La bomba o los bombardeos

Ante el programa nuclear de Irán, galopan por Occidente los jinetes del Apocalipsis mientras el presidente iraní, el enfebrecido Mahmud Ahmadineyad, extiende su control sobre el régimen teocrático y endurece la represión. Porque la tensión favorece a los radicales. En EEUU, luego de que el Congreso colocara a los Guardianes de la Revolución iraní en la lista de organizaciones terroristas, verdadero ejército ideológico, Bush impuso más sanciones y advirtió de los riesgos de una tercera guerra mundial por culpa del programa de enriquecimiento del uranio, paso inexcusable para fabricar la bomba atómica.

En agosto, ante los malos datos de la coyuntura, Ahmadineyad se apoderó de los mandos del poder económico, mediante la destitución del presidente del banco central y los ministros del Petróleo y de la Industria. Poco después, atacó en el campo de la cultura con el cierre de librerías y la acusación contra los editores que "sirven un plato envenenado a la generación joven" y convierten a los estudiantes en "lacayos de Occidente", paladina confesión de que el islamismo exaltado fracasó en su intento de erradicar el laicismo y el liberalismo, refugiados en la universidad desde 1979.

La caída del régimen iraní en manos de los extremistas repercutió en la diplomacia. El 20 de octubre se supo que el principal negociador iraní en la cuestión nuclear, Alí Lariyani, considerado un pragmático, interlocutor amable y comprensivo de la Unión Europea a través del español Javier Solana, tras caer en desgracia, había sido reemplazado por Said Jalili, estrecho colaborador de Ahmadineyad.

La alarma cunde en EEUU y especialmente en Israel, donde la opinión pública, militarizada tras medio siglo de guerras, escaldada tras el fiasco del Líbano, apoya cualquier medida susceptible de impedir el terrorífico empate nuclear en la región, ya se trate del reciente bombardeo de una central sospechosa de Siria o de apuntar los misiles contra las instalaciones iranís, sin importarle la reacción internacional o las recriminaciones de la ONU. Para la mayoría de los israelís, la bomba en manos de los ayatolás es simplemente un casus belli.

La situación tiene algunas semejanzas con el episodio de las armas de destrucción masiva supuestamente almacenadas por el régimen de Sadam Husein que sirvieron de pretexto para desencadenar la guerra de Irak en 2003. Cuando el director de la Agencia Internacional de la Energía Atómica (AIEA), Mohamed el Baradei, calculó que Irán necesitará "entre tres y ocho años para dotarse de la bomba", el primer ministro israelí replicó exasperado: "Si El Baradei piensa que una bomba iraní en tres años no es preocupante, a mí me inquieta extremadamente".

La bomba sigue en el epicentro de la actividad diplomática tras la reciente visita del presidente Putin a Teherán. Retorna al escenario la declaración-amenaza con la que el ministro francés de Exteriores, Bernard Kouchner, sembró la zozobra: "Hemos de estar preparados para lo peor, y lo peor es la guerra". Washington deja todas las opciones abiertas ante la inminente visita del presidente francés, Nicolas Sarkozy, para el que resulta inaceptable el arma nuclear en manos de un presidente que pronostica de forma truculenta y reiterada la aniquilación de Israel.

La cancillera alemana, Angela Merkel, acudirá después al rancho de Bush y llevará consigo la dispersión y las contradicciones que agarrotan a la diplomacia europea, que abomina del régimen fanático de los ayatolás, pero que no acaba de formular una estrategia autónoma y prefiere demorar las decisiones desagradables con el recurso dilatorio del Consejo de Seguridad de la ONU en el que Rusia y China disponen del derecho de veto.

La escalada verbal y los frenéticos cabildeos diplomáticos no auguran nada bueno cuando la cuestión kurda puede ser la mecha que provoque las explosiones en cadena. Si hemos de creer a The New York Times, los aliados de EEUU y el público se preguntan con aprensión si Bush abandonará la Casa Blanca en enero del 2009 sin haber iniciado la guerra contra Irán. El periódico condena el belicismo de Bush, pero concluye que "el mundo no debe permitir que Irán se dote del arma nuclear". Su receta parece harto simplista: Bush debe avisar a Moscú, Pekín y los europeos de que las relaciones con EEUU quedarán supeditadas a las presiones que sean capaces de ejercer sobre Teherán.

Ningún responsable occidental se resigna a que Irán tenga la bomba, nuevo paso hacia una proliferación aterradora. ¿Qué hacer tras el ejercicio voluntarista y hasta ahora inoperante del diálogo? ¿Cuál es el camino de la "firmeza razonable" que propugnan los moderados frente al "humanismo militar" de Kouchner o el internacionalismo con botas de los neoconservadores? ¿Cómo dar una nueva oportunidad a la diplomacia, según defendió Condoleezza Rice, si la historia enseña que las sanciones son ineficaces?

La cuestión iraní domina incluso la campaña electoral en EEUU y divide a los aspirantes demócratas, con Hillary Clinton alineada con los republicanos, aunque todos los candidatos expresan espanto ante la idea de un Irán nuclear. Porque el dilema entre la bomba de los ayatolás o los bombardeos afecta al tabú de las relaciones con Israel, cuya superioridad militar y seguridad en la región es una prioridad absoluta para EEUU y para Occidente en general.

Mateo Madridejos, periodista e historiador.