La batalla por la reforma jubilatoria francesa

Un año después de las protestas de los gilets jaunes (chalecos amarillos) desencadenadas por la propuesta del impuesto a los combustibles, Francia enfrenta otra crisis, esta vez por la reforma jubilatoria. Las manifestaciones masivas llevan más de 50 días sin pausas, ni siquiera por Navidad y Nochebuena. Las huelgas interrumpieron el funcionamiento de la Sociedad Nacional de Ferrocarriles Franceses (SNCF, por su sigla en francés) y de la red de autobuses y subterráneos RATP, generando pérdidas de más de 1000 millones de EUR (1100 millones de USD) para esas empresas. La huelga en el sistema de transporte ya llegó a su fin, pero la confrontación dista de haber terminado.

Las reformas jubilatorias propuestas por el presidente francés Emmanuel Macron son tanto profundas como necesarias. Con el actual sistema obligatorio de pensiones, existe mucha disparidad entre los esquemas contables que determinan los beneficios para los distintos sectores y ocupaciones. El sistema es resultado de un proceso histórico de larga data, orientado a ampliar la protección social para los ancianos, basado en los principios prevalentes cuando terminaba la Segunda Guerra Mundial.

Las propuestas del gobierno de Macron son audaces, pero no pretenden afectar los esquemas de reparto, ni socavan el principio más amplio de la solidaridad intergeneracional. El pago total de jubilaciones será financiado cada año con las contribuciones al seguro social resultantes de los ingresos de los trabajadores activos en ese mismo año. La edad jubilatoria mínima fijada en 2010, de 62 años, se mantendrá por el momento. El nuevo sistema seguirá costando alrededor del 14 % del PBI (mucho más que en la mayoría del resto de los países europeos).

Pero las propuestas de Macron de una revisión «sistémica» son completamente distintas de las reformas previas, cuya meta principal era equilibrar las cuentas ajustando ciertos «parámetros» en los 42 esquemas jubilatorios existentes. El nuevo programa crearía un sistema universal en el cual, según Macron, «una contribución de un euro otorgaría a todos los mismos derechos». Se aplicarían las mismas reglas a todos los trabajadores, independientemente de su profesión o relación contractual. Y la tasa contributiva se mantendría para los ingresos totales de hasta 120 000 EUR al año, con una jubilación mensual mínima de 1000 EUR para quienes hayan trabajado toda su vida con la remuneración mínima.

Claramente, la reforma requeriría la eliminación gradual de planes especiales de pensiones que actualmente permiten a ciertos empleados de los ferrocarriles jubilarse diez años antes que la mayoría de los trabajadores. El gobierno se mantuvo firme en retirar paulatinamente los esquemas de privilegio en nombre de la equidad, pero acordó una transición muy gradual, gracias a la cual el 60 % de los empleados actualmente elegibles no se verían afectados.

Hay consenso general en que un esquema basado en puntos es la opción más transparente, porque los beneficios están directamente relacionados con los aportes, a lo que no siempre es el caso con los esquemas de renta básica vitalicia. Así, el sistema favorece la movilidad laboral y está más alineado con las realidades del mercado de trabajo. Mediante la asignación de puntos adicionales, el gobierno puede fomentar una integración más fluida de otros arreglos redistributivos, como créditos por hijos, beneficios por desempleo o pensiones mensuales mínimas.

Pero la reforma del cálculo de los beneficios afectará las percepciones jubilatorias de algunos beneficiarios. Aún subsisten cuestiones sobre cuáles grupos serán más afectados y en qué manera, y esto contribuyó a un clima de desconfianza general. No sorprende ver erguidos en los piquetes a quienes se benefician gracias a los esquemas favorecidos. Pero muchos empleados públicos —en particular los docentes— también se verán afectados, ya que sus beneficios se calcularán de acuerdo con el ingreso promedio durante toda la vida, no por el ingreso al momento de jubilarse.

Por otra parte, el primer ministro francés Édouard Philippe ha hecho que el trago resulte más amargo al insistir en que el paquete de reformas incluya una nueva «edad de equilibrio» de 64 años (a implementarse en 2027), que reduciría los beneficios para quienes se jubilen en forma temprana y los aumentaría para quienes pospongan su jubilación. Philippe hace bien en preocuparse por la sostenibilidad financiera del sistema en su conjunto pero, al insistir en esta medida, dio la sensación de romper la promesa previa de Macron de mantener la edad jubilatoria en los 62 años. A raíz de ello, la Confederación Francesa Democrática del Trabajo (CFDT), el principal sindicato reformista, atacó al gobierno y forzó otra ronda de negociaciones. Philippe eventualmente retiró su propuesta, siempre que una conferencia especial se ocupe de la cuestión financiera dentro de un período de tres meses.

El desafío es ahora claro. Sin dejar de lado los principios de universalidad y equidad, el gobierno debe debilitar la oposición al paquete de reformas más amplio. Sobre la cuestión del período de transición, ha indicado que las nuevas disposiciones sólo se aplicarán a los trabajadores nacidos a partir de 1975. También aceptó excepciones para jubilaciones tempranas vinculadas a trabajos insalubres y peligrosos, y puede ofrecer compensaciones adicionales a los docentes y algunos otros grupos. Ninguno de esos cambios hará que el programa de reformas resulte más sencillo, pero son necesarios.

La crisis más amplia relacionada con la reforma jubilatoria refleja divisiones de larga data en la sociedad francesa. El conflicto actual ha puesto de relieve la confrontación habitual entre los responsables de reformar las instituciones existentes y quienes tratan de mantener sus derechos adquiridos. También expuso una grieta en la izquierda, entre los sindicatos que rechazan de plano las propuestas de reforma y aquellos abiertos a la negociación.

Los sindicatos más extremos perciben la lucha como parte de un combate ideológico más amplio contra el neoliberalismo económico y, de acuerdo con esa mirada, sospechan que el gobierno de Macron busca un régimen de capitalización. Los sindicatos más moderados reconocen (aunque no públicamente) que las realidades demográficas —mayor expectativa de vida y menor tasa de natalidad— hacen necesario elevar la edad jubilatoria.

La opinión pública refleja estas divisiones. La gente apoya el principio de la equidad, pero sospecha de los cambios propuestos. Debido a que son tantos los ciudadanos franceses a quienes conviene mantener el statu quo, los huelguistas han disfrutado un apoyo público relativamente fuerte. Con la mirada puesta en el futuro, el gobierno ha estado esperando que quienes deben viajar diariamente a sus trabajos y otras personas que dependen del transporte público pierdan la paciencia por las interrupciones del servicio. Las huelgas no pueden continuar indefinidamente.

Después de todo, el gobierno cuenta con la mayoría parlamentaria para aprobar un paquete de reformas, posiblemente uno que incluya unas pocas concesiones que reducirán su coherencia general. Macron prometió una reforma durante la campaña, no puede darse el lujo de abandonar ahora ese esfuerzo. Tampoco Francia puede hacerlo.

Raphaël Hadas-Lebel, author of Hundred and One Words about the French Democracy, is a former president of the Conseil d'État (State Council) Social Section and chaired the Conseil d’orientation des retraites (Pensions Advisory Council) from 2006 to 2015.

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