'La bouche de la loi'

Ha pasado mucho tiempo desde que Montesquieu estableció en 1758 su teoría sobre la separación de poderes y definió en ella al tercero de esos poderes, el judicial, como «un poder de alguna forma nulo», que se limitaba a ser «la boca de la ley». La tarea de los jueces era para su teoría bastante sencilla y burocrática: realizar una simple operación lógica de subsunción de los hechos (premisa menor) en la ley (premisa mayor) para llegar así a una decisión. Era el modelo de juez que se ha llamado 'burocrático' o 'ejecutor', cuyo papel se limitaba a aplicar mecánicamente la norma. Los tiempos no han pasado en balde; primero sucedió en los países anglosajones del 'common law' (en el siglo XIX y parte del XX el verdadero protagonista de la política en Estados Unidos fue el Tribunal Supremo), luego ha ocurrido también en los países de 'civil law' como el nuestro: se ha ido produciendo un fenómeno imparable de judicialización de la política, de forma que, en cierto sentido, podemos denominar a nuestros regímenes como 'democracias judiciales', en las que los tribunales son verdaderos actores políticos. Y eso, que algunos descubren con aparente escándalo, no es necesariamente un dato negativo desde el punto de vista democrático, aunque sí es cierto que plantea problemas serios.

Las razones de esta evolución (que viven hoy Italia, Francia o Portugal tanto como España) son muy variadas, y me limito a un somero comentario de las más relevantes. Por un lado, es un hecho que el proceso judicial no es tan sencillo como presuponía la teoría original; juzgar es algo más complicado que subsumir hechos en normas abstractas. Determinar los hechos y determinar la norma son operaciones que entrañan ellas mismas juicios de valor y opciones ideológicas. La ley no 'tiene' un significado que hay que encontrar, sino que es ella misma un significado dentro de un contexto social determinado. Además, la inflación legal que se ha producido en el Estado contemporáneo ha acabado con el concepto de 'ley' como norma abstracta y permanente. La increíble proliferación de normas jurídicas, cada vez más concretas y contextuales, da una cancha enorme a la creatividad judicial.

Pero es que, además, concurre otro fenómeno para convertir al juez en actor político, incluso contra su propia voluntad. Y es el de la ausencia de mecanismos y criterios claros para regular y exigir la responsabilidad propiamente política a los gobernantes, de forma que, ante tal ausencia, se produce un constante recurso a la responsabilidad judicial. La proliferación de 'juicios políticos' se debe, en gran parte, a la inexistencia de una política responsable por parte de los propios políticos. Los deberes que éstos no quieren hacer ni asumir acaban transferidos al mundo de los jueces. Dicho en román paladino, si ningún político acepta dimitir mientras no le condene un juez, será inevitable que sus opositores acudan a los jueces con querellas. Los jueces no son así sino la (mala) solución de los problemas que la política no quiere afrontar. Esto, como veremos, es algo especialmente evidente en el caso español.

La resultante de toda esta evolución es la 'democracia judicial' que tenemos, la conversión de los tribunales en actores políticos dotados de poder propio. Lo cual no es necesariamente negativo para la democracia, puesto que en un sistema en que el Parlamento ha quedado reducido a poco más que una cámara de resonancia del poder ejecutivo, alguien tiene que asumir el poder de contrapeso al Gobierno. Pero plantea difíciles problemas a la práctica democrática, como son los de controlar ese poder (todo poder debe ser controlado, incluso el de los controladores del poder) y hacerlo responsable ante alguien (¿y cómo hacerlo cuando el poder judicial es un poder atomizado en multitud de jueces y tribunales?). Pero no se trata ahora de esta cuestión general, sino de aplicar lo que llevamos dicho a la situación de aparente y escandalosa colisión entre política y justicia que vivimos en nuestro país, una situación en la que los jueces procesan a los políticos, y éstos acusan a las decisiones judiciales de ser una rémora para los deseos de paz de la sociedad. ¿Qué está pasando?

