La base y fuerza naval de Sevastopol y los conflictos del Cáucaso

Tema: El conflicto de Georgia ha vuelto a poner de actualidad los problemas entre Rusia y Ucrania a propósito del uso conjunto de la base y de Sevastopol.

Sumario: La nueva política exterior de Rusia en el Cáucaso dispone de varios instrumentos –económicos, diplomáticos y militares– para imponer su voluntad en una zona que le interesa tanto por razones geopolíticas como de consumo interno. Entre otros elementos de su poder militar en la zona, dispone de una fuerza naval y de una base en Sevastopol con limitaciones de uso. La fuerza naval se ve constreñida en su empleo por el Convenio de Montreux sobre los estrechos turcos y el uso de la base naval se ve limitado por el fin del acuerdo en 2017. Tras la demostración de poder rusa en Georgia, está por ver si Rusia querrá prescindir o no de una presencia naval en la zona que haga visible su influencia como hegemón regional. Este ARI revisa los antecedentes de la presencia naval rusa en Sevastopol, las controversias tras la independencia de Ucrania y los escenarios de solución o de conflicto posibles. Un análisis que cambia de interpretación con el giro intervencionista de la política exterior rusa en la zona.

Análisis: Sevastopol es una de las contadas bases navales de nombre legendario por su extraordinaria capacidad, lo protegido de su puerto y por los acontecimientos históricos que tuvieron lugar allí en la guerra de Crimea: la carga de la caballería ligera de Lord Cardigan en Balaklava por las torpezas de los Lords Raglan y Lucan, las enfermeras de Florence Nightingale, los primeros empleos en combate del fusil de ánima rayada, del telégrafo eléctrico y de la mina naval, todo tuvo lugar en el sitio de Sevastopol de aquella guerra, un sitio que tuvo una segunda edición por el Mariscal von Manstein en la II Guerra Mundial que añadió también su porción de leyenda. Junto con las otras bases principales rusas, en Kronstadt, Severomorsk y Vladivostok, Sevastopol comparte el sempiterno problema ruso del difícil acceso en todo tiempo a aguas libres, aspiración ésta que ha originado históricamente más de una aventura imperialista, aunque el caso de Sevastopol es el peor (si exceptuamos el obvio de la flotilla del Mar Caspio, basada en Astrakan) porque en vez de hielos invernales tiene el más formidable obstáculo del control turco de los estrechos del Bósforo y los Dardanelos, apoyado por las disposiciones legales del Convenio de Montreux, del que Rusia (?ay!) es parte firmante pero escasamente favorecida.

Desde 1992, Sevastopol ha pasado además a engrosar la lista de bases navales en territorio extranjero, algo relativamente usual durante los siglos XIX y XX por conveniencia colonial, pero que en nuestros días ha quedado prácticamente reducido a la media docena o algo más (según se ponga el umbral entre base naval importante y mera presencia) que posee EEUU, de las que Yokosuka en Japón es el ejemplo mayor y más notorio. Naturalmente, el origen legal de la situación extraterritorial de Sevastopol es completamente diferente, la partición de la antigua Unión Soviética, y aunque también sujeto a contrato, este caso fue forzado por las circunstancias y sujeto a disputas desde su firma en 1997 hasta hoy.

La distribución demográfica de una ciudad cuya función principal es servir a un arsenal es raramente reflejo del país o región que la rodea, y Sevastopol es prueba de ello, con un considerable exceso de rusos sobre el no pequeño porcentaje en el resto de la península (75% de rusos étnicos y 90% de rusófonos, frente al 55% y 70% estimados, respectivamente, para Crimea). Ello tiene consecuencias prácticas, así como en los sentimientos propietarios que Rusia todavía hoy mantiene respecto a esta ciudad y base, afecto que se añade al, seguramente más débil pero no desdeñable, que siente por toda la Crimea, tanto por razones demográficas como por los lazos emocionales que ha creado una ya larga presencia histórica. Porque el origen de los problemas de propiedad ruso–ucranianos está en el todavía relativamente reciente decreto del 19 de febrero de 1954 del Presidium del Soviet Supremo –aún no bajo la presidencia de Jruschov pero ya bajo su creciente influencia– que transfirió fríamente la administración de la península de la República Socialista Soviética de Rusia a Ucrania. Esta decisión –que por lo autocrática nada tuvo que envidiar a los ukases del zar– nada explicada por el Presidium (como toda explicación el decreto daba la increíble de que era un gesto de amistad para conmemorar el tercer centenario de la unión de Rusia y Ucrania)–, nada entendida en Occidente y poco localmente, era la segunda fase de una operación, de la que la primera fue la masiva deportación de los tártaros y otros grupos menores 10 años antes, diseñada para acabar con los sentimientos independentistas y pro–turcos de los habitantes de Crimea. Las técnicas de desplazamientos étnicos forzados y de redibujar las fronteras, en las que se alcanzó gran maestría durante la II Guerra Mundial, estaban aún en boga, y en todo caso quién iba a pensar entonces que los caminos de Ucrania y Rusia acabarían por divergir.

