La banalidad del mal

En el debate sobre si el arte imita a la naturaleza o esta al arte no hay caso más difícil de juzgar que el del surgimiento y representación de la imbecilidad moral. ‘El extranjero’ de Albert Camus ofrece la primera semblanza minuciosa y ambigua de un personaje capaz de idéntica indiferencia ante una amante fácilmente lograda, la muerte de su propia madre, el homicidio de un argelino y su misma condena a muerte. La novela apareció en 1942, año en que los nazis decidieron poner en marcha el exterminio de la población judía. Uno de sus organizadores fue Adolf Eichmann, a quien hace poco recordé a causa de la estupenda película ‘Hannah Arendt’ (2012), de Margarethe von Trotta.

El filme se centra en la figura de la pensadora judía alemana y en su dolor ante la furiosa reacción de la comunidad judía y de muchos biempensantes progresistas a los artículos que publicó tras asistir al juicio de Eichmann. Tristemente, esa indignación poco tenía que ver con este; lo que levantó ampollas fue su mención de los ‘consejos judíos’ (‘Judenrat’) que él organizó, compuestos por prominentes miembros de esa comunidad y que se ocuparon de censar a la población, seleccionar a los deportados, reunirlos para su traslado, inventariar sus bienes para la expropiación, etc. Arendt afirmaba que sin su ayuda el número de víctimas habría sido muy inferior. En el libro ‘Eichmann en Jerusalén’ (1963), Arendt presentó toda la información del caso. La evidencia que aportó demostraba sin lugar a dudas su tesis: en Bulgaria, donde ni el ‘Judenrat’ ni la población local colaboraron con los nazis, estos apenas lograron capturar y deportar judíos. En Holanda ¡y en la fascista Italia!, las milicias pronazis fracasaron, en buena medida, en contrarrestar la solidaridad de la población gentil. En Bélgica, el consejo colaboró, pero los ferroviarios sabotearon los vagones de modo que los prisioneros pudieran escapar. En cambio, donde hubo plena colaboración la población hebrea fue casi aniquilada: Alemania, Polonia, Yugoslavia, Hungría…

Para Arendt, no obstante, el objeto central de reflexión era el argumento con que Eichmann se defendió: tras afirmar que no solo jamás había sentido aversión hacia los judíos sino que hasta había colaborado con los sionistas en los años treinta para una posible emigración masiva a Palestina (lo cual era cierto), se declaró inocente de cualquier muerte porque él se había limitado a organizar el transporte desde los lugares donde, con la colaboración de los consejos, las fuerzas policiales concentraban a los detenidos hasta los ‘campos de trabajo’. Lo que en estos ocurría era algo que, según él, su juramento oficial de lealtad absoluta a Hitler y al partido le impedía cuestionar intelectual o moralmente. Arendt acuñó la expresión "la banalidad del mal" para describir cómo una persona normal y corriente puede llegar a cometer las peores atrocidades simplemente negándose a pensar.

La filósofa del ‘Leidenschaftliches Denken’, el pensamiento apasionado, fue precursora de los estudios que nos han dado nociones tan esenciales como la imposibilidad de pensar sin el concurso de las emociones, como demostró el neurólogo António Damásio, la inteligencia emocional que popularizó Daniel Goleman o la centralidad de la empatía inteligente, de la que Eichmann carecía por completo, como fundamento de la convivencia social.

Yo tuve conciencia de la imbecilidad o frigidez moral por vez primera viendo la película de David Mamet ‘House of Games’ (1987). En ella, una psiquiatra contacta a un jugador y timador profesional para escribir un libro sobre la confianza y el engaño, y sufre un fraude tras otro hasta casi perder cuanto tiene. Lo evita, en el último instante, matando al delincuente. En el epílogo, libre, sonriente y tranquila, firma ejemplares de su libro con la dedicatoria: "Perdónate a ti mismo". Su absoluta ausencia de sentimiento de culpa me dejó atónito entonces, pero luego he visto proliferar cada vez más esa actitud en la vida real. Y la siento sobre todo en esa mirada de soberbio desprecio que los políticos y empresarios corruptos nos dirigen a los acaso cándidos creyentes en la Justicia que osamos poner en duda su sagrado derecho a robarnos.

Juan Manuel Iranzo Amatriaín, Doctor en Sociología y Profesor de la Universidad Pública de Navarra.

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