La barbarie europea

Parece que una ola de violencia inunda Europa, de Londres a Oslo. Y no sabemos por qué. Y lo primero que nos agobia es precisamente que no sabemos lo que nos pasa. Ignoramos que apenas hay experiencias históricas nuevas y que la historia casi siempre ha sido profetizada. Quizá lo primero que convenga reconocer es que existe hoy una barbarie europea, y que los bárbaros no nos aguardan al otro lado de nuestras fronteras. Pero reconocer que hay una barbarie europea es de una extrema dificultad para mentes habituadas a pensar en Europa como la cima de la civilización. Mas no ha habido civilización que no haya vivido permanentemente amenazada por la barbarie, y que no haya terminado por sucumbir a ella. Pensar que Europa está vacunada contra la barbarie sería la más torpe ingenuidad y el más intenso error.

Esta es la primera verdad que debemos reconocer. Existe una barbarie europea (y acaso occidental en general). Pero el diagnóstico no es nuevo. A comienzos del siglo pasado, se oyeron palabras que anunciaban la decadencia de Europa. Era un diagnóstico exagerado de un mal verdadero y profundo. Decadencia, quizá no, pero crisis y crisis gravísima, aunque no irremediable, sí. El ensayo La rebelión de las masasde Ortega y Gasset constituye uno de los análisis más inteligentes de la crisis europea. Auguro a quien lo lea detenidamente muchos esclarecimientos sobre la oscuridad de estos tiempos. Pero hay que leerlo, atenta y lealmente, y no meramente dejar resbalar las retinas, ebrias de prejuicios, sobre sus páginas. En este momento, me permitiría recomendar, si el lector carece de tiempo suficiente, la lectura de dos de sus capítulos, concretamente el VIII y el XI de la primera parte. Sus títulos lo dicen casi todo. Si nos preguntamos por la naturaleza y causas de la violencia que se desata (y cuando hablo de violencia no me refiero sólo a la más cruda y física, sino también a la que sucede en Madrid), el capítulo VIII se titula «Por qué las masas intervienen en todo y por qué sólo intervienen violentamente». La vulgaridad ejerce su imperio sobre la vida pública europea. El nuevo hombre imperante, el hombre-masa en rebeldía, niega los principios de la cultura, que son, ante todo, instancias, exigencias y normas. Esto es la barbarie: la ausencia de normas. Decía Ortega hace noventa años que «cualquiera puede darse cuenta de que en Europa, desde hace años, han empezado a pasar “cosas raras”». Y mencionaba el sindicalismo y el fascismo. Me temo que siguen pasando cosas raras. Este nuevo tipo de hombre, ¿no lo vemos vociferando por todas partes?, «no quiere dar razones ni quiere tener razón». Para tener razón, es preciso temer que pueda uno no tenerla. Este nuevo hombre reivindica la existencia de un nuevo derecho: el derecho a no tener razón.

«De aquí que sus “ideas” no sean efectivamente sino apetitos con palabras, como las romanzas musicales. Podemos encontrar aquí la explicación de la hipertrofia de los derechos. Cualquier apetito del hombre-masa se convierte en un derecho. La civilización convierte a la fuerza en la última razón. Ahora la violencia se convierte en la prima ratio. «Se es incivil y bárbaro en la medida en que no se cuenta con los demás». ¿No vemos cómo muchos airados con la penuria (la material, que la otra ni la huelen) de los tiempos, se niegan a contar con los demás? La forma de intervención del hombre-masa en la política es la acción directa. Por eso, desprecia los mecanismos civilizados de la democracia representativa. No es extraño que algunos movimientos sociales emergentes carezcan de toda novedad y acaben por reivindicar la intervención del Estado. «El estatismo es la forma superior que toman la violencia y la acción directa, constituidas en norma. Al través y por medio del Estado, máquina anónima, las masas actúan por sí mismas».

El capítulo XI se titula «La época del “señorito satisfecho”». Estuve tentado de titular este artículo así, con una ligera modificación: «El señorito insatisfecho». Acaso abunden quienes piensen que en esto no puede llevar razón Ortega. ¿Cómo llamar con justicia «señoritos satisfechos» a quienes padecen los efectos devastadores de la crisis económica? Y, sin embargo… En realidad, creo que su diagnóstico es también correcto en esto. Lo que sucede es que la rebelión de las masas ha concluido, al menos de momento, con su triunfo. Lo que Ortega profetizó, en gran medida se ha cumplido. Pero la victoria del hombre-masa se vuelve contra él. Y no podía ser de otro modo, ya que suponía la abolición de la cultura y la imposición de una nueva barbarie. Además, «este novísimo bárbaro es un producto automático de la civilización moderna». No se trata de una patología azarosa y casual. El siglo XIX europeo caminaba con decisión hacia ella. Por eso, cabe acaso hablar hoy de un «señorito insatisfecho», de un niño mimado, que, al dilapidar el tesoro heredado de la cultura, se encuentra arruinado. Su ruina intelectual y moral fue anterior, pero, claro, le pasó inadvertida. Ha tenido que despertarle de su sueño mimado, de su condición de nativo satisfecho, la penuria de la ruina económica. En suma, la crisis, incluso la económica, viene causada por factores derivados de las «ideas» (valga la exageración; más bien, de la falta de ideas) que alberga en su mente. Así, sus propuestas caprichosas no pueden hacer sino agravar la crisis. Es como el hijo de familia rica arruinado por su mala cabeza. Y conviene recordar que el hombre-masa también se ha apoderado de los niveles más altos de la sociedad, Gobierno incluido. Si a estos factores endógenos añadimos la colaboración de otros exógenos, la tragedia está servida. España es quizá el paraíso del hombre-masa, pero el fenómeno es europeo y, probablemente, occidental.

Y termino con el diagnóstico final y más certero de Ortega: lo que sucede es que Europa se ha quedado sin moral. La crisis es radical, moral, pues consiste, ante todo, en la ausencia de metas, ideales y proyectos vitales. De ahí deriva la sensación de decadencia, de falta de tareas, de que todo está permitido, porque no hay obligaciones ni deberes. Precisamente por eso, la solución no puede ser política ni, por supuesto, económica. Todo eso pertenece al ámbito de la superficie. Y la crisis es profunda, abisal. Un remedio político o económico vendría a ser algo así como intentar rebajar en un grado la fiebre del agonizante. Y al final, desembocamos en una reivindicación un tanto gremial. Pues va a resultar que el remedio se encuentra en la filosofía, esa especie de pequeña vitamina de la inteligencia, que no puede aspirar a gobernar al hombre, pero que, sin su concurso, éste irremediablemente enferma y muere. Al cabo, nuestro problema es una cuestión de veracidad y verdad. No saldremos del marasmo si no encontramos ciertas verdades para la vida. Pero para encontrarlas hay que buscarlas, y no pensar que la verdad habita ya en nuestros intereses y prejuicios. Europa vive hoy menesterosa de lo que un día casi le sobró; vive menesterosa de verdad.

Ignacio Sánchez Cámara, catedrático de Filosofía del Derecho.

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