La bochornosa corrupción

La Operación Lezo es la cuarta trama corrupta que afecta al PP. Las otras, Taula, Gurtel y Púnica, se encuentran en estado avanzado de instrucción y algunas piezas separadas ya en fase de enjuiciamiento. Las cuatro son graves, pero la que protagoniza el expresidente de la comunidad de Madrid, Ignacio González, puede resultar aún más lesiva para el partido que las dos primeras. Si en Andalucía cargos socialistas han protagonizado el desvío de fondos destinados a la formación de parados y a la financiación de expedientes de regulación de empleo, en Cataluña, cargos de la antigua Convergencia están enfangados en la red delictiva del 3%. En Madrid y en Valencia, han sido responsables populares los que han hundido la reputación de su partido y situado al Gobierno –cuando parecía haber encontrado el tono de su minoría en el Congreso- en un terreno de máxima incomodidad mediática y, eventualmente, de deterioro electoral.

No debe eludirse la reflexión de que todos estos casos de corrupción se producen mayoritariamente en las administraciones autonómicas y municipales. La razón es sencilla: el proceso de descentralización de competencias hacia los Gobiernos autónomos y los Ayuntamientos (estos con exorbitantes facultades en materia urbanística), se ha correspondido con una desprofesionalización sistemática de las instancias de control y decisión. Los funcionarios han sido subordinados a los asesores y a los cargos políticos y los mecanismos de control se han desactivado. Valga como ejemplo la desaparición de los cuerpos nacionales de secretarios e interventores y la sustracción de competencias de supervisión ministeriales. La corrupción así se ha configurado como una de las excrecencias más indeseables del proceso autonómico en España.

El porqué de la corrupción, su explicación, es obvia: cuando delinquir mediante actos de prevaricación y malversación resulta fácil, los desaprensivos no pierden la oportunidad. Mucho más cuando en los ámbitos autonómicos –véanse las cajas de ahorro- el amiguismo ha sido una práctica tan constante como deplorable. Cuando estas entidades –como ocurre en Aragón- y las sociedades públicas se han gestionado profesionalmente, la corrupción ha sido una ‘rara avis’. El para qué, o sea, el destino del botín corrupto, no sólo tiene que ver con el enriquecimiento personal sino también con el sostenimiento de las megalómanas organizaciones partidistas que absorben recursos ávidamente. Así, los corruptos han atendido a su bolsillo y a la financiación de sus organizaciones, estableciéndose una perversa sinergia de intereses. Y, o recobramos todos los mecanismos de control y fiscalización, o los comportamientos corruptos podrían convertirse en sistémicos.

El apartamiento de los cargos públicos sobre los que recaiga sospecha judicial de delitos de corrupción, incluso en su fase inicial (la de investigación o imputación) debe ser una línea roja por más que resulte exigente e, incluso, disminuya la fortaleza del principio de presunción de inocencia. Si en otros países maduros se dimite por un mero plagio, por la recepción de un regalo indebido o por la invitación aceptada a un viaje, ¿por qué en nuestro país la resistencia a retirarse de la vida pública es tan arriscada y tenaz? Hay varias razones. Los aforamientos –somos el Estado europeo con más personas aforadas, sean por razones políticas o profesionales– deben limitarse drásticamente. Los partidos han de asumir dimensiones financiables a través de ingresos plenamente transparentes. Los órganos de fiscalización –de la Administración Central y de las territoriales– han de estar dotados con recursos materiales y humanos para cumplir su función en tiempos mucho más breves que los actuales y, finalmente, la acción de la justicia no puede proyectar –a través de una dilatación intolerable de los procesos de instrucción y enjuiciamiento– la sensación de impunidad que se ha generalizado en nuestro país. Por eso, hay que afirmarlo por controvertido que sea: no se ha logrado en estos años establecer un sistema eficaz contra la corrupción que nos libre del bochorno ético en el que vivimos.

José Antonio Zarzalejos

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