La berrea

Se puede pensar que lo mismo que el león ruge, el pato parpa y el elefante barrita, el venado berrea. Pero si bien tienen en común sonidos propios de la especie, no todos se emiten en las mismas circunstancias ni alcanzan el mismo recorrido. Sean cuales sean las diferencias, lo que les asemeja es que comunican algo. Interpretar que nos «dice» un venado es labor -más que de psicólogos- de gente de campo, de esos menestrales que dibuja Barcáiztegui (Barca) en sus celestiales acuarelas, cada uno con sus dichos y saberes: «Don José, ¿sabía usted que el azulón no produce eco?».

En cualquier caso, el berrido se está convirtiendo es un fenómeno cultural. Lo advertí hace años en la finca de un amigo en la Sierra de San Pedro (Cáceres) cuando, inesperadamente, a eso de las ocho de la tarde, a finales de agosto, los coches se paraban en la carretera, en fila india, abrían las ventanillas y se disponían a paladear el espectáculo. A Bernstein, el autor de la música de West Side Story, le preguntaron qué hacía que una música o un ruido fueran sinfónicos y contestó: «Su desarrollo». Pues bien, la berrea tiene un incipiente desarrollo. A los mugidos característicos les acompañan sonidos guturales más profundos, algo así como «la risa del diablo», que distinguen a cada individuo más que los bramidos genéricos de la especie. La densidad de ejemplares condiciona la majestuosidad del concierto, que desde la gente humilde hasta la refinada disfruta escuchando. A ello hay que añadir los sonidos del entorno, ranas o cigarras, cuando no el maravilloso reclamo del cárabo: «uh, uh, uhhu» y a cincuenta kilómetros, gracias al silencio de la noche, la tenue melodía de una verbena de pueblo.

La berreaLa berrea se ha convertido en una atracción por sí misma que va a más: «Me voy a la berrea a Cabañeros» o «He alquilado una casita rural en una pedanía de la sierra de la Culebra, en Zamora» son conversaciones que se escuchan por ahí, y como parte de ella, sus derivaciones a la «ronca» de los gamos -parecida a la berrea- y a la «ladra» de los corzos; esta última, constante a lo largo del año. Esta vis atractiva ha producido una pequeña industria de orgánicas de acompañamiento, visualizaciones (en la berrea, la mayoría de la veces se oye pero no se ve) alquiler de hides, hotelitos con encanto, etc. Negocios que Escocia desarrolló hace tiempo al amparo de sus valles idílicos entre ríos salmoneros y campos de brezo. Nosotros gozamos de parecidos paisajes en cuanto a belleza se refiere, con la ventaja de una tarde más prolongada y un clima más pacífico. El célebre valle por sus berreas del Gloe de las Tierras Altas, no supera a los de la Comarca de la Sidra, Sierra Morena o Monfragüe, con la ventaja por nuestra parte de una flora más variada y una fauna más exuberante.

Pero vayamos al lío. Cuando las hembras entran en celo -en verano /otoño- lo hacen en función de cambios atmosféricos (en Castilla y León dicen que los machos no berrean hasta que no se les moja el lomo), salen los venados de lo más intricado del bosque, bramando y dispuestos a todo a cambio de aparearse. Hasta ese momento, las ciervas gambeteaban por su lado con los gabatos recién nacidos: los «bambi» (aunque Bambi era un gamo y no un venado) y algún vareto aislado, en una especie de piara que se conoce como «pelota» y que dirige una hembra vieja, mientras que los machos jóvenes de tercer o quinto año se agrupan en una panda de «solteros», dejando a los mayores más aislados. Todos braman, pero no todos «montan». De vez en cuando se encuentran y enfrentan. Las rivalidades no son decisivas, pero un pinchazo se puede infectar y dar al traste con un magnífico ejemplar en diez días. Parte del sonido de la berrea, pero más difícil de atender, es el ruido producido por el batir de unas cuernas contra otras; aunque este segundo rumor puede escucharse a lo largo del año en encuentros fortuitos entre machos jóvenes, que dan la impresión de ensayar lo que serán más tarde las artes mayores. En estas peleas, en alguna ocasión, las cuernas se enredarán de manera irreversible, provocando la muerte de los dos ejemplares por inanición. En algún cuarto de trofeos se guardan estas cornamentas entrelazadas que nadie ha abatido, pero que la mala suerte ha propiciado.

Me decía un guardés que su récord de apareamientos observados era de seis en veinte minutos. Bueno, puede ser así, o una exageración muy propia de una profesión solitaria que se desata cuando está en compañía. Pero lo que sí he constatado es que después de un apareamiento, el macho vuelve a berrear, lo cual permite extraer un par de conclusiones: una, la del famoso torero que dejaba a la actriz americana a todo correr para contarlo y que podríamos resumir en un «ahí queda eso» y otra, la del sobrado que nos quiere decir «que pase la siguiente». En mi opinión, poco docta, ese berrido pos apareamiento tiene un poco de las dos interpretaciones. Comunica a los jóvenes que ahí hay un «siete machos», que todavía tiene para un rato con su harén y que mejor que no se le acerquen.

En ocasiones, la berrea también supone la oportunidad para la caza al rececho, pues en las fincas no valladas tal vez sea el único momento en que los grandes ejemplares se hacen presentes. La berrea, al margen de los riesgos propios de la caza, no es peligrosa de presenciar si se mantienen las distancias prudentes, pues el venado rara vez se arranca como podría hacer un toro. Cosa distinta es que el espacio desde donde se observe debería ser abierto, porque incluso dentro de un coche, las persecuciones cortas y alocadas que se producen en la frondosidad del encinar pueden dar lugar a sorpresas con choques deletéreos.

Pero, sobre todo, la berrea es un canto a la vida. Ocho meses después nacerá un cervatillo y podrán verse escenas amorosas de las ciervas defendiendo su vida contra los depredadores que los acechan: guarros, águilas mayores, ginetas, zorros, lobos…, a base de propinar coces que pueden ser mortales y más rápidas e imprevisibles que las de los jumentos. La pelota de ciervas acogerá a las crías con cariño (admite incluso a los huérfanos) y son una garantía para que el ciclo de la naturaleza se perpetúe, y con él, el sonido de la berrea: esa música maravillosa que nos arropa de noche como una canción de cuna.

José Félix Pérez-Orive Carceller es abogado.

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