La bestia

El mundo se divide entre cazadores y presas. Unos capturan y otros son capturados. Unos tienden su tela de araña y otros caen en ella". Así, a primera vista, ustedes podrán creer que esta cita está extraída de algún texto de ideología delirante, de aquella que abundaba en épocas de mal recuerdo y hoy todavía reproducen ciertos marginales extremistas. Pero no es así. Se trata de un texto publicitario que sirve para promocionar una cámara fotográfica. El anuncio, encabezado por aquellas frases, ha sido desplegado a toda página en repetidas ocasiones en los periódicos. Es muy probable que ustedes lo hayan visto. Junto al texto, a la izquierda, hay un rótulo bien visible con dos palabras: Bestia Negra. Debajo del rótulo hay una mujer con mirada más o menos ávida.

No tengo ni idea si el mencionado anuncio ha merecido la atención de las instituciones que velan contra la discriminación y el racismo. Nadie, desde luego, lo ha prohibido, a juzgar por su permanencia en los medios de comunicación. Con todo, no deja de ser chocante que ninguna voz de nuestra democracia se escandalice ante el hecho de que el mundo se divida entre cazadores y presas, de modo que unos cazan y otros son cazados. Esta constatación didáctica debería despertar cierta alarma. Pero al aparecer nadie se extraña si encuentra en su periódico, y a toda plana esta declaración de principios.

Una primera explicación es que se trata de un recurso publicitario, y ya se sabe, al lenguaje de la publicidad se le permiten licencias que jamás permitiríamos en otros lenguajes. Si un político proclamara que el mundo se divide entre cazadores y presas lo tacharíamos inmediatamente de fascista; si un periodista, en un editorial, opinara que estamos en esta vida para cazar o ser cazados sería probablemente expulsado de su periódico. Especialmente, claro, de utilizar el tono apologético del anuncio que nos ocupa.

A la publicidad, en cambio, se le supone una dimensión de encantamiento colectivo que justifica casi todas las afirmaciones. Es algo así como un cocktail de información, camuflaje, sugestión y embuste; lo malo es que acostumbramos a ignorar los auténticos ingredientes que forman el combinado. Aparentemente, a la publicidad -y no sólo a la explícitamente calificada como publicidad engañosa- se le otorga una cierta vía libre para el manejo de la mentira, con tal de que esta mentira sea encantadora.

Al fin y al cabo, ¿alguien se toma en serio los mensajes de la publicidad? ¿Alguien cree verdaderamente que para cuidar su ego debe comprar un coche o que para librarse de tal ego deba adquirir un reloj? Como a la industria publicitaria no son recursos económicos lo que le faltan, sus creativos -una denominación modesta- reproducen para los consumidores cualquier condición virtual: seremos místicos, budistas, guerreros, ingenuos, vanguardistas o lo que quieran que seamos, siempre que compremos lo sutil o groseramente anunciado.

¿Influye en nosotros esta metamorfosis por la que navegamos de anuncio en anuncio? No, en cuanto reconocemos las reglas del juego del teatro publicitario, con sus ficciones y trucos mágicos; sí, en cuanto la gota malaya de la propaganda va horadando nuestra conciencia hasta hacernos indiferentes ante afirmaciones más o menos monstruosas. ¿Compartimos la invitación a que el mundo se divida entre cazadores y presas? Sí y no.

A este respecto sería injusto citar sólo el ejemplo del anuncio de una cámara y olvidarse de todo el bestiario al que estamos habituados, con especies de todos los colores. Acordándonos de la feliz bestia roja de estos últimos tiempos (¡vaya cambio simbólico de un color!). Es difícil separar qué había en ella de teatro de encantamiento publicitario y qué de gota malaya de una propaganda necesariamente nefasta.

Sin embargo, hay un método, bastante infalible me parece, para averiguarlo. Cuantos, transportados por el patriotismo, elogiaron el seguimiento publicitario de la selección española de fútbol durante la pasada Eurocopa y de los distintos deportistas nuestros en los recientes Juegos Olímpicos, en campañas de intensidad sin precedentes diría yo, podrían ser encerrados durante unos días con la sola compañía de una pantalla que trasladara a sus retinas los apoyos publicitarios de que gozaron las selecciones y deportistas de otros países. Es decir, que los seguidores de la bestia roja, tan maravillados con las cosas que se dijeron de ésta, fueran obligados a tragarse las maravillas que simultáneamente adornaron las trayectorias de las bestias azules, naranjas, blancas o verdes; a menudo unas contra otras o todas contra todas.

Estoy casi seguro de que tras esta prueba, el prisionero del magnífico bestiario sabría más acerca de su propio fanatismo. Imagínense ver una y otra vez a estos héroes míticos que la publicidad ha creado, no como los nuestros, sino con caras alemanas, chinas, italianas o rusas, "nuestros rivales". Dejarían de ser, de golpe y con trauma, esos gladiadores, esos caballeros medievales, esos combatientes de grandes causas, esos soldados futuristas, esos chicos entrañables. Serían unos tipos insoportables que, con piruetas extravagantes y pesadas, invaden nuestras existencias.

¿Nos hemos creído lo que nos han contado de la bestia roja? Sí y no; al igual que ha sucedido en los países con bestias de otros colores. No, porque, si lo pensamos un instante, sabemos perfectamente que sólo se trata de chicos que chutan o encestan la pelota en hermosos juegos que, aunque levanten millones y pasiones, son únicamente esto, juegos; sí, porque, convertida la magia en propaganda pura, hemos contemplado masas magnetizadas y dirigentes enloquecidos en una comunión que a la fuerza tiene que ser lo más trascendente que ha sucedido en lo que va de siglo.

Con todo no se nos concede el más mínimo respiro y si tras la cima de propaganda total que significó la Eurocopa llegó, todavía más abrumador, el espectáculo olímpico, ahora ya las máquinas vomitan furiosamente la epopeya de la nueva temporada. Apenas importa la dudosa ejemplaridad de unos mercenarios de lujo vendidos por cantidades obscenas al mejor postor (sea éste un especulador español, un jeque árabe o un millonario ruso); lo que importa es el fabuloso negocio que convierte a los mercenarios -siempre que sean nuestros- en supuestos héroes de leyenda. Y todo gracias a la habilidad con los pies.

¿Y los cerebros? Me acuerdo que hace cosa de un año hubo una Eurocopa de cerebros en Valencia. Certamen Europeo de Jóvenes Científicos se llamaba oficialmente. Según informó este periódico, España no obtuvo ninguno de los tres primeros premios, ninguno de los tres segundos, ni de los tres terceros. No entiendo cómo no se hizo ninguna campaña publicitaria exhaustiva del evento pues, como suelta un anuncio que ha hecho compañía al de la Bestia Negra, "tenemos que ser realistas y pedir lo imposible".

Rafael Argullol, escritor.