Los desencuentros sobre Sevastopol tras la independencia de Ucrania

Pero divergieron, y ello comenzó en 1992, cuando, poco después de que Ucrania declarara su independencia apoyada por una aplastante mayoría, que sorprendentemente incluía Crimea en el lado favorable, Rusia trató primero de sustraerla a la nueva nación, aduciendo lo artificioso de su integración en la República Socialista Soviética de Ucrania, argumento que como hemos visto no dejaba de tener cierta lógica. Cuando esta pretensión se mostró inviable por la numantina resistencia del Gobierno y sobre todo de la Rada (Parlamento) ucranianos, redujeron la reclamación a Sevastopol y su distrito circundante, apoyándola en su casi consustancialidad con la Flota del Mar Negro, que Rusia pretendía conservar como único heredero de la URSS y cabeza visible de la nueva CIS. Esto fue también disputado por Ucrania, que entre otros argumentos adujo que el 97% de los oficiales de la Flota había jurado fidelidad a Ucrania. Alguna razón no les debía de faltar, porque algunas dotaciones dieron también su opinión con el izado de la bandera ucraniana en el patrullero SKR–112 y su dramática huida a Odessa perseguido y abordado por unidades rusas, y pocos días después con la toma de posesión del nuevo buque de mando y control Slavutych. Las agrias discusiones duraron cinco años, incluyendo intervenciones diplomáticas pero un tanto parciales de EEUU, declaraciones unánimes de la Duma de irrenunciable soberanía sobre Sevastopol, un período de mando compartido, muchas declaraciones hostiles desde el campanario y varias ocasiones en que a punto estuvieron de llegar a las manos seriamente, sin contar el caso del SKR–112 y el llamado “incidente de Odessa” que implicaron un número limitado de fuerzas, y como telón de fondo de todo ello las propias tensiones étnicas de Crimea, ahora complicadas con el retorno masivo de los tártaros expulsados por Stalin en 1944.

Las discusiones llegaron formalmente a término con el Tratado de Paz y Amistad (sic) firmado en 1997. En él se atribuía a Rusia la mayor parte de la Flota del Mar Negro, junto con la propiedad del nombre. Ucrania conservaba una porción no desdeñable, pero cuantitativamente muy inferior: el Tratado especificaba que el 81,7% sería para Rusia, pero ese porcentaje –presumiblemente basado en el tonelaje– era operacionalmente ilógico porque no se puede distribuir porcentualmente un conjunto heterogéneo de portaaviones, cruceros, destructores, fragatas, submarinos o buques de asalto anfibio. Ucrania obtuvo dinero en efectivo (más bien condonación de deuda) por la diferencia entre esa porción y el 50%, así como por el armamento nuclear al que renunciaba (nunca lo reclamó, pero Rusia trató de usar su existencia y lo secreto de su composición en apoyo de sus tesis). También conservó la propiedad de Sevastopol, con la obligación de alquilarlo a Rusia por un período de 20 años prorrogable (lo que Ucrania ha declarado posteriormente que no tiene intención de hacer) a cambio de un alquiler de unos 100 millones de dólares anuales revisables, tal y como acaba Ucrania de anunciar que hará a partir del 1 de enero de 2009, lo que augura tensiones adicionales en años venideros. Como resultado, de la Flota rusa del Mar Negro atracan en Sevastopol un crucero de la clase Slava (en occidente sería clasificado como destructor), tres destructores (fragatas), dos fragatas, siete buques anfibios, dos submarinos y un número considerable de unidades menores, entre dragaminas, patrulleros y otros, hasta un total de aproximadamente 50.