A mi modo de ver, el factor fundamental de la crisis es la abdicación de la política de sus propias responsabilidades. En concreto, la imprevisión del Gobierno, que no ha hecho sus deberes antes de encarar el proceso político para terminar con el terrorismo. Ocurre que el tiempo de la acción política y el tiempo de la actuación judicial son muy distintos, inmediato el uno y extraordinariamente lento el otro. Era bastante obvio, por ello, que en el proceso político se iban a mezclar inexorablemente los procesos judiciales iniciados con anterioridad, que la lenta pero segura mecánica jurisdiccional iba a traer a la actualidad incómodos hechos del pasado, se llamen De Juana Chaos o Atutxa. El Gobierno socialista prefirió creer que podría controlar a los jueces con unas vagas y retóricas apelaciones a aplicar la ley en función de los nuevos tiempos que corrían, invitándoles a efectuar una especie de 'uso alternativo del Derecho Penal' a partir del artículo 3-1º del Código Civil (que sugiere tener en cuenta como criterio adicional de interpretación de las leyes la «realidad social del tiempo en que han de ser aplicadas») ¿Qué torpeza! Primero porque el precepto no da para tanto como para torcer la hermenéutica normal de las normas jurídicas: y, segundo, sobre todo, porque eso fue tanto como invitar a los jueces al activismo judicial. Y es que no sólo los jueces progresistas pueden 'leer los tiempos', sino también los conservadores como es lógico. Lo que sucede es que, probablemente, ambos no harán en el fondo sino dar rienda suelta a sus prejuicios y preferencias políticas más hondas.

Por otro lado, el Gobierno prefirió también ignorar el hecho de que en estos últimos años se había creado en materia antiterrorista un acervo normativo de alta complejidad, que hacía especialmente complicado transitar de una situación de absoluta prohibición del extremismo de inspiración terrorista a otra de tolerancia práctica de su presencia. La Ley de Partidos y la jurisprudencia derivada de ella estaban ahí, y no se podía pretender con seriedad que los tribunales la ignorasen para adaptarse a las conveniencias puntuales del proceso de negociación. En cierto sentido, tenía mucha razón José Luis Zubizarreta cuando advertía hace meses de que un fallo de esa legislación era el de que no preveía los mecanismos para su propia inhibición (sólo se previó la ilegalización, no la relegalización). Era la política la que tenía que haber asumido sus responsabilidades, bien sea modificando en lo necesario la ley para poder adecuarla al proceso político, bien absteniéndose de actuaciones chirriantes con la legalidad, como reunirse formalmente con los representantes de un partido ilegal. Pero no, eso tenía un coste de imagen que ningún actor político quiso asumir. Se prefirió dejar la 'patata caliente' de desactivar una ley a aquéllos que tenían por misión aplicarla.

La triste resultante es la deslegitimación pública de nuestro Estado de Derecho en la opinión de unos ciudadanos que contemplan atónitos la cascada de decisiones opuestas. Y es que no conviene engañarse sobre las posibilidades taumatúrgicas de la democracia, como han hecho nuestros políticos. No hay soluciones de coste cero para los problemas, nada es gratis en el sistema: lo que sucede, eso sí, es que si la política no asume los costes de sus decisiones, los paga la sociedad entera. En nuestro caso, los estamos pagando todos en forma de descrédito del 'rule of law'.

Y lo que es más bochornoso todavía, esa misma clase política que ha generado la deslegitimación del bien más valioso que una sociedad posee, que es el Estado de Derecho, se refocila ahora haciendo una lectura sectaria e interesada de lo sucedido: Y, así, vemos cómo los nacionalistas proclaman la «involución democrática» de unos jueces de extrema derecha procedentes del franquismo (español, claro). Los populares atizan el fuego con innobles querellas judiciales. Y los socialistas esconden la mano y acusan a los jueces de no colaborar lo suficiente para la consecución de la paz. Y nada menos que todo un Gobierno amenaza a un tribunal con represalias por su actuación y promueve el desafío social a sus decisiones. En serio, conciudadanos, ¿no os parece que nos mereceríamos una clase política un poco más prudente?

M. Ruiz Soriano, abogado.