Hasta hace no mucho tiempo, más allá de las distintas procedencias geográficas e ideológicas, compartíamos una visión central del mundo concebido como un ámbito de diálogo. Un mundo, hoy hecho pedazos, entre identidades y particularidades, cuyo tronco común descansaba en sentimientos compartidos, transmitidos y acumulados a lo largo de un tiempo tan terrible como fue el siglo XX. Todo ello aparece reducido y confuso hoy, desplazado y limitado, como otros muchos aspectos de nuestro presente, hacia el campo de las emociones. Las ideas y conceptos actuales no se han repuesto de ese giro con el que quedó sellada la entrada del mundo occidental en una nueva era de amenazas globales y constante aceleración en la que nos hemos instalado. Buena parte del pensamiento actual sigue deambulando, no se resigna, pero no encuentra alternativa alguna. Un mundo en el que no sólo las certezas, sino la propia forma de vida anterior, han quedado rotas y superadas.
Desde 1989 ha habido numerosas muestras de cambios que sólo encuentran referentes en el pasado, la mayor parte, un pasado idealizado. El presentismo en el que se han instalado nuestras modernas sociedades avanzadas no sabe de ciclos ni de fases, sino de acontecimientos que cobran dimensión por su capacidad viral. De lo contrario no existen. Esto ha cambiado nuestra percepción de manera total e irreversible, pero nuestro andamiaje intelectual para solucionarlo sigue siendo antiguo, estructurado en la duración y en la permanencia. Estamos obsoletos, sí, de acuerdo, aunque no solo por este desfase. Vivimos desorientados por el impacto de una gran colisión entre la historia y la memoria. La memoria histórica existe, es la memoria de un pasado que aparece definitivamente cerrado y ha entrado en la historia. Y el efecto más grave de esta colisión entre la memoria y la historia es una total desorientación. Vivimos en un tiempo en el que se escribe la historia de la memoria, mientras una parte de la sociedad lucha por mantener viva la memoria de su pasado. La escritura de la historia ha sido siempre un intento de equilibrio entre ambas tendencias, como muestran dos estudios recientes que reflexionan sobre la necesidad de comparar y centrar estas cuestiones en el caso español.
Álvarez Junco en Qué hacer con un pasado sucio (Galaxia Gutemberg) vuelve al peso de la guerra civil y del primer franquismo, comparándolo con otros pasados traumáticos, (la Alemania nazi, el Chile de Pinochet, el largo conflicto de Colombia o la Sudáfrica del apartheid) denunciando los paralelismos en su posible utilización y manipulación política. Articula para ello una estructura tripartita: la construcción de la imagen colectiva, la narración histórica y el recuerdo de aquel trauma. En la primera parte, analiza la percepción que los españoles se habían construido sobre sí mismos en las décadas o siglos anteriores (algo que ya había hecho anteriormente en el estudio del imaginario que confluye en los nacionalismos modernos) y cómo fueron interpretados aquellos brutales hechos por los intelectuales, por la alta cultura. Un contraste evidente, entre las formas de sufrir y de mirar ese pasado sucio, entre lo cuantitativo y lo cualitativo, imposible de racionalizar todavía. Porque en todo intento de comparar el caso español con el contexto internacional, de mirar hacia fuera, sobresale la cifra de represaliados una vez terminada la guerra civil. El problema aquí no es el enfoque, la mirada, sino el resultado. Rebaja en 40.000 la cifra de ejecutados en la década de los 40, cuando buena parte de la historiografía había consagrado la cifra para el mismo periodo en 10.000 ejecuciones más. Un perfil represivo que, en perspectiva comparada europea, sobre todo, sigue sobresaliendo. El problema aquí es el opuesto; no es el resultado, sino la mirada, ya que altera la naturaleza del régimen de 1936 para aquellos que siguen negando la existencia de estos y otros aspectos posteriores a 1939. Un debate enconado, el de la represión, en el que deben mandar las fuentes y la metodología de estudio de la violencia, con ciclos y lógicas propias que no siempre se corresponden con las visiones comparadas, más próximas a las analogías retrospectivas que a su propio origen, en este caso la guerra civil española. Un diálogo de sordos, por otro lado, en el que, por más que nos pese, la sola acusación de sospecha ideológica sigue invalidando el conocimiento científico de nuestro pasado.
