La 'Ballena blanca' se va de rositas

Como se ha preguntado el profesor Lozano-Higuero, cuando tanto los tribunales nacionales como los internacionales han ido consolidando una nueva doctrina procesal de protección de los derechos humanos, ¿no habría que actualizar las leyes para evitar daños y fracasos?

En 2005, la Policía Nacional cerró en Málaga la operación Ballena blanca, en la que fueron detenidos el abogado Fernando del Valle y otras 19 personas, acusadas de tráfico de drogas y de los delitos derivados de blanqueo de capitales y contra la Hacienda del Estado. Fue en su momento un gran éxito policial, resultado de la colaboración entre las Fuerzas de Seguridad y los tribunales, y del empleo de las nuevas tecnologías para obtener y manejar la información necesaria. Sin embargo, el juicio se ha cerrado con una sentencia que limita al mínimo las condenas.

La Audiencia Provincial de Málaga ha anulado, por falta de control efectivo, las escuchas a las que fueron sometidos los investigados, lo que supone la desaparición de algunas de las principales pruebas de cargo. En consecuencia, 14 de los acusados salen absueltos y los restantes, incluso los principales, consiguen una condena mucho menor de lo solicitado por la Fiscalía y de lo esperado por la ciudadanía. ¿Cómo ha podido suceder?

Aparte de la documentación incautada, casi toda la investigación se había realizado a través de escuchas telefónicas. Era pues imprescindible poder utilizarlas para probar los delitos. Pero, por falta de Ley Orgánica que regule el procedimiento, otra vez se hizo mal. Los magistrados, en conflicto entre su convicción moral sobre la culpabilidad de los acusados y el respeto a los derechos fundamentales y las garantías procesales, se vieron impedidos para emitir un juicio condenatorio. Pero este no es un caso único. De un tiempo a esta parte, es muy frecuente que se anulen las escuchas en España.

Desde antiguo, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha puesto de relieve la insuficiencia de nuestra legislación procesal para garantizar el secreto de las comunicaciones. Es de destacar la sentencia del TEDH de 30 de julio de 1998, caso Valenzuela Contreras. Y la de 18 de febrero de 2003, caso Prado Bugallo, que confirma que nuestra legislación no llega al umbral mínimo de garantías que debe regir en una sociedad democrática.

A raíz del escándalo Sitel, el Partido Popular presentó una proposición de Ley Orgánica para regular la interceptación de las comunicaciones. Con una triple justificación. Primero, porque en España no existe tal norma esencial. Segundo, porque los derechos fundamentales se ven amenazados por el desarrollo de las tecnologías de la comunicación con riesgos desconocidos en el pasado. Y tercero, porque es necesario amparar a los policías y guardias civiles cuando en cumplimiento de su tarea se ven obligados a solicitar la suspensión de algunos de estos derechos. Nuestra actual legislación al respecto es de cuando las cabinas funcionaban con fichas. El mundo ha cambiado tanto desde entonces que no querer actualizarla equivale a preferir para las Fuerzas de Seguridad los entornos inseguros de la alegalidad.

Lamentablemente, el enrocamiento del Gobierno, la facundia de su ministro del Interior, que llegó a jactarse de que escuchaba todo lo que decía la oposición, y la falta de respeto a los ciudadanos, impidió que prosperase esta propuesta. Hoy nos encontramos con que, después de largas investigaciones, los delincuentes salen a la calle mientras los ciudadanos se sienten cada vez más vigilados. Y se va de rositas la Ballena blanca.

Cuenta Kiku Adatto que, en un artículo de 1995 del New York Times titulado Mientras lloro, ¿puedo vender mi alma al hombre de la cámara?, alguien que había sido fotografiado llorando en una estación de metro tras recibir una mala noticia de parte de su médico, se preguntaba por el destino de su imagen entristecida una vez se la había llevado aquel joven fotógrafo. Este personaje, cuyo rostro quizá sirva ahora para un anuncio de medicamentos contra la depresión, al menos estaba en un lugar público, pero cuando alguien graba una conversación telefónica se entromete mucho más profundamente. Realmente le roba el alma a los interlocutores. Reconozco que soy incapaz de leer una transcripción sin sentir vergüenza y piedad. Y si luego, por deficiencias legales del sistema, por descuido profesional de policías o fiscales, o por puro deseo de desprestigiar, esa grabación es anulada, utilizada para otro fin o publicada en los periódicos, el daño producido a la intimidad resulta irreparable. El alma robada se revende en el mercado negro.

Conozco personas grabadas por casualidad en una investigación policial, ¡sin tener relación con los hechos!, a las que parece que les han enseñado sus transcripciones para que sepan que existen. También sé de informes policiales en los que se han incluido citas de conversaciones de terceros sólo para manchar nombres de políticos o empresarios. Incluso escritos de la Fiscalía redactados para los periodistas y no para los jueces. Estas cosas puede que sean legales en España, o al menos casi imposibles de perseguir, pero son indecentes y restringen nuestra libertad y, lo que es igualmente vital, nuestra sensación de libertad. Porque no es la libertad la que nos hace del todo libres, es la sensación de que somos hombres completos la que nos libera efectivamente.

Un ministro del Interior que prefiere límites difusos en la protección legal del secreto de las comunicaciones, una Policía demasiado politizada, una Fiscalía que utiliza los medios de comunicación en sus estrategias procesales y unos jueces obligados a elegir entre su conciencia y su deber profesional, hacen de esta Ballena blanca la mejor metáfora y el mejor retrato del monstruo al que se enfrenta nuestro sistema de protección de los derechos fundamentales y las libertades públicas.

Como Moby Dick, con cada oscurecer nuestra Ballena blanca, lo queramos o no, seguirá a la vista y siempre a sotavento, como si fuera ella la que espera.

Por Esteban González Pons, vicesecretario de Comunicación del Partido Popular.

4 comentarios


  1. Parece claro que no se ha leído la Sentencia que comenta, porque en la página 97 se lee literalmente lo siguiente:
    “En definitiva, hemos de estimar la cuestión planteada y, consecuentemente, declarar nulas las autorizaciones de las intervenciones telefónicas. Sin embargo, y precisamente por su carácter meramente adyacente o complementario, ningún efecto ha de tener dicha declaración sobre las pruebas que directa o indirectamente pudiesen derivar de las intervenciones pues, sencillamente y conforme a lo que se dirá, no las hay.”
    Por tanto no había necesidad alguna de meterse en ese charco, pero ya puestos, si la hubiera leído, su conclusión final no habría sido que los delincuentes se van de rositas a la calle, sino que la operación Ballena Blanca jamás debió instruirse ya que era solamente una mezcla de ignorancia policial, pasividad del Fiscal y ansias de protagonismo de un juez instructor inexperto y sugestionable. En definitiva, una manipulación de la administración de justicia. La pregunta, ahora, es: ¿quién es el responsable de todo el daño causado a personas inocentes y cuánto ha costado esta ineficacia a los españoles?

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        1. Gracias por pasar el enlace.

          No he tenido tiempo de leer todo pero creo que hay dos cuestiones distintas:

          1) La nulidad de las intervenciones telefónicas.

          2) Si dichas intervenciones aportan algo al caso.

          El error de González Pons es manifestar que la mencionada nulidad "supone la desaparición de algunas de las principales pruebas de cargo". Resulta evidente que, según la sentencia, eso no es cierto.

          Por lo demás, coincido en lo fundamental, a saber, que no existe una norma clara sobre el asunto en cuestión. De hecho, el secreto de las comunicaciones en este país es papel mojado.

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