miedo te tenga, menos vales como hombre en la intimidad, aunque quieras disimularlo ante el mundo». Y, aunque esto no lo diga explícitamente, lo manifiesta por signos, por gestos, por alusiones que el hombre entiende bien. Y más insultado y provocado se siente, cuanto más la sacude. Que muchas mujeres no rompan con esa situación es también chocante. Se las recomendaría ponerse en manos de un psiquiatra. Bien pueden ser las víctimas de una tendencia masoquista. -«No denunciaré sus abusos a la policía, sino que me sentaré a mi puerta de víctima, y lo veré llegar con un bidón de gasolina para prenderme fuego. Lo hará, y así habrá demostrado la clase de monstruo que es».

Pero raras veces irá al psiquiatra. Incluso piensa que su paciencia y su silencio terminarán por llamar la atención. Otro dislate complicado. Si la violencia de muchos hombres es producto de la mala educación, la pasividad de muchas mujeres también lo es, y se juntan tal para cual, se convierten en sujetos complementarios. En algunos medios rurales las mujeres, cuando no callan, exhiben también sus cardenales con orgullo de maltratadas, que sabrán resistir hasta el final, hasta que no las maten de un sartenazo. Salen muy gratificadas por la conmiseración de los otros. Que no van más allá, porque nadie en el medio rural es capaz de denunciar por eso a un vecino: -«Cada cual sabe lo que ocurre en su casa». Pero si un gran número de seres intenta salvar a alguien que se ahoga, no es menos lógico que, ante la evidencia de los hechos, un parecido número de seres tratara de salvar a alguien de morir inicuamente en familia y lejos de todo socorro en su abominable intimidad.

El caso más espeluznante lo conocí en un pueblo de Extremadura hace casi sesenta y cinco años. Era fama que un padre de tres hijos mayores, muy respetado por su palabra y por su probidad en los negocios, en la administración de sus tierras y en su vida de relación, había matado a su mujer, después de maltratarla «caballerosamente» toda su vida. Todos lo sabían y, antes y mejor que nadie, sus propios hijos, que asistieron silenciosos, tras la puerta, a una incalificable sesión de tortura, que duró ocho horas interminables, con resultado de muerte. Lo que un interrogatorio normal de la Inquisición bajo tortura. La maltratada y su «intachable» maltratador se encerraron en una habitación a las cinco de la tarde. Y comenzó la discusión.

Hablaba el hombre con voz sorda y monótona. De pronto, se escuchaba un golpe y un lamento, y respondía la voz quejumbrosa, tenaz y también apagada de la mujer, que igualmente se alargaba mucho en sus argumentos. No parecía sino que había un acuerdo previo, al menos en la forma de discutir. Aquellos argumentos cesaban de repente con otro golpe y otro quejido femenino. Ahora le tocaba a él. Su alegato, más o menos prologado, terminaba con otro golpe, otro quejido y otro dolorido párrafo como contestación, terminado por otro golpe. Así hasta la una de la madrugada.

Los hijos, por «respeto al padre», no se atrevían a intervenir. Tras un silencio de dos horas y a solas con su víctima, el hombre compareció y comunicó a los tres hijos, con mesura y gravedad fatalista, que su madre se había dado un golpe contra el pico de una mesa y había fallecido. El forense -amigo y contertulio del asesino- lo certificó a primera vista, obviando los ocultos hematomas de la mujer. Se la enterró y continuó la vida normal y conforme de los cuatro varones, con aprobación de todo el vecindario, que incluso más tarde propuso a este patriarca como alcalde.

He aquí a un alcalde español de hace sesenta y cinco años (como quien dice ayer) tan parecido a uno del siglo XVII, salido del estro brillante y tremebundo de Calderón.