Después de Babel, con los años, Dios perfeccionó sus castigos. Las plagas de Egipto, por ejemplo, fueron un verdadero suplicio que nadie pone en duda. Sin embargo, en España, son muchos quienes opinan que Dios fue un poco novato, pues pretendiendo castigarnos con la abolición de la lengua común acabó, por lo visto, bendiciéndonos al permitirnos disfrutar del placer que genera superar las ricas fronteras a la comunicación.
El recuerdo de Babel no es retórico; sirve para dirigir la atención hacia una de las premisas sobre las que se basa el debate sobre cómo debe gestionarse la diversidad lingüística española, uno de los asuntos que más pasiones y reflexiones suscita hoy en nuestro país. Este fenómeno ocupa a diario la opinión pública bajo distintas formas: un día es la reclamación de que el bable adquiera estatus de lengua cooficial; otro día son las propuestas de libertad de elección lingüística, que provocan las iras en los mundos nacionalistas; otro nos despertamos con una manifestación de la sociedad balear en contra del requisito de conocer el catalán en sanidad, etcétera.
Sobre este debate hay muchísimo escrito, y por lo general las posiciones más enfrentadas gravitan, unas, en el convencimiento de que son los hablantes y no las lenguas los sujetos de derechos; y otras, en el convencimiento de que la defensa del patrimonio cultural y lingüístico prevalece sobre los deseos o intereses de sus legatarios.
Pero en este texto lo que me interesa es llamar la atención sobre una de las premisas del debate, una premisa que, salvo contadas excepciones, los debatientes de ambas partes suelen dar por descontada. Me refiero al hecho de que la diversidad lingüística sea, per se, una riqueza. A menudo es en aquello que asumimos de entrada como incuestionable donde se nos cuelan los errores de mayor bulto, y en mi opinión con "la pujante pluralidad lingüística" de España -como la denominaba Xavier Vidal-Folch en un encendido artículo en El País- nos hallamos en uno de estos casos.
Las lenguas son valoradas por muchos motivos. Poetas, filólogos y antropólogos podrían glosar generosamente su valor y aportar cientos de razones para el estudio de cualquier lengua, incluida cualquier lengua muerta. Pero la razón fundamental de que al conocimiento de lenguas se le otorgue un valor tan elevado y de manera generalizada es que las lenguas son puentes que nos sirven para salvar el vacío de la incomunicación. Vivimos encerrados en nuestras comunidades lingüísticas, y al aprender nuevas lenguas, nos abrimos a nuevas comunidades de hablantes, ampliando nuestro mundo, con todo el enriquecimiento que ello comporta.
Visto así se entiende el atractivo de palabras como bilingüismo o plurilingüismo, verdaderos términos talismán que concitan el mayor consenso a su favor. "Lenguas, cuantas más, mejor", reza el mantra. Lo cierto es, no obstante, que resulta aventurado aceptar que esto sea así.
Las lenguas, como digo, son valiosas en la medida en que gracias a ellas nos entendemos, o dicho de otro modo, dejan de ser valiosas -o desde luego lo son menos- si podemos entendernos sin ellas. Y al decir esto recuerdo un texto del siempre magistral Rafael Sánchez Ferlosio (ABC 12/03/2005) en el que desautorizaba la expresión de Rodríguez Zapatero "las lenguas están hechas para entenderse", señalándole que las lenguas no están hechas "para entenderse una lengua con otra", sino que es "la lengua", en singular, la que está hecha para que se entiendan entre sí los hablantes que la comparten, "y para esta función la vía práctica es servirse de una koiné, como es, en este caso, al menos por ahora, el castellano".
Así pues, si bien no cabe duda de que ser bilingüe nos enriquece, cuando la segunda lengua nos abre a una nueva comunidad de hablantes -cuanto mayor es esta comunidad, más valor le solemos otorgar- sí cabe albergar dudas sobre que la necesidad de ser bilingüe sea una suerte cuando la segunda lengua resulta obligatoria para desenvolverte solo en el seno de una misma comunidad.
Para ver claro que la cosa no está clara basta una simple operación aritmética: si necesitar dos lenguas para comunicarse con una única comunidad es una suerte, más afortunados seríamos si para vivir en nuestro país necesitásemos no dos, sino, por ejemplo, siete lenguas locales, es decir, sin uso más allá de nuestras fronteras. El resultado no sería una sociedad más abierta, sino más ensimismada, menos comunicada.
Creo que conviene no perder esto de vista cuando hablemos de políticas de inmersión o de cualquier otra política educativa orientada a lograr el bilingüismo o el plurilingüismo. Al valorar los costes de implementación de estas políticas -costes diversos: fracaso escolar de quienes no pueden estudiar en su lengua materna, peaje social de la inmigración interna, sacrificio de la libre circulación de los ciudadanos, sostenimiento de un tinglado proteccionista asociado al cierre del mercado de trabajo de las zonas con lengua propia, consolidada o en ciernes, etcétera- debe partirse de la premisa de que cuando existe una lengua común, el valor comunicativo de las lenguas regionales se reduce o desaparece: el conjunto de hablantes con los que puedes comunicarte gracias a ellas es un conjunto vacío, pues sin ellas podrías comunicarte, y además con mayor competencia, gracias a la koiné.
Partir de esta nueva premisa no resuelve el debate: decir que el plurilingüismo endógeno es algo que nos complica la vida, en lugar de enriquecérnosla, no supone negar que ese plurilingüismo patrio es un hecho objetivo que hay que saber gestionar con justicia. Aunque las lenguas regionales carecen de valor comunicativo para quienes no somos sus hablantes, poseen un enorme valor identitario para sus hablantes, y es por ello que están justificadas las políticas orientadas a favorecer el bilingüismo en aquellas regiones donde coexiste la lengua nacional y la regional.
Ahora bien, la nueva premisa sí debería ayudarnos a orientar ese bilingüismo, colocándolo en los términos razonables de un bilingüismo que no tenga otro objetivo que garantizar el entendimiento entre comunidades lingüísticas. Es a este bilingüismo pasivo, llamado bilingüismo de interacción, al que deben tender los planes de estudios: el bilingüismo en el que cada interlocutor habla su lengua, y entiende a quien dialoga con él en la otra lengua. Alcanzar un bilingüismo semejante, fácilmente asequible -el dominio de la lengua que en Cataluña estaría tipificado como de nivel A-, no implicaría privar a los niños de su lengua materna, tampoco supondría levantar una frontera a los trabajadores de otras zonas, y sería perfectamente compatible con una ley por la libertad de elección lingüística.
Pedro Gómez Carrizo es filólogo y editor.