En la desmesurada y calidoscópica fotografía que reunió el miércoles a más de un centenar de autores en el desayuno del día de Sant Jordi en el hotel Regina de Barcelona sólo había uno cuya obra no se ocupara ni de la gloriosa resistencia de 1714, ni del renacimiento nacionalista de 1914 a través de la Mancomunidad de Cataluña, ni por supuesto de la epopeya del rey Arturo en este 2014 de nuestros horrores, sino de lo que comenzó a ocurrir en 1814, un año cuyo segundo centenario, a juzgar por los interminables mostradores de libros que festoneaban las calles, parece habérselo comido el gato, tal y como sucede tantas veces con nuestro escamoteado siglo XIX.
Siendo yo ese único autor, abrazado sonriente a mi rosa en el extremo opuesto de la primera fila al ocupado por el hábito blanco de sor Lucía Caram, monja de clausura que viene dándose al mundo para celebrar la buena nueva del independentismo, me sentí obligado a explicar a quien quiso escucharme que fue precisamente en Cataluña donde se gestó el Sexenio Absolutista, cuando el 24 de marzo de 1814 Fernando VII cruzó el río Fluviá a la altura de Báscara y, en vez de acudir a Madrid a jurar la Constitución, se dirigió a Valencia a derogarla; que fue precisamente en Barcelona donde se produjo la primera sublevación liberal digna de tal nombre cuando gran parte de la burguesía urbana secundó al enseguida fusilado general Lacy; y que fue precisamente la Ciudad Condal la que con más entusiasmo se sumó al pronunciamiento de Riego que dio paso al Trienio Liberal en el que seencuadra La Desventura de la Libertad.
¿Por qué en una Cataluña, tan súbitamente historicista ante los otros centenarios, se ha decretado esta amnesia colectiva sobre los años seminales del constitucionalismo, el liberalismo, el parlamentarismo y, en definitiva, la democracia, pese a que como ha escrito el profesor Jordi Roca Vernet, «Barcelona fou la ciutat més revolucionària del Trienni Liberal i en la qual més ciutadans participaren regularment en política»?
Sin duda, la explicación está en ese despacho del cónsul francés que ya en el propio 1814 informa a su Gobierno de que, exceptuando a las capas más ignorantes de la población, «el resto de la gente sólo piensa en Constitución». O en esa portada del libro de Juan Francisco Fuentes Amazonas de la Libertad, que muestra a las autodenominadas «lanceras de Barcelona» con la bandera española ceñida a la cintura como parte de su uniforme. O en ese editorial del órgano masónico El Indicador Catalán en el que se invitaba a los comuneros a la unidad entre sociedades secretas: «Usted puede decir '¡Viva Padilla!'. Nosotros, '¡Viva la luz!', conformándonos ambos en aclamar y decir '¡Viva la Patria y la libertad Española!'».
Ese momento histórico vivido con tanto drama e intensidad en Cataluña -después de que Calatrava y su Gobierno tengan que entregar Cádiz, Espoz y Mina aún resistirá durante semanas en Barcelona- ha sido borrado del relato nacionalista por la sencilla razón de que desbarata su interpretación de 1714. ¿Por qué si entonces se produjo tal monumental e imperecedero agravio a las «libertades nacionales» de Cataluña por parte borbónica, un siglo después nadie parecía recordarlo y el Principado se alineó abrumadoramente con un rey cautivo de esa misma dinastía para defender a España en la «Guerra del Francés»? Más allá de la boutade que me transmitió un intelectual independentista -«Aquel chaval del Bruch en vez de tocar el tambor debía haberse tocado los cojones»-, nadie ha sido capaz de rebatir que durante el siglo XVIII Cataluña había encontrado su prosperidad en la apertura de mercados, fruto de la concepción unitaria de la monarquía de Felipe V. O sea, gracias al «desescombro» de las viejas estructuras políticas y económicas que, según Vicens Vives, produjeron los denostados decretos de Nueva Planta.
La verdad es que la mayoría de los catalanes se ha sentido cómodamente encajada en España durante casi toda nuestra larga Historia compartida. Si hoy en día no es así, no es tanto porque el Estado tenga una determinada estructura territorial, sino porque está fracasando como marco de bienestar común. Mi experiencia directa de esta semana en Barcelona me reafirma en que Cataluña no es el problema, sino tan sólo uno de los síntomas. El problema es España y la democracia, la solución. Por eso propugno que las próximas elecciones generales sean constituyentes o si se quiere reconstituyentes, de forma que todos los partidos acudan a las urnas con un programa que incluya sus propuestas de reforma constitucional, para que los ciudadanos les otorguen más o menos peso en la ineludible negociación posterior.
