La barbarie no podrá con Londres

Valentí Puig, escritor (ABC, 08/07/05)

Colpsar la inmensa vitalidad de la ciudad de Londres es una siniestra hazaña que sólo puede ser momentánea. Esa es una ciudad que cantó la añoranza de los acantilados de Dover mientras los bombarderos nazis derruían casas, «pubs», templos, y arrimaban sus explosivos al palacio de Buckingham. No han sido pocas las campañas terroristas del IRA, pero en todos los casos, para quien pueda haberlo vivido como espectador cómplice, una suerte de valor colectivo y de estoicismo aprendido en las escuelas de toda clase y categoría sustentaba la supervivencia de una voluntad de ser, tal vez propia de la isla que ha rechazado tantos intentos de invasión. Ayer fue en Londres, un Londres pletórico, satisfecho de la designación olímpica, un microcosmos que se ensancha como una dinastía exponencial, una ciudad siempre cambiante y a la vez fiel a símbolos y ritos, muchos de ellos vigentes en la zona vital encuadrada por las estaciones de metro que han sido objeto del atentado. Regent´s Park, por ejemplo, es el proverbial lugar de encuentro para diálogos crípticos entre servicios de inteligencia. No podía estar más equivocado quien haya pensado que atacando Londres haría temblar las piernas a la pérfida Albión. La misma eficiencia diplomática que Tony Blair desplegó en Singapur, con la misma energía, con gesto imperturbable, va a volcarse en el enfrentamiento con la barbarie. Los británicos son un pueblo de nobles costumbres que pueden ser belicosas cuando se amenaza su soberanía y su gloriosa insularidad. Después de los bombardeos nazis o de los atentados del IRA, en los comercios derruidos del centro de Londres aparecía, entre los cristales rotos del escaparate, un rótulo tradicional: «Business as usual». Esa Gran Bretaña recurrió a la guerra para proteger su comercio, para contener al invasor y para expandir un imperio cuyo balance genérico es todavía la huella del imperio de la ley -un viejo juez con peluca rizada- en el corazón de las tinieblas.

Después del 11-S y del 11-M madrileño, el ataque contra todo lo que significa Occidente ha sido el significado expreso de la estrategia de Bin Laden. En ese entreacto, algunos analistas propensos a la retórica vana del apaciguamiento casi habían logrado tergiversar la naturaleza del terror y la especificidad del islamismo radical. La dimensión de odio es vastísima, y todo intento de «fair play» por parte de Occidente, toda propuesta de equiparación en el diálogo son sistemáticamente interpretados como flaqueza, como cesión. Quien no responde con claridad, con claridad moral, es alguien que cede. Quien no replica con energía es alguien que se rinde. Lo vivimos en España después del 11-M y ahora vemos cómo las redes islamistas son intricadas y permanentes, nutridas por el tráfico de droga que llega del otro lado del estrecho de Gibraltar y voceadas en mezquitas y centros penitenciarios.

El ataque contra Londres, en coincidencia con la reunión del G-8 en Edimburgo, da la pauta del reto: las sociedades abiertas se reúnen, entre otras cosas, para buscar soluciones para la gran precariedad africana, sociedades abiertas fundamentadas en el derecho y en la tolerancia, al tiempo que las redes de Al Qaida urden la muerte y el exterminio. Aún así, Londres no es un objetivo cualquiera: la capital británica jamás cederá ante la barbarie, sin aspavientos, sin gesticulación. Cualquiera sabe que los Juegos Olímpicos del año 2012 ahora serán un éxito memorable, y no tan sólo porque la fortaleza del imperio británico fuese forjada en los terrenos de juego de Eton. En alguno de sus versos dice Píndaro que un atleta es el que se deleita en el esfuerzo y en el riesgo.

El atentado coincide con una honda crisis europea en la que algunos de los factores han sido precisamente la percepción de inseguridad, el recelo ante la inmigración y el puro y simple miedo. El ataque contra Londres añade sangre y fuego a la crisis. Cierta hipocondría europea habrá de medicarse a base de vitaminas y reconstituyentes. Del 11-M al «bloody Thursday» de ayer, la reflexión europea ha sido nimia, pusilánime, predispuesta a las concesiones. Ahora pueden eclipsarse muchas dubitaciones sobre la intervención militar en Irak y la necesidad de un amplio plan de democratización para el Oriente Medio. Lo que no quiere Al Qaida es que en Irak se haga uso de las urnas, cuando lo que ocurre es que las buenas gentes reclaman elecciones en el Líbano, cambian las cosas en Egipto y la Palestina pos-Arafat está demostrando, a pesar de los pesares, el deseo de vivir en libertad y de convivir con Israel. Esté donde esté Bin Laden, su tenebrosa hazaña de ayer no va a causar regocijo multitudinario en las calles árabes, salvo donde impera la doctrina de las madrasas, el fanatismo y la autocracia árabe o musulmana. La determinación expresada inmediatamente por el primer ministro Tony Blair no es un eslogan: detrás de la contundencia de su primer ministro, toda la ciudad de Londres y todo el Reino Unido están unidos sin fisuras. Son formas de patriotismo que tienen algo de envidiable. Pueden consistir en recitar unos versos de Kipling, cantar una canción de los Beatles o tomarse una pinta de cerveza: lo que cuenta es el espíritu resoluto, la fidelidad a una forma de ser heterogénea y firme. Sea como sea, esta mañana no habrá fallado el «breakfast» sustancioso, aunque las inglesas asténicas ya no desayunen y el consumo de café supere al de té.

«God save the Queen» hoy puede ser un tatuaje en el vientre túrgido de una adolescente con «piercing» en la nariz o el brindis en un «pub» de sindicalistas jubilados o en el club de Saint James frecuentado por los últimos supervivientes del mundo perdido en las novelas de Wodehouse. En ese Londres que es un conglomerado de quioscos pakistaníes y disturbios jamaicanos, la agresión de Al Qaida al final va a ser algo epidérmico, más allá de la muerte y el dolor. Madrid conoce ese aprendizaje del dolor. Rudolph Giuliani se asomó ayer a la CNN para decir que la gente de Londres, la del «blitz» o de los atentados del IRA, había sido un ejemplo para el pueblo de Nueva York cuando cayeron las torres del «World Trade Center». Ese fue también el silencio acongojado de Madrid y de toda España cuando estallaron las bombas del 11-M. La acumulación pavorosa del terror va a rearmar la conciencia moral de Occidente, su convencimiento de que libertad y seguridad actúan como un bimonio infalible. Ese «Bloody Thursday» en Londres ha sido una penúltima encarnación del odio extremo, pero siempre habrá una vieja dama excéntrica repartiendo violetas en Picadilly.