El dolor de la banlieue no puede ser discreto. Desborda, salpica y perturba. El dolor es el malestar que cruza el surco de la desgracia en los cuerpos desocupados que no saben qué hacer de su juventud, de sus ambiciones, de sus sueños. La promiscuidad, el fracaso escolar, el desempleo segregan este malestar que desorienta y expulsa a los que lo sufren hacia la marginación, un territorio ocupado por los profesionales de la ilegalidad. Trapicheos y brutalidad.
De la mayor de las soledades (los años sesenta) se ha pasado a una especie de desamparo en que el cuerpo ya no es mutilado, sino que es expuesto a la violencia. Unos eran trabajadores inmigrantes llegados a Francia sin su mujer, los otros son franceses a quienes estos mismos inmigrantes han convertido en tales gracias a la reagrupación familiar (1974).
Los inmigrantes no se hartan. Viven o sobreviven contemplando el naufragio de su destino. Han tenido hijos para estar menos solos, para ser como los demás y luego se han dado cuenta de que todo eso se les escapa. No dominan nada, ni el tiempo que pasa ni el modo de vida de sus progenitores. Se sienten abandonados, olvidados al borde del camino. Algunos se acomodan e incluso son felices. Otros miran cómo transcurre la vida con la esperanza de que sea clemente con ellos. Cuando se les recuerda que su hijo ha muerto en una trifulca o a raíz de un acto de delincuencia, se quedan estupefactos, el cielo se les cae encima y no pueden entender por qué han sido elegidos por la desgracia. Cuando su ciudad se convierte en el teatro de arreglos de cuentas entre bandas rivales o entre estas bandas y la policía, cuando se incendian autobuses y la policía desmantela una red de traficantes de droga, los padres, los que miran desde la ventana, permanecen impotentes, sin voz, sin recursos. Quizá se les plantee esta pregunta: "¿Valía la pena el viaje?".
De hecho, y sin tener la ingenuidad de rehacer la historia, la pregunta es cruel pero legítima. ¡Todo eso para esto! Y sobre todo no seguir confundiendo a los inmigrantes, los que hicieron el viaje, con sus hijos, nacidos en territorio francés y que tienen la nacionalidad francesa. Son estos los que se inquietan y ya no saben qué hacer con el tiempo. Obviamente los hay que salen adelante y lo consiguen pese a todos los obstáculos. Esos se alejan de la banlieue.En su caso se habla de integración. Error. Se integra al extranjero, no al indígena, al autóctono. Habría que hablar de promoción,de reconocimiento.
El otoño caliente del 2005 fue una señal de alerta. Miles de coches (muchos de ellos propiedad de inmigrantes) fueron incendiados. Fue la época del "barrido a presión" y de las promesas de limpieza en seco. Fue un llamamiento en apoyo a una generación de franceses que Francia trataba como bastardos, como hijos nacidos fuera del matrimonio. Hoy se han convertido, según palabras del ministro del Interior, en "crápulas". Por supuesto, los traficantes de droga no son buena gente, algunos incluso se han unido al crimen organizado. ¿Pero por qué no preguntarse por qué Tremblay (comuna a las afueras de París), por ejemplo, se ha convertido en la señal de los traficantes y los delincuentes? ¿Cómo se vuelve uno delincuente si hasta ahora nadie nace con los genes de delincuente? La represión sacia un deseo de respuesta pero no arregla el fondo del problema. Se pueden "intensificar las operaciones a puñetazos", como sugiere el presidente de la República. Eso no arreglará el problema de fondo. La banlieue,tal como fue concebida y luego desatendida, por no decir olvidada, se ha convertido en un lugar patógeno. Fuera cual fuera la población instalada en estos inmuebles daría lugar a delincuencia y violencia. Los franceses de origen inmigrante no están condenados a vivir en el retraso escolar, a provocar a la gente en la calle, a robar, a vender droga y a acabar sus días en la cárcel. Son el producto de una enfermedad producida por la indiferencia, por la pobreza, por los accidentes de la vida. Son un cuerpo enfermo y nadie, ni la derecha ni la izquierda, se ha preocupado realmente por su suerte.
Todo el mundo ha dejado que la situación se pudra. Los que se han ocupado de la banlieue y en algunos casos han triunfado en su misión son los islamistas. Por poner un ejemplo cercano: los dos estudiantes tunecinos que asesinaron al comandante Masud el 9 de septiembre del 2001 en la provincia afgana de Tajar salieron de Bélgica.
Asociaciones, familias, sociólogos han activado todas las señales de alarma pero no hay nada que hacer, nadie quiere escuchar los mensajes de alerta.
Habrá más disturbios. Tomarán formas diferentes, causarán problemas que acabarán alcanzando a varias ciudades. Hasta ahora los jóvenes encolerizados se han cebado en los bienes materiales, no han matado a nadie. Pero extienden el miedo entre los ciudadanos. Ya nadie quiere ser su vecino, y es comprensible. Es el caso de familias inmigrantes que, como franceses, ya no pueden vivir más en este infierno. Entonces el Estado no puede esperar más: los "puñetazos", aunque sean espectaculares y necesarios, no son una política. La banlieue necesita una política de salvación a corto y a largo plazo. En eso, estudios y proyectos coinciden. Basta considerarlos con la firme voluntad de curar un gran cuerpo enfermo. En caso contrario, ya sabemos qué pasará.
Tahar ben Jelloun, escritor, miembro de la Academia Goncourt.