La bomba que desnuda

Un joven lanza piedras contra la policía durante una protesta en Santiago de Chile. AFP
Un joven lanza piedras contra la policía durante una protesta en Santiago de Chile. AFP

“Chile despertó”, dice uno de los eslóganes más socorrido de las marchas que han llenado las calles del país. Cabe preguntarse: ¿de qué sueño, un sueño que habría durado treinta años del que Chile acaba de despertar? Lo cierto es que Chile no acaba de despertar de ninguna siesta profunda. Reviso mis notas de 2011 y reencuentro la mayor parte de los lemas, eslóganes, y demandas de las marchas de hoy. Marchas, las de entonces como las de hoy, multitudinarias, alegres, carnavalescas hasta que terminaban derivando en una violencia que hoy parece haberse independizado y actuar en su propio terreno, su propio horario, con sus propios objetivos que apenas se encuentran con el resto del movimiento.

Las marchas de 2011 tenían como foco central la educación, en gran parte porque las lideraban estudiantes universitarios. El tema central de la protesta era entonces la gratuidad y la calidad en la educación, pero también se habló de las privatizaciones de la salud y el agua. Ahí nació la demanda por una nueva Constitución redactada por una asamblea constituyente. Todos los grandes diarios del mundo hablaron de la desigualdad alarmante de esa sociedad que creció a golpes, de espaldas a su historia y a sus dolores. Como hoy, se habló de fiesta, y desesperación, y se juró y rejuró que Chile no sería igual. Y en cierta medida no lo fue, aunque, pasado el miedo la derecha empresarial y política pensó que todo no había sido más que un mal sueño. Y torpedeó cualquier intento de cambiar la Constitución o poner en cuestión el sistema de recaudación existente.

En 2011, la primera generación de jubilados del sistema de capitalización individual no sabía aún que sus pensiones serían irrisoriamente miserables. No se sabía aún hasta qué punto la clase política chilena vivía del “gentil auspicio” de los grandes empresarios y hasta qué punto estos grandes empresarios se coludían para encarecer la vida de los más pobres. Sin embargo, se fustigó con igual fuerza que hoy a la clase política llegando a irrumpir en los edificios del Congreso, obligando al ministro de Educación de entonces a una histórica huida digna de la mejor comedia de enredos.

Las protestas de 2011 criticaban la política actual del Chile de los acuerdos entre el centro izquierda y la derecha, pero no despreciaban la política en sí como parece hacerlo el movimiento de 2019. Los dirigentes de 2011, notablemente la icónica Camila Vallejos, eran presidentes de sus federaciones estudiantiles y militaban la mayoría en partidos y movimientos organizados de inspiración marxista, herederos no solo de Marx, sino de Hegel y de Kant.

El movimiento tenía entonces una dirección o al menos una directiva, un grupo de jóvenes llenos de datos concretos que les permitían dejar en ridículo a los “líderes de opinión” de la plaza, que eran más o menos los mismos de hoy. Piñera era también presidente de Chile en 2011 y su respuesta a las marchas fue igualmente incoherente y descoordinada. Como hoy, él pensó que un paquete de medidas ampulosas y vacías bastarían para calmar un descontento que llegó al 80% de la población. Como hoy, intentó la represión y juró y rejuró, y esto solo hizo crecer la protesta, que comprendía las demandas pero no dejó nunca de proclamar, como dice él hasta hoy, que la educación es un bien de consumo y no un derecho.

En 2011 no hubo, es cierto, estado de emergencia ni militares en la calle, aunque si balines, heridos y apremios ilegítimos de toda especie. Tampoco a nadie se le hubiese ocurrido entonces quemar una estación de metro, un servicio que se percibía como el ejemplo de empresa pública eficiente que puede y debe aliviar la segregación de una ciudad, un problema que fue denunciado ya entonces como uno de los principales de Chile. Lo que ocurrió en 2011 no fue un movimiento de ángeles peinaditos y dóciles. Pero parecían tener una dirección clara en la que se separaban los objetivos de corto, mediano y largo plazo. Establecer ese orden era algo prioritario dentro de las asambleas, cada vez más variopintas, donde se desenvolvió el movimiento. Se trataba de algo difícil de establecer, pero el recuerdo de la sangre que costó durante la dictadura conseguir que volvieran a existir los centros de alumnos, las federaciones estudiantiles, las confederaciones, permitió que sobrevivieran a la llamada a la acción directa que terminó por disgregar el movimiento. La población, impaciente ante esta deriva, encontró en Michelle Bachelet y su programa de gobierno, construido según los lemas de las protestas, una respuesta a sus anhelos.

Ocho años después, los anhelos siguen siendo los mismos y las banderas, el carnaval y la hoguera. Que Chile haya mejorado notablemente en los índices de igualdad, que la presidenta Bachelet haya intentado la gratuidad en las universidades y la integración en los colegios poco importa. La protesta de 2011 guiada por Twitter y Facebook, esa plaza pública virtual, ya es, gracias a WhatsApp, un asunto de tribu que no solo tiene sus propias opiniones sino su propia información. La asamblea es su forma natural de asociación, vista como más justa y democrática que cualquier otro tipo de representación. Es una profunda cultura que ve a toda dirigencia como una expropiación, como una forma de violencia, la que ha tomado la cabeza del movimiento. Una revuelta que cree que negociar es siempre ceder y que siente que no tiene nada que perder llegando hasta el final de una rabia que tal como el fuego de las fogatas, se va alimentando de ofensas nuevas y antiguas.

En 2011 la marcha iba hacia alguna parte. Se reunía en la plaza Italia y caminaba hacia La Moneda. La marcha del 25 de Noviembre no iba a ninguna parte porque se expandía como una enorme marea humana que iba llenando la ciudad sin avanzar ni retroceder de su lugar. Un país completo que salió a la calle a celebrar el final de algo que se supone es el modelo chileno pero que es quizás también el final de una forma de ver la vida y el mundo donde rige aún la lógica cartesiana o la dialéctica marxista. Como decía Nicanor Parra, dos más dos eran cuatro, ahora no se sabe cuánto es. El mismo Parra llamaba a vivir en la contradicción sin conflicto. Y es quizás la única manera de entender estas protestas anticapitalistas que quieren bajar los precios de la compra del supermercado, estas protestas contra Piñera que están llenas a rebosar de personas que votaron por él, estas protestas que no tienen jefes y por eso mismo no tienen dueño. Lejos de la política que impone la razón como territorio común y la emoción como verdad privada, esta es una protesta en la que el corazón es la cabeza y la cabeza está atomizada en miles de subjetividades que sienten que es tiempo de que se les escuche.

Esta protesta tiene al menos un símbolo, el del libre y solitario, callejero y mestizo perro “Negro Matapaco”, que ladra solo cuando ve delante de él avanzar a los uniformados, y el resto del tiempo vive sin hogar, ni amo, en las calles ahora tatuadas de mensajes y perfumadas de gases lacrimógenos de Santiago de Chile.

Rafael Gumucio es escritor.

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