Las fuerzas navales ucranianas son, evidentemente, de igual tecnología y similar vejez. La composición por tipo y clase de unidades es también parecida (a escala reducida) a la rusa en el Mar Negro, aunque con el extraño añadido de un buque de mando y control, el Slavutych antes mencionado, un tanto incongruente en una marina de sólo un crucero (destructor) clase Slava (en construcción), una fragata, seis corbetas (en realidad poco más que patrulleros), tres buques de asalto anfibio, un submarino y unidades menores hasta un total de 27 (Libro Blanco de la Defensa de Ucrania 2007). La cifra actual de buque rusos y ucranianos representa una considerable reducción sobre la existente a la firma del Tratado, habiendo dado de baja un gran número por obsolescencia, sin que haya habido en los últimos 10 años nuevas construcciones en cantidad o calidad significativa, ni desde luego más evolucionadas.

Pero si el reparto de los buques terminó con los problemas por ese lado, el de la base no ha hecho sino inaugurar otra serie de disputas. El arreglo es malo para Rusia, pero ésta no tiene prácticamente alternativa. Cualquier puerto en la costa rusa del Mar de Azov, como Taganrog, queda descartado, porque la división de aguas en el Kerch es tal que la entrada o salida del Mar de Azov debe hacerse por aguas ucranianas (aunque Rusia está alargando artificialmente la barra existente con objeto de forzar un nuevo trazado de la línea equidistante). Novorossisk, la opción menos mala, actualmente base de fuerzas sutiles, tiene mucha menos capacidad, y aunque aparentemente protegida en todos los cuadrantes menos el SE, es víctima del bora, un viento catabático que desciende de las montañas al norte a más de 100 nudos y que cuando se entabla produce verdaderas catástrofes. Sujumi, Batumi y Poti, muy inferiores, quedaron además fuera del alcance de Rusia, dentro de la nueva Georgia (pero el primero en Abjazia, cuya independencia de Georgia acaba de reconocer Rusia). Finalmente, no poco debió pesar en el ánimo de la marina rusa la consideración de que una base naval, por buenos que sean su bahía, muelles y arsenal, vale lo que vale su hinterland industrial, y la influencia en el tejido industrial de la zona de dos siglos de base naval no se sustituye fácilmente.

Escenarios posibles para la próxima década

En estas condiciones, las opciones para Rusia en 2017 son muy limitadas: (1) renunciar a una presencia naval importante en el Mar Negro, o lo que es lo mismo, a una presencia militar y política importante en la zona del Cáucaso; (2) persuadir a Ucrania de extender el contrato; o (3) construir una alternativa antes de esa fecha.

La opinión rusa respecto a la primera opción quedó ilustrada el 5 de agosto pasado, al inaugurar una nueva estrategia de imposición hegemónica en el Cáucaso. La fuerza naval es un factor indispensable para cualquier acción militar, especialmente teniendo en cuenta las dificultades que presenta la cadena montañosa (evitada en las acciones de agosto pasado por la toma preventiva del túnel Roki, algo con lo que no es razonable contar siempre) que hace preciso contar con la acción anfibia. No parece, pues, que Rusia esté dispuesta a renunciar al uso de la fuerza en apoyo de su política, al menos en el Cáucaso. En cuanto a la segunda opción, no es posible evitar la impresión de que la acción militar en Georgia, además de demostrar que Rusia considera el Cáucaso como zona de influencia exclusiva, fue también un mensaje nada sutil al otro país ribereño del Mar Negro ex–soviético, en otras palabras es la manera rusa de persuadir a Ucrania de que no se debe enfrentar con Rusia, su mejor amigo y peor enemigo. De hecho, parece que Ucrania ha tomado nota y aunque en un primer momento trató de ejercer sus derechos soberanos de limitar el uso de Sevastopol por la Flota rusa en apoyo de los ataque a Georgia, lo que hubiera sido consistente con los usos habituales respecto a bases militares extranjeras, al parecer los buques rusos han seguido utilizándola con normalidad sin que Ucrania haya tomado ninguna acción práctica. Pero ello y la protesta indignada por las pretensiones ucranianas, afirmando que para preparar la base alternativa hace falta más tiempo que el remanente hasta 2017, han sido prudentemente combinadas con un trabajo firme de preparación, que según algunos observadores permitirá trasladar la menguante Flota del Mar Negro a Novorossisk mucho antes del plazo fijado, combinando así la “persuasión” con las medidas prácticas. Mientras tanto, en espera de la gran decisión final sobre el uso de la base, hay continuas escaramuzas legales por la posesión de faros y otras señales marítimas en las inmediaciones de Sevastopol.

