La bestia y los corderos

Rafael Bardají, subdirector del Real Instituto Elcano de Estudios Internacionales y Estratégicos (ABC, 12/09/03)

Resulta muy difícil, si no del todo imposible, borrarse de la cabeza las imágenes de los dos aviones comerciales impactando contra las Torres Gemelas, así como el caos y la confusión en Washington de ese día. La reciente publicación, transcritas en cientos de páginas, de las angustiosas conversaciones mantenidas entre las víctimas de los atentados y la Autoridad del Puerto, propietaria de ambas torres, hace más vivo si cabe el dolor por los más de tres mil mujeres, varones y niños, funcionarios y trabajadores inocentes, fría y brutalmente asesinados. Tal vez la caracterización más apropiada para aquel día la ofreció Juan Pablo II con su frase «un horror indescriptible».

El problema es que sí hay palabras para explicar lo que Bin Laden y sus secuaces cometieron aquel día y para comprender la amenaza que representa Al Qaeda y su particular guerra santa: terrorismo de alcance global, megaterrorismo, hiperterrorismo... Expresiones es lo que no falta, de hecho, para dar cuenta de las sangrientas ambiciones y métodos de los terroristas. El alcance de los ataques del 11-S, no obstante, llevó a poner el énfasis en el grado de destrucción empleando medios nada convencionales, en el terrorismo como un arma de destrucción de masas. Sin embargo, que los suicidas de Bin Laden creyeran que la atrocidad que estaban cometiendo estaba justificada por una guerra santa contra los infieles, y que su muerte se vería recompensada en el más allá, es igualmente importante.

Bin Laden declaró a mediados de los 90 su guerra santa, la tristemente célebre Jihad, contra los americanos, judíos, infieles y paganos y desde entonces ha ido exhortando a los musulmanes a que se responsabilicen individualmente de causar el mayor número de víctimas a sus enemigos, esto es, todos aquellos que no comulgamos con su interpretación del Corán, que no somos fundamentalistas islámicos y que creemos en la separación entre política y religión, en los derechos de las personas, en la igualdad entre hombres y mujeres, en la libertad y en la economía de libre mercado. El historiador de la John Hopkins, Eliot Cohen, y el primer director de la CIA con Clinton, James Woolsey, han llamado al post 11-S la IV Guerra Mundial (siendo la tercera la Guerra Fría). Y en el sentido de lo que está en juego, dos visiones y concepciones de la vida irreconciliables y el deseo de Bin Laden de acabar con la nuestra, el terrorismo de Al Qaeda supone una amenaza existencial tan importante e intensa para nuestros valores como lo fueron en su día el nazismo y el comunismo.

A Bin Laden se le puede atribuir el macabro éxito de haber forzado un cambio en nuestras vidas. Desde lo más nimio, como coger un avión de línea, a nuevos planteamientos sobre la seguridad, el esfuerzo antiterrorista y sus ramificaciones sobre la privacidad, libertad y derechos de los ciudadanos. Es verdad que el 11-S nos hizo conscientes, de manera dramática, de la vulnerabilidad en la que viven las sociedades abiertas como las nuestras, pero también, tras el shock inicial, ha obligado a movilizar los recursos necesarios e idóneos para combatir a los terroristas allí donde se encuentren y, a ser posible, antes de que golpeen de nuevo. En un mundo donde un solo individuo puede masacrar a tantos casi con total impunidad, no es posible seguir concibiendo el fenómeno terrorista como un asunto criminal donde la policía interviene o actúa después de cometerse el delito. Sobre todo si se piensa que será cuestión de tiempo que los terroristas se doten y empleen armas no convencionales, químicas y bacteriológicas, baratas y relativamente simples de obtener.

¿Dónde estamos ahora en la guerra contra el terrorismo? La respuesta inmediata a los atentados del 11-S fue la guerra en Afganistán, donde no sólo se derrocó el sangriento y arcaico régimen de los Talibán, sino que se privó a Bin Laden de un tranquilo santuario en el que reclutar y formar a nuevos terroristas. No olvidemos que por sus campos de entrenamiento pasaron más de diez mil potenciales jihadistas en los últimos años. Privados los miembros de Al Qaeda de su base geográfica, comenzó una segunda fase en la lucha contra el terror, mezcla de operaciones especiales, policiales, judiciales y militares. Tendentes siempre a desbaratar la logística y el apoyo a los líderes de Al Qaeda, a privarles de los fondos necesarios para operar y, como dijo el presidente Bush, a mantenerles permanentemente acosados y en fuga, «on the run». Estas operaciones se han sucedido en diversas partes del mundo, en los propios Estados Unidos, y desde Europa al Sureste Asiático -incluida España- y el resultado ha sido un número significativo de detenciones, más de 3.000 en total, así como la captura de importantes dirigentes de Al Qaeda, entre otros Khalid Shaykh Mohammed, el cerebro tras los atentados del 11-S.

Sin embargo, a pesar de todos estos éxitos, Bin Laden sigue sin aparecer, como tampoco su número dos, Ayman Al Zawahiri y los expertos no logran ponerse de acuerdo sobre la habilidad y capacidad de Al Qaeda para regenerarse y seguir actuando. En la medida en que Al Qaeda es más bien un movimiento que una organización, es previsible que atentados con coches bombas, como el de Bali, o con suicidas, como en Casablanca, vuelvan a repetirse. Pero aunque para el terrorismo no perder es ganar, Al Qaeda necesita otro gran ataque para seguir disfrutando de su influjo entre los musulmanes radicales y poder seguir existiendo. Que Al Qaeda llegue a dar pruebas concluyentes de su operatividad entre sus posibles fieles depende en gran medida de lo que consiga hacer ahora en Irak.

Bin Laden ha llamado ya a los iraquíes a luchar y matar americanos, a quienes tilda de cobardes. Su esperanza es echarles de Irak antes de que el cambio de régimen efectivo pueda tener lugar y dar paso a una sociedad próspera y libre. La causa contra los infieles ha encontrado su campo de batalla en el Irak de hoy, porque un Irak democrático sería un golpe mortal para el fundamentalismo. De ahí que ganar esta tercera fase de la guerra contra el terror sea tan importante, porque no tener éxito en Irak es, para nosotros, mucho más que Irak. Sería subrayar nuestra debilidad frente a la Jihad y sus seguidores. Estaríamos perdiendo ante el terror de Bin Laden.

Desde el 11-S el terrorismo nos obliga a replantearnos las viejas concepciones y hacer cara a un fenómeno con el que no hay entendimiento posible. Bin Laden ve el mundo en dos bandos antagónicos y de coexistencia imposible, el suyo y el de los infieles, nosotros. Las promesas cristianas del paraíso terrenal nos han hecho creer durante siglos en el león y el cordero durmiendo juntos. Pero como Martin Luther King ya avisó ácidamente, «en nuestra Tierra, si el león y el cordero yacen juntos, habrá que cambiar de cordero muy a menudo». Y no nos confundamos, por mucho músculo militar que poseamos las sociedades democráticas, Bin Laden es la bestia y nosotros los corderos.

El éxito en la lucha contra el terror no vendrá finalmente por el número de terroristas encarcelados o eliminados, sino por la prevención de nuevos ataques y eso requiere una estrategia global, de largo alcance y anticipatoria, que lleve la batalla al terreno del enemigo. Esperar que el león venga a lamernos no es opción.

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