La batidora loca

La derecha perdió las elecciones y la vida política y social española cobró aire de guiñol. Pero un guiñol grave, porque su mascarada evoca al Ruedo ibérico de Valle-Inclán, con su Corte de los Milagros. Aquel mundo literario caótico y grotesco de Valle retrató el fracaso de la política y de un país, cuando la historia cae en la locura, que siempre es trágica.

La derecha perdió el Gobierno y desde entonces está desgobernada. Y lo estará hasta que los poderes que les son cercanos no actúen para que esta deriva alocada haga crisis. Ya sólo se pueden reducir los daños infligidos a la sociedad; tanto odio difundido, ¿quién lo recogerá de cada casa, de cada persona? ¿Alguien imagina que la izquierda hiciese lo mismo? ¿Cómo serían las calles de Madrid? Afortunadamente, no es el caso.

Se argumenta la ley de la memoria histórica con que debemos recuperarla; en realidad, tenemos memoria histórica para dar y tomar. Pues a diferencia de las demás sociedades europeas, tenemos miedo. En un lugar oscuro, aún tenemos un miedo mudo que nos condiciona, porque sabemos lo que pasó y sabemos quiénes lo hicieron. Es por eso que los ancianos se mueren con sus secretos y nuestro pasado sigue siendo un tabú doloroso.

No se ha estudiado el uso de ese miedo en la lucha política. No se ha analizado el lenguaje de la derecha durante esta legislatura, la utilización sistemática por sus políticos y comunicadores mediáticos de la insidia, la maledicencia o directamente el insulto y la mentira para destruir la imagen de un rival molesto. Más que un lugar o un tiempo, nuestra patria es el lenguaje, donde se alojan recuerdos y emociones. Vivimos en el lenguaje, lo respiramos, y la derecha española conscientemente lo ha envenenado. Como el Yago de Otelo, que destila veneno en dosis al oído de su víctima, o como los augurios de las tres brujas a Macbeth, profecías envenenadas para provocar catástrofes. Sortilegios para que el día claro se convierta en pesadilla.

Poner las sucesivas declaraciones de sus dirigentes una debajo de otra suma el discurso de una extrema derecha nacionalista, un discurso que deslegitima a todas y cada una de las instituciones del Estado y que anuncia luego que vivimos el fin de España, la crisis económica y el caos. Que argumenta que España sólo puede existir por la fuerza y que sólo ellos pueden salvarla. "La única solución al proceso de deterioro que estamos viviendo es un cambio de gobierno", concluye uno de sus dirigentes. No son banalidades, son cosas terribles. Y no son soñadas.

En su lenguaje destructivo resuena el viejo miedo. Resuena en las manifestaciones con banderas nacionales al viento, los gritos pidiendo paredón para el presidente del Gobierno, militantes de un partido agrediendo con la bandera nacional a un ministro, jóvenes con banderas franquistas haciendo el "saludo nacional"... Sabemos lo que significa todo eso y más.

Y porque saben que lo tememos, hay quien quiere aprovecharse de nuestro miedo, activarlo. A eso responde la campaña planificada de dramatización ideológica, de acusaciones falsas pero terribles, de zarandeos. Es intimidación: "O gobernamos nosotros o habrá lío". Y en el fondo, en esa cámara oscura que todos llevamos, sabemos de lo que hablan. Nos hacen ver que la bandera es suya y que ellos son España, y comprendemos. Conocemos el sobrentendido, no hay que pronunciarlo.

Sus vídeos y sus desfiles resultan ridículos, pero su intención y las emociones con las que juegan no lo son. Son inmorales. Porque pretenden eliminar la libertad personal, que sólo existe en la ausencia de miedo. Hacen chantaje para conseguir un mejor precio. Toda sociedad calcula lo que está dispuesta a pagar por la paz civil. Y esa dolorosa cuenta es muy importante entre nosotros, por eso somos muy susceptibles al chantaje, a preo-cuparnos por lo que nos costará el que gobiernen o no gobiernen.

Hace unos días leíamos una entrevista que le hizo en 1980 la periodista Josefina Martínez del Álamo al entonces presidente Adolfo Suárez, una persona admirable en medio de una agonía conmovedora. Es alguien que, hablando desde su natural subjetividad, se muestra como un gobernante obstinado en que una España en paz y democrática sea posible. Alguien que sufre al ver que sus esfuerzos, y él mismo, son destrozados por las aspas de una batidora loca, lo que él denomina dolorido la "cloaca madrileña". Así llama a una máquina, una espiral centrípeta que tiene momentos de exaltación, cuando la batidora se vuelve picadora. Las aspas de ese artefacto fatal serían políticos irresponsables, de un lado, y periodistas irresponsables, del otro. En esa entrevista, Suárez señala un rasgo de la política que él padece: el compadreo entre políticos y periodistas que genera complicidad. Y la frivolidad de una lucha sin límites por el poder que es capaz de dañar al país para conseguir el gobierno. Un periodismo y una política sectaria, faccional, sin sentido nacional. Su "cloaca" era una máquina vertiginosa que lo destrozaba a él como figura y con él la estabilidad y la convivencia. Unos meses después aquel frenesí atizado metódicamente culminó en el golpe del 23-F.

Suárez crece política y humanamente con la perspectiva. Un presidente de Gobierno que pone la política al servicio del bien común y compartido, de la gente, que abomina de las palabras hinchadas con mayúsculas y busca el entendimiento y los acuerdos. Revestido de una conmovedora ingenuidad que es sacrificada y despedazada desde todas partes por el cinismo y el sectarismo, revestidos de ideologías. Él padeció la historia como una máquina fatal que trituró su fugaz intento de crear una derecha liberal, autocrítica y humilde; nos quedó en su lugar una derecha que reivindica con orgullo su pasado. Y qué pasado. No comprendemos lo que supuso históricamente el fracaso de la UCD y el triunfo de aquella AP, hoy PP.

Ese frenesí desestabilizador de la política, reiterado históricamente, que conduce a una crisis de Estado subyace en nuestra memoria común y es con lo que están jugando fríamente los estrategas de la guerra de las banderas y los símbolos. Afortunadamente, el Ejército no es el de los generales africanistas ni el salido del franquismo, por lo que esa solemnidad impostada de sala de banderas resulta una farsa chusca. Es propio de la farsa que los que no hicieron la mili exijan a todos una jura de bandera. Pero cuando las banderas son utilizadas como banderillas contra un Gobierno democrático hay incautos de aquí o allí que creen que pueden cortar también alguna oreja en el ruedo revuelto, pero, nadie se engañe, la derecha de siempre es la dueña de esa feria.

A los que escriben el guión de esta farsa pomposa y culpable les diríamos que, puestos, preferimos más zarzuela, más "batallón de modistillas" y menos "montañas nevadas, banderas al viento". Pues no nos asustan, pero sí desazonan. Y no tienen derecho a desanimar a una sociedad que de suyo es animosa.

Suso de Toro, escritor.