Las ambiciones rusas para la fuerza naval basada en Sevastopol nunca estuvieron limitadas a la dominación del Mar Negro. La salida libre al Mediterráneo fue siempre un objetivo, y lo sigue siendo, pero el Convenio de Montreux es al tiempo una grave dificultad y un factor crucial en el diseño y composición de la fuerza. La geografía hace a Turquía dueño indiscutible de la llave de la puerta, pues no es posible forzar uno de los dos estrechos sin que Turquía tenga tiempo de hacer el otro infranqueable y el Convenio así lo ratifica, haciendo a Turquía único intérprete de sus disposiciones, lo que lleva a cabo con considerable rigor hasta, incluso, el ocasional perjuicio de sus aliados de la OTAN.

El Convenio –en una necesaria simplificación de un texto largo, complejo y teñido de los conceptos navales vigentes en 1936– limita el tránsito de los estrechos de fuerzas navales de naciones no ribereñas a un máximo de 15.000 Tm acumuladas de una sola vez, y el total desplegado en el Mar Negro a un tiempo a 30.000 Tm, en todo caso sin superar los 21 días de estancia (sin contar las visitas a puertos turcos en los estrechos, como Estambul o ?annakkale). El tránsito debe comenzarse de día, y submarinos y portaaviones no están autorizados en absoluto.

Para los países ribereños, hoy Bulgaria, Georgia, Rumanía, Rusia y Ucrania, las disposiciones de tránsito están considerablemente aliviadas: el tonelaje agregado no está taxativamente limitado, y los submarinos pueden entrar, si fueron construidos fuera, o salir para reparaciones, lo que en la práctica los libera de trabas. Pero los portaaviones tienen la misma limitación que los de los no ribereños, y aquí está una de las principales piedras en el zapato ruso. Desde que empezaron a diseñar y construir genuinos portaaviones, clase Kiev en 1975, los denominaron “cruceros pesados con aviación embarcada” para circunvenir la letra del Convenio. A ello daba también cierta credibilidad el hecho, consistente con la doctrina naval soviética, de que las dos clases de portaaviones hasta ahora, Kiev y Almirante Kuznetsov, y contrariamente a la práctica occidental, llevan un armamento importante de diversas clases de misiles. De hecho, a pesar de las obligadas protestas de los EEUU, no tuvieron problema en salir del Mar Negro, habiendo sido ambas clases construidos en los astilleros de Nikolaiev, hoy Ucrania. Sí las tuvo el Varyag, segundo de la serie Kuznetsov, al que es preciso referirse a pesar de que no se completó su construcción por dos razones: porque fue la “pieza” (no unidad operativa) más importante que correspondió a Ucrania en el reparto de la Flota, y porque fue posteriormente vendido como casco inerte a la República Popular China que está actualmente completándolo para convertirlo en el primer portaaviones de su marina.<[1]

No hay hoy en día, por lo tanto, portaaviones de ninguna nación operando en el Mar Negro, aunque Rusia mantiene la posibilidad teórica de enviar de nuevo el Kuznetsov a su lugar de origen, lo que es tan improbable como que Turquía facilite el paso de de refuerzos rusos de otras flotas a la del Mar Negro. Ni los buques principales de combate que Rusia tiene, aunque aparentes, son de gran valor objetivo ni menos para el tipo de conflicto que amenaza en esa zona. Son todos de tecnología anticuada, incluido el ya mencionado e impresionante –de aspecto– Moskva de la clase Slava . Para ser precisos, la tecnología ya era anticuada cuando se entregaron, la mayor parte en la década de los 70, y adolecen de escaso nivel de integración de datos a nivel buque y nulo a nivel colectivo, con radares primitivos y no más misiles que los visibles en cubierta. Además, su diseño correspondía a un concepto soviético operativo de dominio negativo del mar, absolutamente irrelevante hoy, aunque el limitado teatro del Mar Negro no presentaba los problemas de aprovisionamiento en la mar que limitan la permanencia de sus buques en zona de operaciones.

