La buena educación

En mi época de rector de la Complutense la Junta Directiva de la CRUE recibió al candidato a la presidencia del gobierno Sr. Rodríguez Zapatero. Se acababa de publicar la LOU y Zapatero anunció a los rectores presentes que si llegaba a La Moncloa cambiaría la norma completamente, ante lo cual, horrorizados, le confesamos nuestro abatimiento. La comunidad universitaria había vivido tiempos muy convulsos durante la gestación de la Ley y estaba en proceso de asimilación y adaptación a la nueva norma. Convencidos de las virtudes que se derivan de la estabilidad de las políticas educativas, otra Ley más nos parecía irresistible.

Recuerdo ahora el hecho porque, con pacto o sin él, conviene no olvidar los dos ejes sobre los que bascula un sistema educativo eficiente: que la educación, por desastrosa que pueda llegar a ser, no es un cajón de sastre y que, por tanto, debe gestionarse en un único ministerio; y que las normas de su regulación no pueden estar cambiándose todos los días. Deben permanecer al menos hasta que comiencen a dar síntomas de oxidación.

El ministro Gabilondo, hombre de formas suaves, pero de convicciones fuertes, acaba de resucitar el Pacto por la Educación. Vaya por delante mi convencimiento de su bondad en un país donde no menudean las auténticas políticas de estado y donde, al contrario, los asuntos capitales se esgrimen como garrotes goyescos entre el poder y la oposición. Reivindicar el pacto en un ámbito tan menesteroso es aire fresco y un brote verde de esperanza para el sistema educativo.

Pero bien sabe el ministro que no lo va a tener fácil porque, más allá de las palabras, que tantas veces son un trampantojo de las intenciones, no todos en su propio partido, ni todos en el PP van a apoyar un pacto que tendrá enfrente a los nacionalistas en cuanto toque —y será inevitable— lo que han consolidado como privilegios irrenunciables. Ya tuvimos un primer aviso en la primera comparecencia de Gabilondo ante la Comisión de Educación del Congreso. Los representantes de los distintos grupos no sólo fueron corteses sino receptivos a la idea. Pero tengo dudas de que compartiesen su viabilidad . Los nacionalistas siguieron reivindicando sus cosas, los populares expresaron críticas contra los socialistas y éstos les devolvieron la moneda. Después de casi cinco horas de comparecencia, que vi en diferido y a trozos por evitar la sobredosis, no se había logrado dar el salto de lo concreto o lo local a lo general, de la política partidista o grupal a la nacional, del disenso al consenso. Repito más allá de las palabras que al final se las lleva el viento.

Y, sin embargo, el pacto es necesario y urgente. Y precisa principios, fines, medios y agenda, pero, sobre todo, un compromiso entre el Parlamento y las Comunidades Autónomas sin el que nunca llegará a existir.
Nadie parece discutir que necesitamos un nuevo modelo educativo basado en la calidad y en la equidad. Y en unos objetivos que la propuesta del ministro polariza en, al menos, siete ámbitos de actuación. Algunos son viejas asignaturas pendientes como la mejora de la formación profesional. Otros afrontan severas disfunciones del sistema como el abandono y el fracaso escolar. Algunos derivan de procesos en marcha como la adaptación a Bolonia. Y se incluyen propuestas para universalizar la educación de 0 a 3 años y para contribuir a la modernización tecnológica de aulas y laboratorios. No podía faltar la apuesta por la dimensión social de la Educación y un guiño al diálogo con los estudiantes. La definición de las áreas, todas ellas indiscutibles, aunque quizás ampliables, está acompañada en la propuesta del ministro por medidas que ciertamente habrá que debatir y probablemente mejorar mediante el diálogo y la conciliación.

No soy especialista en niveles educativos extra universitarios. Sólo sé que es imprescindible el compromiso con ciertas Comunidades Autónomas para que se cumpla la Constitución y que quienes lo deseen puedan recibir la enseñanza en español y para que la geografía y la historia de este país no estallen en una constelación de saberes parciales y orgullos étnicos. También sé que es conveniente resolver las desavenencias provocadas por la aplicación de la LOE y por el polémico contenido de algunas asignaturas.

Pero quiero suscitar la reflexión en el ámbito que mejor conozco. Doy por supuesto que Bolonia es irrenunciable, que el funcionamiento de la Aneca es mejorable y que es preciso incrementar la financiación. Pero ni Bolonia, ni la Aneca, ni siquiera el dinero lo son todo para la universidad española. Hay otras cosas que convendría considerar en ese pacto posible. Sueño un escenario con menos universidades de las Comunidades Autónomas y más estatales que aseguren la política de Estado. Con un sistema con menos Centros y más fuertes lo que no es imposible. Si se fusionan las empresas y los bancos, ¿por qué no las universidades? El pacto debería acordar las formas de seleccionar el profesorado: con más exigencias en la entrada y más flexibilidad para la salida de quienes incumplan o no rindan. Las Comunidades deben establecer políticas que vayan más allá de los estrechos límites de sus territorios. En un mundo global resulta extemporáneo establecer «el mapa de titulaciones» de tal o cual región como si fueran espacios herméticos u opacos.
Necesitamos una internacionalización mayor del sistema y, para ello, incentivar la movilidad de todos los estamentos universitarios y fomentar la recepción de más estudiantes extranjeros permanentes, que las universidades pueden acoger y el país va a necesitar.

Debemos eliminar el exceso de democracia en la toma de decisiones y sustituir la cultura de la evaluación previa para todo por la del examen posterior del rendimiento o la eficacia. Las universidades, las públicas y las privadas, son sujetos adultos que no necesitan una tutela permanente, lo cual no significa que no deban ser responsables de sus decisiones.

En cualquier caso, han de tener más entronque y proyección social. Deben escuchar lo justo a los colegios profesionales pasmados en sus propias conveniencias e intensificar las relaciones con la empresa para una cooperación en la formación de los profesionales necesarios y en el desarrollo de la investigación precisa que nada tiene que ver con la mercantilización. Bolonia es una oportunidad, pero no un batiburrillo: debe ser igual para todos, no tanto en los contenidos específicos, como en la estructura. No tiene sentido que si en todas las titulaciones el grado es suficiente para obtener la capacitación profesional, algunas, particularmente las ingenierías superiores exijan además el máster. Es un mal ejemplo que no debería sentar precedente.

Estas y otras cuestiones pueden parecer ingredientes menores del gran mercado del pacto porque lo importante es un compromiso sobre las ideas y los valores. Pero un nuevo modelo educativo se justifica por las medidas concretas que lo hacen mejor y más justo. Hay que escribir el Pacto con letras mayúsculas, pero sin olvidar que, como en muchos contratos, lo importante es, a veces, la letra pequeña.

Rafael Puyol, presidente de la I.E. Universidad.