La brújula de Javier Pradera

Un año después de su muerte se puede decir ya sin afectación: a Javier Pradera lo ha echado de menos mucha más gente de la que estuvo pendiente de él mientras escribía sus columnas en EL PAÍS, codirigía Claves, encargaba cosas, seducía autores y repartía reprimendas irónicas o lacónicas, implícitas o abiertamente correctivas. Como si sólo la ausencia hubiese revelado desnudamente su presencia real.

La verdad estricta es que echarlo de menos ha sido una forma de preguntarse por su juicio a propósito de las cosas que pasan (o que pasaron). La paradoja mayor para algunos es un poco más complicada porque a Javier Pradera lo fuimos echando de menos hace más de veinte años, cuando en torno a 1990 un buen puñado de jóvenes de disciplinas dispares (políticas, históricas, literarias) empezamos a interesarnos por el inmediato pasado franquista con nuestros veintipocos años. Supimos entonces que Pradera aparecía por todos los sitios sin que hubiese un solo sitio que contase de veras quién era Javier Pradera, empezando por la imposibilidad de hallar un libro con su nombre como autor. De hecho, me atrevería a decir que hasta casi los mismos días de su muerte no tuvimos a mano información tan elemental y sencilla como la que registran hoy las solapas del libro de Santos Juliá, Camarada Javier Pradera (Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores).

Era verdad que sabíamos de su papel gracias a testimonios ajenos —los que recogieron Pablo Lizcano o Juan Francisco Marsal—, y era verdad también que sabíamos difusamente de sus detenciones y su militancia comunista por la intermitente vía de Jorge Semprún. Pero lo cierto era que no había modo de seguir la pista de un hombre que imprecisa y contradictoriamente iba atado a Federico Sánchez y Jorge Semprún pero también a Dionisio Ridruejo; su nombre era inseparable de Jaime Salinas pero también lo era de Juan Benet o Luis Martín-Santos; sin él tampoco había modo de entender cuál era el significado político de El PAÍS desde 1976, pero desde luego menos todavía el legado civil que entrega hasta hoy mismo El Libro de Bolsillo, de Alianza Editorial, y ni siquiera el significado secreto de buena parte de la mejor inteligencia del país, se llamase Manuel Sacristán, Carlos Castilla del Pino o Josep M. Castellet. Y sólo alguna vaga y remota noticia lo vinculaba también al Fondo de Cultura Económica (y allí estuvo nada menos que cinco años, entre 1963 y 1967) y, para rematar el enredo, también al Instituto de Estudios Políticos, lo que ya definitivamente dejaba desarmado a quien intentase hacerse cargo de una biografía intelectual.

Muchos años después fuimos aprendiendo que nada de eso era casual aunque tampoco respondiese a ninguna programación metódica o diabólica, aunque buen diablo era. La inteligencia compleja, hojaldrada (que diría Mainer), de Pradera actuaba por definición lejos de la visibilidad, se prefería furtiva y precisa pero nada suntuosa, ni en el fondo ni en la forma (al contrario que Semprún); mejor seca y despojada como una iglesia románica y como ellas sin filigranas ni ornamentos superfluos: analíticamente impecable pero también impaciente con la bobería rasa, la indocumentación atrevida o la superficialidad. Y sin embargo, es casi antinatural verlo en la misma tesitura desafiante y cruel de Juan Benet y sin duda no hubo la menor tentación de convertirse en autor por la vía de no querer serlo, al modo de su cuñado Rafael Sánchez Ferlosio.

Pero por el lado de la familia sí pudo deber algo de su etiología, aunque fuese a contrapelo. Los enredos con el Partido Comunista de España empiezan en 1955, cuando Javier es sobrino del vicesecretario general del Movimiento, pero un poco después empieza otra ruta reveladora de su empeño por entender las cosas: entre 1958 y 1963 y en plena actividad subversiva, entre cárcel, arrestos y represalias, se dedica a investigar el pensamiento fascista y falangista de José Antonio y descubre perplejo que la matriz estaba en quien era su propio suegro desde 1957, Rafael Sánchez Mazas. Quizá por eso dejó inéditas las 500 páginas redactadas, como creí entender en el asiento trasero de un taxi charlando con él (hoy está en marcha una edición de ese inédito a cargo de José Álvarez Junco). Cabe deducir que aprendió por contraejemplo a huir del irredentismo ideológico.