Tal vez por eso, se ha extendido, en la segunda parte, en la narración histórica puramente dicha: el origen de la crisis política de los años 30, la guerra civil, la represión (más próxima a la evolución de la dictadura que a la dinámica de la guerra), y el cambio político en la Transición. En la tercera y última parte reflexiona sobre las posibilidades del recuerdo colectivo en las sociedades actuales, sobre medidas y políticas de reparación de las víctimas. Con un afán más pedagógico que moral, muestra el valor y la necesidad de evitar las confusiones conceptuales que hemos heredado en muchos de los análisis que hacemos del pasado, mutilados o desenfocados por los intereses del presente.
Otro aspecto no menos actual y no menos complejo, es el debate generado sobre qué hacer con el patrimonio de estos llamados pasados incómodos. En Los límites del patrimonio cultural, (Cátedra) el historiador del arte, José Castillo Ruiz, describe las dificultades que existen en un ámbito como este, en el que intervienen muchos agentes e intereses diversos, a menudo opuestos. Al igual que en el terreno histórico, sobre el patrimonio arquitectónico o artístico que molesta, por sus connotaciones pasadas, políticas e ideológicas, se ha polarizado un debate marcado por tendencias que no proceden del ámbito de la conservación o del estudio del patrimonio cultural. La memoria, aquí como base de una identidad deseada, se ha utilizado para imponer una tendencia a la patrimonialización de un bien, que termina desplazando a la del propio objeto de arte. Un mundo, el del desconcierto patrimonial que debe volver al armazón científico construido a lo largo de siglos con el objetivo de disponer de un instrumento, universal, democrático y justo como es el del Patrimonio de la Humanidad, manteniendo su propia historia y existencia, con independencia de la intención y significado que tuviera en el pasado. Si lo borramos, simplemente lo olvidamos, lo perdemos, como ya ha ocurrido en demasiadas ocasiones, donde la explicación y el propio contexto se han eliminado.
Está en juego, en última instancia, el cuestionamiento de nuestro pasado más reciente, el más expuesto a las presiones. Lejos de centrar el problema, comparándolo con otros países con experiencias similares, siguiendo los protocolos y estándares científicos en los libros de Historia, el patrimonio o los archivos, como señalan estos y otros autores, la batalla por el pasado ha entrado en una guerra cultural por el significado de la Transición. La presencia en ella de actores con responsabilidades en la guerra o en la dictadura, ha sido interpretada, por un lado, como un pacto de silencio o del olvido. Un deber de memoria inútil para aquella otra parte que vivió el proceso desde la óptica de no usar el pasado, personal o políticamente, para no bloquear el cambio. La razón principal de esta situación compleja no procede de una única dirección, pero tampoco responde a una realidad de enfrentamiento social, sino más bien a una constante apropiación del pasado que ha situado a la memoria en el centro de un tablero cada más complejo e inestable en España. En este contexto, que viene gestándose, en realidad, desde la muerte de Franco, acelerado también por sucesivos cambios generacionales, se han mostrado los resultados de avivar las llamas en las que se han forjado prácticamente todos los mitos fundacionales de nuestro país en el último siglo. La novedad es su simplificación entre favorables o contrarios a la Transición, validando o negando la legitimación por tanto del presente. La paradoja de no abrir heridas, de este modo, ha terminado redescubriendo el trauma que dejó en la población una violencia masiva como la acaecida especialmente en el período comprendido entre 1936-1948, tiempo en el que estuvo en vigor el estado de guerra en España. Ese es el problema, no la solución.
Gutmaro Gómez Bravo es profesor titular de Historia Contemporánea de la Universidad Complutense de Madrid.