La Bolsa o el miedo

Los análisis de urgencia sobre el desplome bursátil internacional han coincidido en señalar mayoritariamente al miedo a una recesión de la economía estadounidense como el principal responsable del hundimiento de los mercados. Los síntomas de esa recesión se vienen manifestando desde hace meses y se tiñeron de tonos mucho más oscuros a raíz de la explosión de la crisis financiera de las hipotecas de alto riesgo, cuyos efectos devastadores se han ido percibiendo semana tras semana sin que se aprecien todavía sus consecuencias finales.

La primera y quizás más fatal consecuencia de las hipotecas 'subprime' ha sido la pérdida mutua de confianza (palabra mágica en economía y, especialmente, en las finanzas) entre las entidades financieras, que dejaron de prestarse dinero en los mercados interbancarios y obligaron a los bancos centrales a abrir una especie de 'barra libre' de dinero a precios razonables para aliviar la situación y evitar el colapso del crédito. De este modo se evitó un cataclismo económico inminente, pero si los bancos no se fían de los bancos nadie es capaz de explicar por qué deben confiar en ellos los inversores. Así que no es baladí el hecho de que haya sido el sector financiero el epicentro del tornado de la corriente vendedora, que es como decir el foco del pánico bursátil.

El vendaval de ventas se inició, cosa curiosa, un día en el que Wall Street no desarrolló actividad, a causa de la festividad de Martin Luther King, lo que da una idea de lo imposible que resultaba sostener la tensión que provoca el miedo (algún analista piensa, por el contrario, que si hubiera abierto la Bolsa neoyorquina la sangre no habría llegado al río, pero vaya usted a saber ). Un miedo que va ahora más allá de la crisis hipotecaria y crediticia, que se ha convertido en terror a una crisis económica global y que es capaz de resistir las llamadas a la calma con la misma frialdad que ha recibido las medidas de urgencia adoptadas por el presidente Bush y los renovados propósitos anticrisis de los bancos centrales.

Decía Keynes que los economistas sabemos muy poco de Economía, pero que menos idea tenían los demás. Por eso, a la hora de explicar lo que está pasando y, sobre todo, lo que puede pasar, conviene recurrir (eso sí, con el escepticismo que se considere bueno para la salud) a las opiniones de representantes de la profesión dedicados a otear el futuro económico y financiero. Y entre esas opiniones empiezan a tomar cuerpo las de quienes vienen señalando hace semanas el riesgo de 'estanflación' en la economía norteamericana. Estanflación es una palabra tabú para los economistas, que define una situación de estancamiento económico acompañada de alta inflación. El término fue acuñado en 1965 por el británico Ian McLeod, quien en un discurso ante el Parlamento dijo que la coyuntura económica del momento no era de 'stagnation' (estancamiento) ni de 'inflation' (inflación), sino consecuencia de una mezcla de ambas: 'stagflation' (estanflación). Hay quien defiende que el término estanflación no debe utilizarse mientras no exista lo que en términos técnicos se conoce como depresión (es decir, dos trimestres consecutivos con crecimiento negativo), pero otros expertos creen que ese no es uno de los preceptos de guardar y que el miedo a la estanflación es libre, como el resto de los miedos. El problema es que, aunque hay unas cuantas recetas para andar por casa, no existen soluciones evidentes para vencer situaciones de estanflación; y, como de todo hay en la viña del señor, tampoco faltan quienes creen que la situación de algunos países en los últimos años no ha sido otra que la propia de una estanflación asumida a la que no se ha sabido dar respuesta y con la que nos hemos acostumbrado a convivir. En resumen, podríamos decir que, si bien no parece que la economía estadounidense esté ahora mismo sumergida en el mar de la estanflación, sí que existen síntomas amenazadores (datos de crecimiento a la baja, repunte de los precios de los alimentos y de la energía, crisis inmobiliaria, etcétera) suficientes para extender el temor.

El presidente de la Reserva Federal de Filadelfia, Charles Plosser, veía posible la amenaza de estanflación en la economía de Estados Unidos el pasado 8 de enero y advertía de que «el crecimiento económico lento esperado en los próximos trimestres no debe hacernos confiar en que será capaz de reducir la inflación», añadiendo que lo ocurrido en los años setenta del siglo pasado debería servir de recordatorio en los momentos actuales. Y en efecto, si el riesgo llegara a convertirse en siniestro, no sería ésta la primera vez que la economía estadounidense atraviesa por una etapa dominada por la estanflación. Durante la administración de Gerald Ford, en el período 1974-1977, se produjo la recesión más grave y la inflación más alta de los anteriores cuarenta años; los signos de estanflación de los primeros años se convirtieron en una dramática realidad que costó muchísimo resolver, pese a la incorporación a la mesa de crisis del que mucho después sería aclamado como mago de las finanzas, Alan Greenspan. Con su asesoramiento, el presidente Ford recomendó al Congreso la aprobación de un incremento de impuestos para luchar contra la inflación y, cuatro meses más tarde, una reducción de impuestos para luchar contra la recesión. Estaban tan aturdidos que acudieron al famoso 'stop and go' keynesiano que tanto decían aborrecer.

Pero en fin, tampoco es cuestión de retroceder tanto en el túnel del tiempo. Volvamos al presente. Este mismo mes de enero, en un artículo significativamente titulado 'El advenimiento de la estanflación', el Nobel de Economía Joseph Stiglitz (por cierto, reciente 'doctor honoris causa' por nuestra UPV/EHU) escribía que los buenos tiempos pueden estar llegando a su fin y que «el verdadero interrogante es si habrá una depresión breve y estrepitosa o una desaceleración más prolongada pero menos profunda». Para este economista los tres factores críticos que ayudaron al mundo a capear los crecientes precios del petróleo (los enormes crecimientos de productividad que ayudaron a China a exportar su deflación; la reducción sin precedentes de tipos de interés en Estados Unidos, generadora a la postre de la burbuja inmobiliaria; y la aceptación por los trabajadores de todo el mundo de salarios reales más bajos y una menor participación en el PIB) han desaparecido. «Ese juego se terminó», dice un cáustico Stiglitz, al denunciar las tensiones inflacionarias de la economía china y la inestabilidad creciente de unos mercados financieros que habían basado sus cimientos en un 'dólar fuerte' y en prácticas financieras decentes. Estados Unidos, señala el ex vicepresidente del Fondo Monetario Internacional, «ha estado exportando sus problemas al extranjero, no sólo vendiendo hipotecas tóxicas y malas prácticas financieras, sino a través de un dólar cada vez más débil, en parte consecuencia de políticas erróneas». Ahí queda eso. Claro que, como buen economista que es, Stiglitz también ofrece cal junto a la arena y señala un elemento positivo «en este paisaje sórdido»: las fuentes de crecimiento global son hoy más diversas que hace una década (de hecho, los verdaderos motores del crecimiento económico mundial han sido los países en desarrollo) y eso podrá aliviar el golpe y ayudar a sortear lo peor, otro episodio de estanflación. Pues que así sea.

Roberto Velasco