La batalla de las ideas

Confieso que cada vez que oigo en boca de un político el sintagma «Batalla de las ideas» (o de la cultura) me pongo a temblar, por los bostezos que sin remedio me provocará: sólo significa encubrimiento de pugnas intrapartidarias o mera retórica cuya trascendencia es nula. Forma parte de la escenografía de uso en tales tribus, como desarrollo sostenible, igualdad de género (bien confundido con sexo), lucha contra el racismo, derechos humanos y unas cuantas cantaletas más, insoslayables en todo discurso político, pero en las que no creen en absoluto. Las facciones más analfabetas y descaradas utilizan artillería de grueso calibre -por lo ridículo- como micromachismo, heteropatriarcal o, ya lanzadas, «¡jo, tía, mogollón de peña!». Cansaría al lector, y se comería el espacio, enhebrar una minúscula selección de perlas protagonizadas por políticos, a partir de la exuberante floresta que colecciono en ratos de masoquismo, pero ¿se imagina alguien a Mariano Rajoy leyendo un libro? ¿Y al doctor Sánchez escribiéndolo? ¿Y al penene Iglesias distinguiendo con cierta coherencia entre Kant y Newton?

La batalla de las ideasEn los últimos decenios, quizás el único que vio, en las filas de la derecha, la fuerza de la cultura como sostén del pensamiento y como factor clave de arrastre político fue José María Aznar, que llevó a cabo varios proyectos culturales interesantes, pero su partido no le siguió en el empeño y éste no podía ser obra del voluntarismo de una sola persona, sino de convencer a la sociedad toda (desde corporaciones bancarias a modestos concejales de pueblo) de la necesidad de mejorar como seres humanos profundizando en el conocimiento de nosotros mismos a través de cuanto hicieron otros y nos dejaron como su mejor legado: en música, literatura, historia, lengua, cultura religiosa, folclore, artes plásticas y etc. Pero la derecha política nunca lo ha entendido: lo suyo son las empresas, la juridicidad, el reparto de cargos y las trapacerías precisas para conservarlos. En cuanto a la izquierda, que de antiguo se viene proclamando propietaria en exclusiva del «mundo de la cultura» (entre otras razones, porque la derecha no se lo ha disputado), ya ha comprendido que poseer tertulianos o exhibirse en programas de cocina, o tocando (mal) la guitarra es mucho más remunerador en popularidad y en votos que patrocinar óperas, conservatorios, ediciones de libros, cine, teatro o ciclos de conferencias.

Sin embargo, la izquierda siempre ha visto mejor la utilidad de dominar el pensamiento, y por ende la voluntad, señoreando la opinión de «la gente» en los más variados campos, no sólo en la morralla de los telediarios, que también dominan, incluso con el PP en el Gobierno. Pues, en definitiva, la televisión es el telón de fondo de todo esto, en un país donde las tiradas de libros son cortísimas porque no se leen, la cultura tradicional ha sido barrida por el comercialismo enmascarado de modernidad y donde el cierre de librerías ya no es noticia, aunque no quiero dejar de recordar aquí a la benemérita «Cabo de Gata» que ha cerrado en estos días: había que ser romántico incurable (y admirable) para abrir hace año y medio ¡una librería! en la pedanía de Pujaire, cerquita del Cabo. Liberales y dirigistas por igual de impasibles: el mercado decide qué vale y qué no, dicen unos; si la cultura no lucha por «el pueblo», no merece sobrevivir. Por desgracia, en España, unos y otros responden a las mismas pulsiones de desconfianza, desprecio y odio por las gentes ilustradas y sus desvelos, el cultivo de cualquier sensibilidad artística, o de conocimiento medio-alto: «Pues lo pide el vulgo es justo / hablar en necio para darle gusto», sentenció el clásico. Y así seguimos, entre lances y chascarrillos dignos de Larra o Cadalso, aunque sus protagonistas no tengan la menor idea de quién fueron esas antiguallas.

Los políticos no han caído en paracaídas procedentes de Marte, la mayoría ha salido de entre la masa de españoles, tan inconsistentes y petulantes como el término medio de nuestra gente, gozosa en la ignorancia, refractaria y agresiva con el estudio y la reflexión. Las de Unidas Podemos, ahítas de demagogia, proponen suprimir la repetición de curso en Primaria, pero es que M. Rajoy aprobó que se pudiera pasar de curso con dos asignaturas pendientes. Jerónimo Feijóo entendió bien lo que nos pasa: «Aquella mal entendida máxima de que Dios se explica en la voz del pueblo, autorizó a la plebe para tiranizar el buen juicio, y erigió en ella una potestad tribunicia, capaz de oprimir la nobleza literaria (…) asentada la conclusión de que la multitud sea regla de la verdad, todos los desaciertos del vulgo se veneran como inspiraciones del Cielo» (Teatro Crítico Universal, I).

Me viene a las mientes una balumba de recuerdos, de ideas y noticias, próximas o lejanas: sólo tenemos dos Premios Nobel de Ciencias (y no porque carezcamos de científicos que se dejan la vida pugnando con la burocracia); se van miles de médicos y enfermeras ante la indiferencia general; en Francia, la industria editorial se ha recuperado en las últimas semanas en un 38%; estamos a la cola de los países desarrollados en índices de lectura; pienso en la absolutamente innecesaria invasión del inglés promovida desde dentro, o en la pavorosa y perenne exhibición de ignorancia (lingüística y de todo tipo) que a diario y de forma masiva realizan los medios de comunicación; unos grandes almacenes empiezan a suprimir su sección de librería (¡El mercado, el mercado!); releo al intelectual francés Richard Millet y no me consuela nada comprobar lo del cocimiento de habas por doquier («la juventud contemporánea no tiene nada que ver con Wagner, con Céline, con Aragon, con Ravel, con Boulez o Solchenitzin: nada sabe y sólo quiere estar conectada consigo misma, es decir con la nada (…) a la desintoxicación del móvil, añadamos la del cannabis, el izquierdismo cultural, el consumismo, la televisión, la mundialización», wixsite.com, Chronique , nº 152).

No sería justo pasar de largo sin recordar que en nuestro país hay instituciones que trabajan, corporaciones que ayudan, numerosos individuos anónimos o poco conocidos que se esfuerzan por ofrecer lo mejor que saben y pueden, pero su lucha es la de David contra Goliat, con triunfo asegurado y ventajista del último: cuenta con la adormidera dolosa de las televisiones, el acuerdo tácito de todos los partidos con mando (Pablo Casado no estima «la batalla de las ideas» un asunto de interés: ¡qué ojo clínico!) y, sobre todo, con la inercia del pueblo español, siempre remiso a someterse a disciplinas.

Serafín Fanjul es miembro De la Real Academia de la Historia.

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