La batalla de nuestras lenguas

Durante las 48 horas que pasé, hace ya más de una década, en la Feria del Libro de Francfort dedicada a Cataluña (el año que viene, por fin, estará dedicado a España), pagada generosamente por todos los españoles a pesar de que excluyeron a sus coterráneos que escribían en español, los más famosos y traducidos, que llenaban los escaparates de las muy repletas librerías de la ciudad alemana, en una cena de confraternización, una autoridad cultural de Esquerra Republicana me dijo –no sé si como una sugerencia suya personal, o una idea colectiva de su partido– que el asunto catalán se podía resolver muy fácilmente. De la misma manera que el castellano se había impuesto en todo el Estado, por qué con el catalán no se podía llevar a cabo lo mismo y ser así, de verdad, una lengua cooficial hablada por los casi 50 millones de habitantes. En principio, no me pareció mala idea, en el sentido de que yo siempre he admirado el don de lenguas, que es una de las características esenciales para la santidad y uno de los principales atributos del Espíritu Santo. Pero le comenté que no sabía lo que opinarían vascos, o gallegos como yo. Con el euskera se mostró desdeñoso y con el gallego dudó al recordarle yo que es una lengua semejante al portugués y que la conecta con, por lo menos, 400 millones de hablantes en varios continentes. Los gallegos tenemos la suerte de hablar dos de las lenguas de mayor extensión en el mundo. Pero mi «homólogo», según le gustaba llamarse, yo lo trataba de conselleiro en vez de conseller, siguió insistiendo.

¿Quién puede dudar de que el catalán es una gran lengua y tiene una importante literatura? Pero, aun así, su presencia en el mundo es mínima. Todo ello, a pesar de los grandes esfuerzos de la Generalitat (me refiero a cantidades ingentes de dinero) abriendo lectorados, institutos magníficos como el LLull y las famosas embajadas. Ojalá las instituciones españolas hubieran hecho semejante labor ejemplar.

Cuando en el Instituto Cervantes abrí la posibilidad de enseñar también las otras tres lenguas cooficiales, además del español, los resultados anuales en el número de estudiantes fueron muy deficientes. Nos daba igual la cantidad, todas eran nuestras lenguas. Además, la colaboración institucional entre todos fue extraordinaria y es una de las cosas de las que estoy más orgulloso. Las lenguas (por ejemplo en la India hay varios cientos, lo mismo que en China, y no requieren tener un Estado propio; hablantes del bengalí, la lengua del Premio Nobel de Literatura Tagore, la hablan unos 100 millones), en nuestro mundo contemporáneo, se estudian, fundamentalmente, por su utilidad económica y no, desgraciadamente, por razones culturales. Salidas del espacio emocional e identitario en que los nacionalismos las quieren recluir, la competencia de una lengua se mide, sencillamente, por el número de hablantes. ¿Acaso si los catalanes dejaran de hablar su otra lengua natural y también propia no tendrían que aprender el inglés, esta sí ajena, para moverse por el mundo? ¿Puede moverse uno por los continentes hablando solo catalán, euskera, danés, islandés o bengalí? Pero sí se puede hacer hablando inglés, español, francés y portugués. Y la cantidad no implica que unas lenguas sean mejores que otras, sino que simplemente son más útiles.

Es un error tremendo y un delito de lesa humanidad, utilizar las lenguas como arma política. Estando ya en EEUU, a la exiliada Hannah Arendt le preguntaron si volvería a escribir en alemán, la lengua con la que se habían dado las órdenes para asesinar a millones de judíos como ella. La pensadora inmediatamente contestó que no fue la lengua alemana la que se había vuelto loca, sino sus hablantes. La lengua era una gran lengua de cultura, un instrumento, y ese instrumento en vez de utilizarse para curar lo hicieron para asesinar. En Cataluña no debe tener lugar esta lucha y persecución entre lenguas connaturales. Sería como despreciar parte de su propio y rico patrimonio.

Cuando he conocido la lista de propuestas que el presidente del Gobierno ha entregado al ya ilegal presidente de la Generalitat, como si hubiéramos vuelto a Breda, pero al revés del cuadro y con menos caballerosidad, pensé que, a lo mejor, podía estar incluida ésta: la de la catalanización de España. Quién sabe si, a lo mejor, siendo ya todos catalanes y dejando de ser españoles, las cosas irían mejor. A Madariaga le escuché decir que los españoles éramos, de entre todas las nacionalidades del mundo, quienes más nos detestábamos. Y siendo los catalanes y vascos quienes ponían más empeño en esto, lo hacían porque en el fondo eran los más españoles de todos.

