La biografía: esa oscura dama

Como aficionado al llamado género del yo —tuvo la culpa la lectura a los 19 años de Carta al padre, de Kafka— y hacedor de biografías de literatos, que no biografías literarias, pienso que en España caminamos a paso lento en la producción biográfica; contamos con excelentes memorialistas, pero no abundan los biógrafos.

Las biografías son de utilidad para conocer más al personaje, para descifrar algunas claves de su obra, para establecer cierta complicidad y ligar nuestra intimidad a la del escritor, para saber qué hay detrás de un simple retrato de solapa. Conocer lo más recóndito de nuestros autores predilectos puede resultar una aventura fascinante. No basta con la lectura de su obra para conocer al autor, como sostienen algunos. Para contar una vida con veracidad hay que adentrarse en lo más íntimo, describir con abundancia de datos empíricos la personalidad del biografiado: sus ancestros, sus gustos, sus obsesiones, sus perversiones, sus correrías, su pensamiento…

Pero hablamos de verdad, no de objetividad. Cuando hay una mirada detrás, la objetividad desaparece. Es mi verdad. Soy un hombre que cuenta la vida de otro hombre. Y habrá tantas vidas distintas de un mismo personaje como biógrafos tenga, como relatos haya. Puede haber más de una biografía y ser distintas, porque cada biógrafo tiene su propia mirada. Cuentan de diferente forma y hasta pueden ser discrepantes. La misma relación que cada biógrafo establece con los hechos y con los personajes-fuente puede dar un sesgo distinto al estrictamente real. Estoy con César Aira: “La realidad es lo más misterioso que hay”. A menudo estamos más dispuestos a creer en lo fantástico que en lo estrictamente real. Tiene más poder de convicción que una mañana un viajante de comercio, tras un sueño intranquilo, aparezca sobre su cama convertido en un monstruoso insecto, de innumerables patas viscosas y un duro caparazón, que un poeta herido moje un cruasán en un charco sobre la calzada y gustoso lo engulla.

Aunque no tengo un modelo determinado de biografía, me cautivan los biógrafos anglosajones; admiro la minuciosidad y el rigor de los datos con que a menudo abruman al lector. Me entusiasman James Joyce, de Richard Ellmann, y Faulkner, de Joseph Blotner. En ambos casos no sólo se hace un retrato del personaje, se explica su obra y se recrea la vida literaria de la época, sino que se entra de lleno en las intimidades del escritor, en sus grandezas y en sus miserias, que son las que humanizan al sujeto biográfico. España es país proclive al culto a la intimidad; hemos tardado mucho en lograr que algunas vidas privadas notables llegaran a ser un bien público. Mi ideal es la biografía llena de datos, de testimonios, de documentos (como James Joyce, donde abundan las cartas y se relata sin miramientos el ataque de celos porque dudó de la fidelidad de Nora, su mujer, a quien dio mala vida); mi patrón es la biografía factual —ni especulativa ni psicológica—, la biografía en estado puro, desnuda de opiniones o interpretaciones del biógrafo. Hay que tener la delicadeza de no juzgar al personaje porque el propio biografiado ya se enjuicia a sí mismo en su obra. Y si el protagonista está enmarcado en su tiempo, con una buena descripción de su entorno social y político, mejor que mejor, pues es de gran ayuda un friso de la época.

En España el lastre de la moral católica y el pudor impiden el acceso hasta la alcoba. Y un buen biógrafo ha de ser indiscreto, aunque debe saber administrar correctamente toda la información en su poder; el biógrafo es un intruso en las vidas ajenas. Enfrente tiene a los deudos, celosos de su intimidad con todo el derecho a proteger la privacidad del biografiado, quienes no siempre colaboran en la labor. Estos a veces apelan más al honor del apellido que al rigor y a la transparencia.

El recuento de las vidas requiere mucha paciencia, dedicación, recogimiento y entrega. No son muchos los dispuestos a perder unos años encerrado en la celdilla del biografiado día y noche hasta la obsesión. Una buena biografía requiere un promedio de cinco años de trabajo. Pero para dedicar tantos años a una labor de esa magnitud es necesaria cierta pasión, cierto enamoramiento del personaje. Y qué decir de la rentabilidad inmediata. El pobre Leopoldo María Panero murió en la creencia de que me había enriquecido a su costa.

No son pocos los sinsabores de un biógrafo español. Con la Ley de Protección de Datos se cometen todo tipo de arbitrariedades. Por ejemplo, con las actas de las notas escolares. Pasados 50 años los datos son púbicos, según la Ley de Patrimonio, pero hay entidades, sobre todo privadas y en manos de la Iglesia, que no facilitan tal información, cuando sólo han de proteger los datos clínicos y de prisiones. Y para solicitar una partida de bautismo, exigen ser familiar o una autorización, además de hacer un desembolso económico.

Podemos concluir emulando a Fígaro que, todavía, en España biografiar es llorar.

J. Benito Fernández

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