La bandera arriada

El primer mandato de un debate consiste en evitar el marco mental del adversario. Pedro Sánchez no sólo no lo quiso eludir ayer, sino que con su primera frase -«no se va a romper España, sino el bloqueo»- lo abordó de lleno: metió al célebre elefante de Lakoff en el hemiciclo y ya no hubo manera de sacarlo en toda la jornada del Congreso. Y cada vez que el postulante, o Pablo Iglesias en su nuevo papel de sostén del Gobierno, repetían como una jaculatoria que la nación no corre peligro, el pacto con los independentistas tomaba cuerpo como eje de una investidura cuya clave última estaba fuera del pleno: en la Cataluña donde Torra se volvía a declarar en rebeldía ante el Estado de Derecho y donde los socios del candidato se ratificaban en el acuerdo mientras acusaban a la Justicia española -ellos, precisamente ellos, los autores de la sedición condenada por el Supremo- de dar un golpe encubierto. Ésa es la gran anomalía del momento, la apoteosis del dislate en que el sanchismo ha instalado al país entero tras haber sometido a las instituciones a un vergonzoso descrédito.

La noche anterior, tras el veredicto de la Junta Electoral que inhabilitaba de inmediato al presidente de la Generalitat catalana, en la fachada del Palau de Sant Jaume fue arriada durante un buen rato la bandera de España. Esa retirada desafiante, que ni siquiera se produjo en 2017 durante la declaración de independencia, simboliza la gravedad del problema que Sánchez trata de hurtar en su dimensión verdadera. En esas horas de confusión, en las que el PSOE y Podemos vieron peligrar la alianza que habían pergeñado con Esquerra, los portavoces gubernamentales se alinearon con el separatismo para atacar de forma explícita y abierta la legitimidad del organismo encargado de hacer cumplir una sentencia. No fue un arrebato fruto del nerviosismo, como quedó demostrado en la insistencia con que el discurso presidencial abundó en la necesidad de «revertir la deriva judicial» del conflicto para reconducirlo por la vía del «diálogo político». Al afirmar que «la ley por sí sola no basta», el presidente venía a legitimar la desobediencia y el golpismo, y afeaba indirectamente a los tribunales su empeño en perseguir y juzgar los delitos. Poco podía extrañar, en este clima de desvarío antijurídico, que Iglesias agradeciese en la tribuna el apoyo efectivo que los líderes sediciosos habían otorgado al pacto de investidura «desde la prisión o el exilio».

La aberrante irregularidad de la situación empequeñeció el debate propiamente dicho. En términos objetivos, lo que se está produciendo en estos días igualmente raros por su carácter festivo, es la elección de un presidente respaldado por un racimo de adversarios de la Constitución, una parte de los cuales ha vuelto además a amotinarse contra el ordenamiento sin que el aspirante formule una sola objeción ni explique qué piensa hacer ante tan provocador reto. Tampoco aclaró los pormenores del acuerdo con ERC ni el alcance o las características del prometido referéndum; se limitó a leer su genérico programa -en realidad subsumido en el de Podemos- y a confrontarse con la oposición en un rutinario, y bastante hierático, ejercicio dialéctico. Hasta el portavoz del PDECat tuvo que reprocharle que omitiera cualquier referencia a un Torra que esa misma tarde se estaba atrincherando en el Parlamento. Lo único que le importaba, la abstención de los republicanos, la había amarrado tras una víspera de desasosiego, y lo demás constituía un trámite que debía pasar, un formalismo del procedimiento. Por añadidura, todo el mundo era consciente de que su palabra carece de valor, que se extingue con su propio eco, y por tanto que todo lo que dijese no podía ser más que parloteo estéril, huero. Ha mentido tanto que incluso la crítica a sus embustes provoca ya un cierto aburrimiento. Sólo hubo un instante cómico, cuando anunció una «estrategia contra la mentira», que provocó en la bancada de la derecha un regocijado cachondeo.

La paradoja, obvia, es que la mejor crítica a su proyecto la ha hecho él mismo, como le demostró -lo tenía bien fácil- Pablo Casado limitándose a citarlo. El líder del PP hizo un discurso sólido, firme, bien estructurado, muy duro en forma y fondo, con el que se trabajó el liderazgo de la oposición ante un Abascal faltón, algo disperso y sin el tono vibrante que le ha encumbrado. Daba igual: Sánchez no hizo el menor caso y se enredó en reproches ideológicos y golpes bajos para evitar cualquier aclaración provocando una pelea en el barro. Algo sí dejó claro: que el Gobierno socialcomunista mantiene inquietante disposición a negociar sobre el modelo de Estado; que está dispuesto a trazar un perímetro de aislamiento político alrededor de sus adversarios y que serán el PSOE y Podemos, junto a ERC, Bildu y demás honorables aliados, quienes determinen qué ideas y valores deben excluirse mediante el tristemente famoso cordón sanitario.

Pero todo eso era mera inercia parlamentaria. La cuestión esencial, la de las consecuencias de la alianza con los secesionistas, quedó intacta a pesar del brillante esfuerzo de Casado por evidenciarla. Tuvo que ser Gabriel Rufián, al final de la tarde, quien la desvelase al menos en parte, humillando al líder socialista con su habitual jactancia. El presidente-candidato repitió varias veces el mantra abstracto de que no habrá ruptura de la integridad nacional y su vicepresidente in pectore sacó a relucir su concepto populista sobre la gente como auténtica patria. Ambos mantuvieron blindada toda información sobre los pormenores reales de un trato que amenaza con convertir a la Constitución en letra superada, y en cambio se manifestaron con mucha explicitud sobre su intención de estigmatizar todo atisbo de discrepancia. Ése apunta a ser, a tenor de sus propias palabras, el verdadero cometido de Iglesias: el de ministro de la Verdad y la Propaganda, el de censor plenipotenciario de las opiniones que pueden o no ser aceptadas.

La investidura de la cabalgata está encarrilada; los Reyes van a traer a Sánchez e Iglesias un mecano para armar y desarmar la estructura constitucional de España. El bloque de la moción de censura, el modelo Frankenstein, es el eje del proceso destituyente que comienza arriando, como símbolo de una nueva época, la bandera de la convivencia.

Ignacio Camacho

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