No hay como callejear, firmar libros en un punto y otro de la ciudad y hacerte cientos de fotos con la gente para darte cuenta de cuál es el estado de ánimo colectivo. Podemos descontar como poco representativo el ambiente del Tenis Barcelona donde los capos del Sabadell, Planeta o por supuesto La Vanguardia -Javier Godó se interesó amablemente por mi libro y me preguntó si Calatrava era anterior o posterior a Casanova- ofician en estas fechas la elegante ceremonia del seny. Podemos también dar por sobrentendido que si alguien se rasca el bolsillo para comprar tu libro o busca hacerse un selfie junto a ti no debe estar en principio entre tus detractores. E incluso podemos entender que Sant Jordi implica una especie de anual tregua olímpica en la que el pluralismo de los libros amortigua cualquier conflicto y reflota la añorada Barcelona cosmopolita y tolerante de mi niñez.
Pero al final, números cantan. De ese casi un millar de contactos personales sólo tres fueron hostiles. El único ruidoso, el de unos radicales que denunciaban junto a la plaza de Cataluña, megáfono en ristre, la toma de control de los periódicos por los bancos y se dividieron entre quienes alegaban que yo era una víctima de ese fenómeno y quienes replicaron que durante años no había sido sino un esbirro del poder financiero. Después, un joven vino al stand en el que firmaba en la Rambla de Catalunya y me dio las gracias con ironía cáustica «por hacer tantos independentistas». Enseguida otro chico se acercó a reprocharme de forma apasionada pero correcta que publicáramos el documento de la Udef sobre la corrupción en CiU en plena campaña electoral: «Quiero que sepa que los catalanes amamos más a nuestro president desde que usted intentó destruirle».
Eso fue todo. En el resto de los casos mi destitución como director del periódico que fundé era el leit motiv que daba pie para hablar de la evolución de la prensa y sobre todo de la opresiva esclerosis de la política. Cuando yo alegué en el programa de Cuní y en Els Matins de TV3 que lo prioritario en esa reforma constitucional es devolver a los ciudadanos el control sobre los políticos, muchos viandantes me dijeron que estaban de acuerdo. Pero también les gustó que subrayara que la última sentencia del Tribunal Constitucional abre la puerta a revisarlo todo, siempre que sea por la vía democrática de la legalidad.
Es verdad que el único político catalán en activo con el que tuve contacto, el conseller de Cultura Mascarell, puso cara avinagrada cuando fue requerido para que posáramos juntos en la fiesta en la que un año más Álex Sàlmon reunió al todo Barcelona cultural en torno a EL MUNDO de Catalunya y su premiado suplemento Tendències. Pero luego me aclararon que acababa de perder los nervios ante Rosa Díez, increpándola con expresiones del estilo de «tú te crees Dios», sólo porque ella había criticado la discriminación de los no nacionalistas en el espacio público.
Comentando el incidente y en general la crispación que se percibe en el Gobierno de Artur Mas a medida que se acerca el callejón sin salida del 9 de noviembre, un exitoso colega de La Vanguardia me dijo que «el problema es que no tienen una hoja de ruta clara y por eso puede pasar cualquier cosa». «Caray, eso que dices recuerda más a octubre del 34 que a ningún otro aniversario», repuse en el acto. Él asintió y me recordó enseguida los amargos reproches que el legendario Gaziel dedicó en su periódico a aquel acto de aventurerismo en el que se proclamó unilateralmente el «Estat Català» dentro de la inexistente «República Federal Española».
Las posteriores palabras de Mas, asegurando que corre «peligro personal» al seguir desafiando al Estado, indican que probablemente también tiene el paralelismo en la cabeza. Pero así como él encauza su victimismo a través de la figura doliente del encarcelado Companys, yo empiezo a verle mejor reflejado en la impostura tragicómica del conseller de Gobernació Josep Dencás, que a las pocas horas de iniciada la farsa huyó por la alcantarilla, olvidándose en el cajón de su despacho la barba y el bigote postizos que tenía preparados al efecto.
Mucho más inviable aún que «aquella chiquillada» (Cambó), que aquel «trance irrisorio y ridículo» (Pla) en el que se derramó sangre en el 34, es pretender crear inocuamente el Estat Català en 2014. Europa no es hoy aquel descoyuntado valle sombrío, arrastrado entre dos guerras, sino el ámbito de una Unión política en la que todo está atado y bien atado. No serían las tropas del íntegro general Batet sino una nota de prensa de la Comisión Europea lo que esta vez desbarataría todo en pocas horas. Mas y los suyos son conscientes de ello, pero ahora ni siquiera saben dónde está la alcantarilla.
No es una simple casualidad que en su magistral artículo La clara lección, en el que describió la suspensión de la autonomía de Cataluña como el «justo castigo a nuestra espantosa imbecilidad», Gaziel utilizara la misma palabra clave que figura en el título de mi libro sobre el hundimiento del régimen liberal en 1823: «La causa suprema de nuestra desventura se debe a nosotros, a los catalanes todos, a Cataluña en peso y, muy en especial, a sus partidos políticos más representativos». La «imbecilidad» consistió, en ambos momentos en ignorar los requerimientos de la realidad. ¿Serán capaces de aprender los catalanes de hoy alguna de esas lecciones históricas?
Pedro J. Ramírez, exdirector de El Mundo.