La ballena teológica

Aparecen amigos que se habían colocado, a lo largo de años y décadas, fuera de la conciencia, en los terrenos de aquello que se podría llamar memoria profunda, en la medida en que otros desaparecen. Es un proceso trágico. La ciudad de ahora es una caricatura, una cáscara, una ciudad fantasma. Sí que nos conocemos, me escribe un autor, Jesús Marchamalo, y me manda un libro de 107 páginas que se llama Cortázar y los libros.

Conocer a los autores por su biblioteca particular es una buena manera de conocerlos. De reconocerlos, puesto que encontrar textos en esa biblioteca remite a un conjunto de citas, de comentarios, de predilecciones, que conocimos a través de la lectura.

Encontré hace algunos años los libros de Miguel de Unamuno en su casa de rector de la Universidad de Salamanca. Y hace poco me llevaron a visitar la casa de Azorín en un pueblo cerca de Alicante, Monóvar. Estos escritores de la generación del 98 eran enormes lectores. Su idea de renovar la sociedad española, de hacerla más respirable, más libre, más humana, había comenzado con la lectura. En el último piso de la hermosa casa de Monóvar había maravillosas cartas, fotografías curiosas, una edición admirable de Michel de Montaigne, otra de Cervantes, otras de ingleses, italianos, alemanes. Habría que dedicar una vacación entera a explorar una biblioteca y a salir en las tardes a tomar el fresco en los caminos aledaños. ¿Por qué seremos incapaces de emplear el tiempo libre con sabiduría, por qué nos equivocaremos tanto? Me parece que la situación europea de hoy es el resultado de errores, de incapacidades sucesivas y dramáticas. Si es un destino humano, querrá decir que estamos perdidos, que no tenemos remedio.

Tengo el vago recuerdo de una entrevista que me hizo Jesús Marchamalo en una caseta de la Feria del Libro de Madrid, hace cinco o seis años, quizá más. Ahora me cuenta que vino a París a visitar una de las casas de Julio Cortázar y que nos cruzamos. Me había encontrado hacía pocos meses, precisamente, con la viuda de Cortázar, Aurora Bernárdez, y había ido a dejarla a su casa de la plaza del General Beuret, en el distrito XV. Me pareció que nada había cambiado: ni la plaza de barrio, ni el café de la esquina, donde los parroquianos de siempre jugaban a las cartas, ni la puerta estrecha y la residencia vertical, aplastada entre los edificios vecinos.

Ahí había conocido a Julio y Aurora en el remoto segundo semestre de 1962. Eduardo Jonquières estaba sentado en un sillón del segundo piso y entre los libros, o encima de una mesa, había una fotografía en gran formato de Jorge Luis Borges. Es decir, Julio acababa de descubrir, connotable sorpresa de su parte, a Fidel Castro, pero no abandonaba por ningún motivo su fidelidad a Borges. Era una profunda contradicción, pero solo las personas verdaderas pueden tener contradicciones de una profundidad semejante. No las caricaturas de personas, no los estereotipos.

Según nos cuenta Jesús Marchamalo, la biblioteca de la rue Martel, la del final de la vida de Julio Cortázar, fue a parar algunos años después a la Fundación Juan March, en Madrid. Me habría gustado mucho ver una fotografía de la biblioteca de la plaza del General Beuret, así como revisar los discos de la discoteca, donde recuerdo un poco de Maurice Ravel, un poco de Claude Achille Debussy, y mucho Alban Berg y Arnold Schoenberg. Pero el escrutinio de los libros, fuera ya de las estanterías originales, no deja de ser interesante.

El escritor tenía la costumbre más o menos escolar de firmar los volúmenes y de anotar la ciudad donde habían sido comprados. La evolución de su firma, por lo demás, es un primer detalle curioso. A veces firmaba como J. Florencio Cortázar y otras como Julio Florencio. Publicó su primer libro de poemas, con un título poco imaginativo, Presencia, bajo el seudónimo de Julio Denis. En la familia, sin embargo, lo llamaban Cocó, y en 1947 escribió la siguiente dedicatoria en un ensayo suyo sobre Keats: "A abuelita, con todo el cariño de Cocó, 1947". El uso del apelativo familiar se justificaba plenamente porque se trataba de la "abuelita", pero el ensayo era de un refinamiento erudito y literario notable: La urna griega en la poesía de John Keats. Julio Cortázar había seguido los cursos de Arturo Marasso, gran especialista en literatura clásica, en el normal Mariano Acosta de Buenos Aires. Ahora, con largas décadas de "democratización" de la enseñanza, no creo que exista nada parecido a ese fabuloso "normal", donde el Cortázar principiante aprendió a introducir en sus relatos referencias mitológicas -Ménades, Furias- que les daban una dimensión diferente, un elemento de misterio.

Lo más sorprendente y lo más instructivo de la biblioteca son las anotaciones y exclamaciones marginales de Cortázar lector. José Lezama Lima, el cubano, se lanza en una de sus habituales tiradas líricas, estrambóticas, y habla del Martín Fierro, el célebre poema gauchesco argentino, como de "la ballena teológica". Es una frase enigmática, que tiene su vuelo, su secreto, su gracia. Cortázar, que contribuyó mucho a dar a conocer a Lezama fuera de Cuba, escribe a pie de página: "¡Qué loco macanudo sos!". El autor había tomado una prudente distancia de Argentina, era un afrancesado de tomo y lomo, un cosmopolita confeso, y de pronto parecía más argentino que los argentinos.

La afirmación del nombre definitivo fue la afirmación de la personalidad literaria, como sucede en todos los escritores mayores. Aquí el proceso partía de un Buenos Aires de barrio, tanguero y arrabalero, como el que se describe en Casa tomada, pero pasaba por la poesía de un romántico inglés y por el culto de la muerte de los griegos del siglo V antes de Cristo.

El diálogo de Cortázar con los autores de su biblioteca era chispeante, encendido. Habría que hacer una compilación de esta escritura suya en los márgenes de sus libros. José Agustín Goytisolo terminaba un poema con los siguientes versos: "Así son pues los poetas / las viejas prostitutas de la historia". "¡Che negro!", comentaba Cortázar a un costado. Lee una primera versión de Confieso que he vivido y las erratas lo dejan abrumado. "Che Otero Silva, anota, qué manera de revisar el manuscrito, ¡carajo!". El amor al libro lo llevaba a llenar el libro-objeto de borrones y exclamaciones malhumoradas. No está mal. Soy un ignorante en la materia, pero me parece que no se puede hacer algo parecido con eso que llaman libros digitales.

Por Jorge Edwards, escritor.

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