Ni autor, ni narrador ni ensayista pero sí ideólogo e ideador de empresas culturales fundamentales sin pisar la dudosa luz de los focos. No había timidez en esa conducta; había blindaje, no escarmentado sino espontáneo, de la libertad de juicio y la independencia de criterio que empezó a ejercer antes que nadie entre comunistas: en 1960. Cuando hubiese que abandonar el poder, había que hacerlo sin ruido y sin rencor. Como ha escrito Santos Juliá, se hizo comunista “como la cosa más natural del mundo”, que es como iba a dejarlo correr en 1965. Era parte de su misma racionalidad consecuente porque nacía del valor de dudar. Puso en riesgo su continuidad académica e investigadora como ayudante de cátedra al asumir la actividad clandestina en el PCE y lo abandonó sin despecho pero con lenta maduración diez años después; se opuso a la línea ideológica de EL PAÍS, también diez años después de fundarlo, y cambió desde entonces su vinculación con el periódico. Y tampoco dudó un poco más tarde en reprobar la versión mitificadora que su propia generación histórica ha ido construyendo en torno a 1956, esas tristísimas y “empalagosas hagiografías defensoras de una perfecta coherencia interior y una completa continuidad temporal”, como leemos hoy felizmente en Camarada Javier Pradera.

Revelaban algo infrecuente estas peripecias sin resonancia mediática y apenas asequibles a los cómplices históricos y amistosos del mismo Pradera. Contenían por supuesto una lección, pero debíamos aprender a leerla, quizá porque debíamos aprender a leer el mapa completo de la resistencia al franquismo y dejarnos de simplicidades interesadas en torno a los buenos y los malos, tan cambiantes y tan sorpresivamente intercambiables con los largos años de tránsito de la dictadura hasta este asfixiado siglo XXI. Fuimos sabiendo que al trasluz de sus actos había que ensayar la reconstrucción clandestina de un futuro bajo el franquismo. Nada había sido como parecía ni desde luego convenía fiarse de las apariencias, es decir, de las palabras de entonces y tampoco de las de después, reveladoramente dispuestas a poner rotundidad barnizada donde había motivos y actuaciones muy mates. Ni nacer en una familia amputada tan salvajemente por la guerra como la suya (padre y abuelo asesinados en el verano de 1936 de un día para otro), ni haber actuado en los medios falangistas e intelectuales inhabilitaban de por vida a un hijo de la victoria, pero tampoco consagraba de por vida a nadie el enrolamiento creyente en el Partido.

Casi todo pedía primor analítico y reserva escéptica, esa que Pradera ponía cuando rotundamente afirmaba que ni él ni la inmensa mayoría de sus cómplices proyectaron un futuro democrático simplemente porque no eran demócratas: sí antifranquistas, pero demócratas no, y sí comunistas pero demócratas tampoco. Esa era una especie muy exótica y todavía sin semillas acreditadas, o todavía demasiado dañadas de pasado como para ser creíbles, como sucedió con el programa democrático que trazó Ridruejo en Escrito en España (las páginas que recoge Juliá en el libro son meridianas). De ahí que sea directamente causal que nadie en los últimos años haya hecho tanto por restituir la honradez y la ejemplaridad de Ridruejo que el propio Pradera (Semprún se defendía solo), y también entendió ese impulso como una tarea civil mellada de deuda ética. Parece la fundamental raíz de casi todo en Pradera: una imbricación carnal, biológica, entre sentido civil y compromiso ético como brújula secreta, fuese cual fuese el medio en que actuase como articulista o editor, como conversador o humorista. Porque Pradera fue, también y por fin, un humorista con asepsia gestual y analítica: un desgarbado e irremplazable homenot.

Jordi Gracia es escritor.

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