Más coherente con las necesidades actuales es la flotilla de buques anfibios, y desde luego han sido puestos en buen uso en la campaña de Georgia de estos días pasados, con el Moskva y presumiblemente algún destructor o fragata dando protección, principalmente frente a fuerzas sutiles georgianas (aunque los detalles aún no han trascendido, parece que un patrullero clase La Combattante II, de nombre Dioskuria, fue averiado por barcos rusos, y posteriormente apresado y hundido de manera deliberada; el otro patrullero en lista, el Tbilisi, fue incendiado en puerto). Por otro lado, la capacidad de EEUU o la OTAN de proyectar poder en el Cáucaso es muy limitada, en tiempo y en magnitud. Sin portaaviones ni submarinos, teniendo que salir a los 21 días con Turquía vigilando cronómetro en mano, no es viable ejercer la presencia naval que sería necesaria para apoyar los deseos de Georgia y Ucrania de formar parte de la Europa occidental que admiran.

Conclusiones: La presión de Rusia sobre las naciones de su near abroad no ha hecho más que empezar, y los instrumentos que usa para ello son múltiples: manipulación de la opinión pública sobre todo de los residentes rusos y rusófonos, estimulando sentimientos independentistas donde conviene; medidas de presión económica como el embargo del vino y el agua mineral georgianas o el cierre del grifo del gas a Ucrania; medidas (escasamente) diplomáticas, como el reconocimiento explícito de la independencia de regiones separatistas, como Abjazia y Osetia del Sur (pero no de Chechenia o Ingushetia, ambas dentro de Rusia y con parecidos o superiores merecimientos); o directamente medidas militares, como el ataque a Georgia. Para estas últimas –y para proyectar poder en apoyo de las demás– la Flota del Mar Negro es una herramienta regional indispensable aunque la vetustez de sus unidades la hagan poco útil para fines más oceánicos. Esta herramienta necesita una base, y desafortunadamente para Rusia la continuidad de uso de la actual no está asegurada. Aunque al parecer están dando los pasos para sustituirla, el resultado nunca será tan satisfactorio como el servicio que presta Sevastopol y su hinterland industrial, por lo que cabe esperar en el próximo futuro presiones crecientes sobre Ucrania, que tomarán diversas formas, para forzar por lo menos una extensión de su alquiler y una contención en el precio. No hay duda de que la acción sobre Georgia ha sido, además de sus propios fines, un aviso a Ucrania en este sentido, que Ucrania ha acusado “replegando velas” y admitiendo el retorno de los buques rusos de Georgia.

Rusia no sólo ha recurrido a la proyección regional mediante su fuerza naval en el Mar Negro, sino que acaba de enviar una fuerza naval, presumiblemente procedente de Severomorsk y centrada en el crucero Pyotr Veliky, para realizar ejercicios en aguas venezolanas con unidades de esa marina, además del despliegue con permanencia no especificada de aviones de patrulla marítima, seguramente el Ilyushin 38 May. Desde el fin de la amistad cubana no se habían visto despliegues tan ambiciosos, probablemente en el límite de su capacidad operacional, pero capaces de enseñar la bandera rusa que ondea con crecientes ambiciones de proyectar su poder mediante su fuerza naval.

Hemos visto que a esta nueva Rusia segura de sí misma que está surgiendo al amparo de una economía boyante no le tiembla el pulso a la hora de utilizar el más radical de los instrumentos a su disposición. Parece que Putin (o Medvedev, que tanto monta, monta tanto) ha adoptado el lema oderint dum metuant ([no importa] que nos odien, con tal de que nos teman) diversamente atribuido a Tiberio y a Calígula, dos preclaros ejemplos de gobernantes sabios y preocupados por el bienestar de los ciudadanos.

Fernando del Pozo, director del Proyecto OTAN–UE del Real Instituto Elcano.

Notas:

[1] La venta y transporte de Ucrania a China del Varyag fue una odisea que duró desde 1998 hasta 2002 y que parece un cúmulo de desastres y despropósitos. Fue vendido para ser convertido en hotel–casino flotante en Hong–Kong –algo difícil de creer– declaración de intención que no persuadió a Turquía, que tardó 16 meses en dar autorización para cruzar los estrechos aduciendo problemas de seguridad, y sólo lo hizo ante la promesa china de promover el turismo en Turquía. Egipto no permitió el cruce de Suez, por lo que tuvo que ser remolcado alrededor de África y a lo largo del Índico, sufriendo temporales y roturas de remolque. Finalmente, y no muy sorprendentemente, poco a poco la marina china lo ha ido rehabilitando y completando, y actualmente se espera que entre en servicio pronto con el nombre de Shi–Lang, significativamente el nombre de un almirante chino que conquistó Taiwán.