Es común el temor de que la crisis económica, si se enquista y va a más, termine por generar una crisis política. Este temor, repito, está en el aire, y no es gratuito. El caso, sin embargo, es que hasta la fecha no ha ocurrido nada digno de nota. Los nostálgicos de izquierda y los que miran el cielo buscando lenguas de fuego han tenido que contentarse con dos remakes, dos analogías, de la revolución. Los más madrugadores fueron los del 15-M. Las agitaciones árabes y el enojo contra los políticos comunicaron al movimiento un prestigio de bullarengue. Pero la democracia directa, aunque sea aderezada con el ajilimójilis de internet, da de sí lo que da de sí, a saber, tirando a poco, y antes de transcurrido un año el PP obtenía en las legislativas una mayoría absoluta de más bulto todavía que la de Aznar en 2000. Recientemente, durante el periodo estival, hemos asistido a los asaltos del alcalde de Marinaleda y compañía a los supermercados. De nuevo, mucho ruido y pocas nueces. Sánchez Gordillo, con su retórica de teólogo de la liberación pasado por una comedia de los hermanos Quintero, o al revés, no ha logrado inquietar de veras a nadie porque no es sustancialmente inquietante. Es un señor que acude a las candilejas lo mismo que una mariposa de noche a una bombilla, se perfila ante el respetable, y no sale por soleares porque Dios no quiere o porque carece de formación musical. Ha sido todo grotesco, impostado, como si alguien quisiera encender una hoguera arrojando el aliento sobre unas ascuas pintadas en la pared.
¿Se desprende de aquí que la sociedad no se está moviendo, y que, ya caigan chuzos de punta, ya granizos del tamaño de ciruelas, los españoles continuarán mano sobre mano, a la espera de que escampe? No por fuerza. Por supuesto, no está escrito en ningún sitio que no logremos echar el mal pelo fuera. Si Europa se ordena y la economía repunta antes de un año o dos, el PP renovará en el Gobierno o bien será sustituido por un PSOE que sin duda se disciplinaría al contacto con las obligaciones que impone el poder. El centro de gravedad de la política continuaría situado en la zona media del tablero y la gente se dedicaría a lo que más desea y necesita, que es trabajar. Esto, no obstante, no está asegurado. La zozobra no es inconcebible, aunque sea improbable. Lo que ocurre es que el naufragio no se verificaría por la izquierda: se produciría por el centro.
El primer aviso, tras las legislativas, ha venido de Andalucía. Los socialistas no despegaron, al tiempo que una parte no despreciable del voto que el PP había venido acumulando en las zonas más industriosas de la región tomaba las de Villadiego y se refugiaba en la abstención. Varias encuestas posteriores, no todas publicadas, señalan que el partido en el Gobierno sigue perdiendo apoyos por el centro. De los fugitivos, algunos han votado en el pasado por el PSOE. No tienen previsto, sin embargo, emprender el camino de vuelta. Una parte menor se desviará a UPyD, y el resto se quedará en casa. También lo harán muchos que se inclinaron por la derecha en los últimos años, pero que no se identifican con el liderazgo actual o están más tentados a desorbitarse que a repetir siglas.
Esta masa transeúnte y de vocación abstencionista es potencialmente populosa: incluye a funcionarios, a profesionales, a autónomos en horas bajas. Su recusación de la clase política no ha cristalizado en una ideología antidemocrática. Responde, más bien, al mal humor. Ese mal humor, empero, estaba comprimido y como a punto de emerger a la superficie desde hace mucho tiempo. Los nuevos desafectos pagan más impuestos que los demás con respecto a sus ingresos, sus pensiones han sufrido recortes proporcionalmente mayores, y su instalación social se ha deteriorado, bien por razones económicas, bien porque la Universidad, la función pública, la medicina, han dejado de ser lo que eran. El proceso se inició con las primeras legislaturas socialistas, lo que significa que no resulta sencillo, para quien ha experimentado la merma, no asociar esta al régimen de partidos y a unas políticas fiscales que remedian a los pobres, dejan indemnes a los ricos y crujen a los situados entre los extremos. La facilidad para endeudarse y la expansión del consumo operaron como un anestésico desde finales de los noventa hasta los alrededores de 2009. Ahora la herida, de pronto, duele, y más dolerá cuanto más severas sean las condiciones que exige el rescate fiscal de la nación o mayores los equilibrios que hayan de hacerse para estirar la nómina hasta final de mes. Naturalmente, las clases medias decaídas siguen estando mejor que el público virtual al que se dirige el alcalde de Marinaleda. Pero esto no es decisivo, porque las magnitudes absolutas cuentan menos que las relativas. Aflige la disminución, no el tamaño. Contra lo que asevera el pensamiento rutinario, concurren mucho más en identificarse con el aparato público los subsidiados y las grandes fortunas que un elemento humano no desemejante del que a principios del siglo XX alimentó en Europa del sur a los partidos burgueses, tanto republicanos como católicos. Es ese elemento humano, inapto a los gestos y la retórica, el que ha empezado a revisar la estructura de sus lealtades. A la postre, se está creando en España la ecología que en los USA ha propiciado el surgimiento del Tea Party. Aquí no hay evangelismo, ni fundamentalismo bíblico, ni fuego neoliberal ni telepredicadores. Pero existe una irritación que yo, si fuera político, me cuidaría muy mucho de tomarme a la ligera. ¿Por qué experimentamos una dificultad específica para percibir las implosiones sistémicas que se originan en el centro? La causa reside en que el vocabulario político al uso nos impulsa a responder maquinalmente a preguntas también maquinales. Al que despotrica contra los partidos sin ser de izquierdas, se le coloca, automáticamente, en la extrema derecha. Como al calor de un conjuro, aparecen el fascismo y el Alzamiento, y de ahí en adelante ya no se da pie con bola.
Conviene recordar, por cierto, que ni siquiera el triunfo de Mussolini integró, en rigor, un triunfo puro de la extrema derecha. Farinacci y los escuadristas que se dedicaban a romper las piernas a socialistas y católicos en la Padania respondían, sin duda, al estereotipo. Pero el triunfo de Mussolini fue posible, entre otras cosas, porque las clientelas liberales —y varias figuras de nota: reparemos en Benedetto Croce hasta 1924— decidieron no defender unas instituciones en las que habían dejado de creer. A la enorme equivocación contribuyó el susto que provocaba el bolchevismo socialista, desde luego. Aunque no solo eso: hubo hartazgo, aparte de un error de juicio en lo referente al propio Mussolini. No estoy sugiriendo, ni por asomo, un paralelo con aquel momento infausto. Solo me urge señalar que una porción considerable del país empieza a pensar que no está representada: ni por los partidos, ni por el lenguaje que gastan periodistas y demás guardianes de la ortodoxia ni por la constitución general de las cosas. A fin de detectar la nueva disidencia, conviene olvidarse del alcalde de Marinaleda, un ejemplar perfecto del ancien régime por su lado folclórico, y mirar recto. Lo que pase, y ojalá no sea nada, se está cociendo en el centro.
Álvaro Delgado-Gal, escritor.