La arrogancia del nacionalismo es empalagosa e insoportable, y la mayor parte de las veces no se corresponde en absoluto con la realidad. El príncipe de Salina, que ostentaba los mayores títulos aristocráticos en el Reino de las dos Sicilias, dependiente durante siglos de la Corona Española, repite una y otra vez en la novela El Gatopardo de Lampedusa y en la versión cinematográfica de Visconti, a Don Calogero –el padre de Angelica, la muchacha con la que se va a casar Tancredi, su sobrino, tan pobre en dinero como rico en títulos– lo siguiente: «Inútil que le diga cuán ilustre es la familia Falconeri: venida a Sicilia con Carlos de Anjou, esta Casa continúa floreciendo bajo los aragoneses, los españoles y los reyes Borbones. Fueron pares del Reino, Grandes de España, Caballeros de la Orden de Santiago…». El príncipe de Salina y su heredero, el príncipe de Lampedusa, más de un siglo después, no hablan para nada de los catalanes que, por supuesto, estaban incluidos en la Corona de Aragón y en la Nación española. Hoy en día, en todo el sur de Italia, seguimos siendo aragoneses y españoles. Y el retrato de los Borbones, en las varias asociaciones melancólicas monárquicas, son nuestros dos últimos reyes.

El nacionalismo degenera fácilmente en chovinismo de opereta, si no fuera porque es una manifestación xenofóbica. Edward Said, uno de los grandes intelectuales de la segunda mitad del pasado siglo, palestino y cristiano de origen, catedrático de la Universidad de Columbia hasta su prematura muerte en el 2002, defensor de la creación de un Estado palestino basado en el acuerdo, la no violencia y la cooperación mutua, se dio cuenta que el exceso de nacionalismo, su sectarismo y fanatismo, por ambas partes, no conducía a nada bueno. El nacionalismo replegaba a las gentes a su redil para acabar únicamente confraternizando con los propios, y todo el que no era de los suyos o de su cuerda era un enemigo.

Poco antes de su muerte, y ante los acontecimientos que se estaban produciendo en los Balcanes, comentó en una de sus últimas entrevistas: «En Yugoslavia, lo que antes era un Estado multilingüe y multicultural, ha degenerado en limpieza étnica. Lo mismo sucedió en el Líbano, donde una sociedad pluralista con cristianos y musulmanes al final acabó en un permanente baño de sangre. La gente se mataba guiada por el carnet de identidad, como decían allí. Si te pedían el carnet de identidad y en él figuraba el nombre o la religión que no tocaba, te pegaban un tiro o te degollaban». Y Said advertía, además, que el nacionalismo también estaba emergiendo en las sociedades occidentales. Para él, toda política identitaria se convertía en política separatista. «Tengo la extraña intuición de que alguien disfruta con ello: por lo general los mandamases, a quienes les gusta manipular comunidades diferentes, unas contra otras», concluía el autor de Orientalismo.

Los diferentes gobiernos no han sido capaces de explicar qué es ser español. Y los caminos del actual Ejecutivo seguirán estos mismos pasos a través de otra nueva Ley de Educación (la novena o décima) que, de nuevo, no será un gran pacto de Estado, como debería ser. Pero también la política cultural, interior o exterior, seguirá siendo mermada porque los partidos independentistas tienen como una base esencial de su estrategia la destrucción de una indiscutible cultura común dentro de la pluralidad de España. De ahí la desaparición, de hecho, de la marca España y la conversión del Ministerio de Exteriores en un apéndice del de Economía. Y de ahí también juntar Cultura con Deportes para disolverlo con edulcorantes. Los partidos independentistas siempre reclamaron la desaparición del Ministerio de Cultura, una amenaza para ellos, porque pone en peligro sus locuras identitarias y racistas.

¿Qué otro país del mundo, al menos de nuestro entorno, puede aportar cuatro lenguas y cuatro literaturas tan poderosas como las nuestras? Ver comparativamente reunida su historia común en el libro Pensamiento y crítica literaria en el siglo XX (castellano, catalán, euskera y gallego), todas juntas, solo nos puede producir orgullo y satisfacción. ¿Podría hacerse algo semejante en Italia con el friulano o el sardo; podría hacerse algo semejante con el corso, el occitano, el bretón o el catalán y el euskera mismo en Francia; podría hacerse algo semejante en Alemania con el alsaciano, el cimbrio o el frisón; y, en definitiva, podría hacerse algo semejante en Portugal con el mirandés? En muchos de los países europeos citados ni siquiera se las considera como lenguas sino dialectos. Lean este libro y se darán cuenta de lo injustos y sectarios que son nuestros secesionistas. Y más que eso: de una incultura supina. Pero, eso sí, magníficamente subvencionada.

César Antonio Molina es ex director del Instituto Cervantes. Ex ministro de Cultura. Ex diputado socialista. Autor de Las democracias suicidas (Fórcola).

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