La batalla del humo

Es sabido que la intolerancia de la autocensura de Hollywood ha sido siempre altamente selectiva. Según sus criterios, el sexo es más peligroso que la violencia, y durante muchos años un desnudo ha resultado para ella más nefando que un asesinato a sangre fría. Y si un comunista no podía ser simpático, un agente del FBI no podía aparecer en cambio como un antipático agente corrupto. La evolución de las costumbres y la feroz competencia en el sector audiovisual han obligado a ir modificando paulatinamente estos criterios, aunque todavía la sexualidad heterodoxa de muchas pe- lículas de Almodóvar, o algunos atrevimientos de Bertolucci, han estado a punto de arrinconar sus pelí- culas a las salas X de aquel país.

Ahora le ha tocado al tabaco. Cuesta imaginar que los laboratorios digitales californianos dedicaran su tiempo y su dinero a borrar pacientemente en antiguos fotogramas los emblemáticos cigarrillos que Humphrey Bogart, Glenn Ford o Rita Hayworth lucían en sus labios en tantas películas de cine negro, un género rico en claroscuros y en el que el humo de la nicotina era un ingrediente ambiental imprescindible para sus intrigas retorcidas. Esta censura solo podía haberla practicado la URSS, en la que aplicados funcionarios censores retocaban las fotos y películas para eliminar de ellas a los políticos caídos en desgracia.

No hace mucho, un filme tan admirable como Buenas noches y buena suerte, de George Clooney, nos ha devuelto aquella atmósfera de posguerra con su espléndido blanco y negro, para denunciar a quien fue gran censor político, el senador Joseph MacCarthy, en un mundo en el que todo el mundo fumaba despreocupadamente y sin sentimiento de culpa.

Cuando el tabaco empezó a aparecer en el horizonte mediático como una amenaza potencial a la salud, los patrocinadores comerciales de las series de la televisión norteamericana --más conservadora aún que el cine-- reaccionaron en seguida. Muchas marcas de cigarrillos patrocinaron la promoción de westerns en televisión, por su aura de aire fresco, salud y vigor físico, y sobre esta iconografía saludable se edificó una exitosa campaña de los cigarrillos Marlboro, con un atractivo cowboy. Los guionistas de la serie Man against crime, patrocinada por Camel, recibieron instrucciones tan precisas como estas: solo podían fumar los personajes positivos de la obra; nunca los personajes negativos o antipáticos; los cigarrillos se debían fumar relajadamente, no compulsivamente o para calmar los nervios; los personajes no debían toser; debía evitarse la aparición de médicos; debían eliminarse los letreros de "Prohibido fumar", incluso en gasolineras.

Pero desde hace muchos años el cine ha inventado la publicidad estática, colocando en las escenas productos que las empresas desean promocionar, como marcas de bebidas, de automóviles o de televisores, práctica discreta, pero remunerada por parte del anunciante subliminal, previo acuerdo contractual con la productora. Es una forma de publicidad pasiva y aparentemente invisible, pero cuya efectividad ha sido comprobada. En definitiva, todo lo que entra por los ojos o los oídos, sobre todo si tiene connotaciones placenteras, se cuela en el subconsciente de los espectadores. Y eso ocurrió también con las marcas de cigarrillos desde hace muchos años.

Ahora esta práctica está siendo prohibida. ¿Y qué ocurriría si una película se ambienta en los años 30 y 40, en los que fumar era una arraigada práctica social, como nos ha recordado la película de Clooney? ¿Y qué hacer si la acción transcurre en una desinhibida comuna hippy, en la que la marihuana forma parte de los ritos de convivencia? ¿Y qué pasaría si una película actual mostrase a unas personas contemplando con arrobo cinéfilo la escena de la película Gilda en la que Rita Hayworth empuña una larga boquilla con un cigarrillo humeante? ¿Sería este escandaloso símbolo fálico eliminado, no tanto por su simbolismo sexual, sino por su incitación nicotínica? He aquí algunas preguntas pertinentes para la nueva casuística censora de Hollywood.

Lo más alarmante aparece cuando nos dicen que las poderosas firmas tabacaleras están financiando bajo cuerda a las productoras para contrarrestar o subvertir las nuevas consignas. La censura cinematográfica se ha basado tradicionalmente en el efecto sugestivo e imitativo de las imágenes animadas, pero no ha podido impedir que se presentaran en la pantalla asesinatos, atracos o adulterios, con frecuencia de modo atractivo.

Estamos en contra del puritanismo protestante de Hollywood, como lo estuvimos del puritanismo de Franco, pero también estamos en contra de la manipulación subterránea del espectador a través de estrategias subliminales motivadas por apetencias mercantiles. De hecho, esta segunda forma de manipulación es más perversa por su aparente invisibilidad, por enviar mensajes que se nos cuelan en el subconsciente cuando estamos desarmados y no nos enteramos del contrabando que nos inyectan en el mundo de nuestros deseos.

El debate ha llegado a España y grupos de presión quieren que el Ministerio de Cultura deje de subvencionar las películas con humo. La misma lógica se podría aplicar a los filmes con coches demasiado veloces. Nos parece una presión inadmisible en la permisiva Europa y hace entendible que todos los personajes de Borrachera de poder, de un cabreado Claude Chabrol, se pasen todo el tiempo fumando.

Román Gubern, escritor.