‘La bestia’ de Biden crece dentro de mí

Mientras Joe Biden se paseaba en su Cadillac One, apodado La bestia, por la ronda de Toledo de Madrid, yo me subía a un taxi en Atocha y me abrochaba el cinturón. Reconozco que al principio se me hizo raro que el presidente de Estados Unidos se trajera semejante tanque para moverse por Madrid. Su vehículo pesa tanto como un Tiranosaurio Rex y es capaz de hacer frente a ataques con armas químicas, bombas lapa e incluso misiles. La clase de turismo con la que lo imaginas antes viajando a Kiev que aparcando en la plaza Mayor. Pero hay que entenderle, él no viaja en un coche sino en un relato. Él se sube a lomos de la historia con que Estados Unidos le cuenta al mundo que sus presidentes estarán a salvo allá donde vayan, no como Kennedy, ya me entienden. Yo nunca seré asesinado, se dice Biden, porque yo tengo mi bestia. Mi vida está “bajo control”.

Le entiendo muy bien. Conozco perfectamente la clase de mentira que galopa porque me he subido a muchas parecidas. De hecho, nuestra civilización funciona exactamente así, convenciéndonos de que nunca nos pasará nada malo. Vivimos en un mundo que nos promete que nunca ocurrirá aquello que nos va a pasar con total seguridad, es decir, la desgracia. Estoy a salvo, me digo. Estamos a salvo, nos dicen los mandatarios de la OTAN mientras asisten a una cata de aceite de oliva en el Teatro Real y charlan sobre la Tercera Guerra Mundial. No hay nada que temer, nos explican. Y yo les creo. Igual que me creo que no moriré de covid, que no voy a tener un accidente en el taxi en el que viajo, que nunca atacarán mi país o que nunca seré refugiada política. Me levanto todos los días y trabajo para creer que “estoy a salvo”, que tengo mi vida “bajo control” e, igual que Biden, soy devorada por la bestia de la “seguridad ilusoria”, concepto que tomo prestado de la genial Irene Vallejo.

El proceso es sencillo: primero alimentas tus temores como si fueran cerdos de macrogranja y cuando más gordos están los contemplas en sus jaulas y te dices que no son reales, que los has inventado tú. Y que, en todo caso, están encerrados: bajo control. En este sentido, la cumbre de la OTAN es otra bestia dentro mi ciudad y la fantasía de control que ofrece es tan sólida como la enorme masa de kevlar, aluminio y titanio, con la que está construida la fantasía de Biden. El taxista que me lleva conduce un Toyota híbrido y me cuenta que aunque la cumbre ha reducido un 40% su facturación, ha valido la pena. “Porque ahora la gente cree que Madrid es una ciudad segura y eso traerá turismo. Venir a Madrid será una forma de sentirse a salvo y todo el mundo quiere sentirse a salvo”, me explica.

Yo también quiero sentirme a salvo, pero creo que voy por muy mal camino, igual que Biden. Porque nada resulta más aterrador que vivir bajo el yugo de tener la vida “bajo control”. Antiguamente, el valor humano lo concedían a quien era capaz de soportar la adversidad, que se daba por supuesta en toda vida humana. En la Grecia clásica, por ejemplo, los mortales se entrenaban para soportar las desgracias que seguro les iban a suceder. Entonces, las personas se creían yunques, capaces de aguantar los golpes de la vida, tal y como escribió Luis Díez del Corral hablando de los mitos clásicos. Hoy, en cambio, creemos ser martillos. Estamos llenos de artefactos para convencernos de que podemos evitar la adversidad, estar a salvo. Y esto nos lleva a una psicología de masas basada en el control del miedo a través del pensamiento mágico. No nos adaptamos a las adversidades, sino que queremos controlarlas a distancia. Y la ciencia y la tecnología —cuyos relatos son antes mágicos que pragmáticos— nos prometen todos los días quimeras nuevas, flamantes artefactos de control, jaulas donde encerrar a nuestros “cerdos” y a todas las bestias que nos habitan. La inmortalidad es una palabra que sale cada vez de más bocas, no hay límites para lo humano. Cuando lo único que no tiene límite son nuestras fantasías de control, las mismas que nos van a devorar.

“Mil cuatrocientos euros le va a costar a mi hija su apartamento en Conil este año. Más del doble que el año pasado. La misma playa, pero este año la gente la imagina más segura”, sigue el conductor que me guía. “A mí me da igual que se vaya con el novio, pero no llevo tan bien quedarme solo”. “¿Vive solo con su hija?”, me atrevo a preguntar. “Solos desde que nació, hace 25 años”, explica. “Su madre murió dos días después del parto. Septicemia. Una entre mil dijeron los médicos. Pero la vida de las personas se cuenta siempre por unidades. Y le tocó a ella. Yo no lo podía creer, era imposible. No sabes qué sensación de irrealidad. El médico me dijo que era mejor que me sentara. Menos mal que acerté al responder: va a ser mejor que me quede de pie o no podré levantarme el resto de mi vida”.

La vida es pura adversidad, y al final te toca soportarlo todo. Ese era el optimismo de los antiguos y ésta era su forma de sentirse a salvo. Vivían entre humanos mientras ahora vivimos entre bestias, acechados por fantasías de control por todas partes. Al final da menos miedo aceptar que te va a pasar todo que convencerte cada día de que nunca te pasará nada. Porque en un mundo como este, cuando llega lo que de verdad hay que soportar, como por ejemplo una pandemia, nos hundimos. Nos deja tocados, perdidos (y ahí están las cifras relativas a las secuelas mentales de la covid) por la sencilla razón de que no estábamos preparados. Porque lo cierto es que no estamos preparados para la vida. Biden no está preparado para la vida si necesita subirse a un tanque para visitar Carabanchel. Y yo no lo estoy si necesito convencerme de que “todo saldrá bien” cada vez que necesito dejar de tener miedo, que últimamente es casi todos los días.

La civilización cambió y rompimos con el mundo antiguo al situar a las personas en dos lugares distintos: si en la antigüedad nuestra misión era soportar la adversidad, nuestra civilización nos promete librarnos de toda adversidad. Lo único malo es que es insoportable vivir así, vivir aquí. Personalmente, no lo resisto mucho más tiempo. “En Madrid no va a pasarme nada malo”, dice Biden cuando se sube en su bestia. Al mundo no le pasará nada malo, promete la OTAN. No hay nada que temer. Salvo quizás el enorme esfuerzo de cargar con el peso de tantas ilusiones locas.

Nuria Labari, periodista y escritora.

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