La buena muerte

En los últimos años, la muerte penetra en nuestra vida con una frecuencia y un volumen insoportables. La muerte es el destino ineludible de cada nacido, y el momento de morir, quizá, el más importante de nuestra existencia.

Hace unas semanas, el escritor Luis Mateo Díez visitó mi clase. Una de mis alumnas le preguntó por la muerte. Él contestó que en sí no era un problema, que podía ser algo feliz, ¿acaso no lo demostró Tolstói en su genial novela La muerte de Ivan Illich? Lo complejo es cómo morir. Las muertes repentinas y violentas, fuera de tiempo, nos trastornan ferozmente, nos enfrentan a un azar terrible y engañoso. La filosofía ha reflexionado mucho sobre el tema: “El que aprende a morir, aprende a no servir”, decía Montaigne. Julia Kristeva hablaba del cadáver como un límite que lo invalida todo, que nos expulsa y no nos permite ser. Frente a la muerte, los seres humanos somos un poquito menos. Muchos otros nombres podrían sumarse a estas reflexiones, pero hablar públicamente de la muerte continúa siendo un tema espinoso. No siempre fue así.

Durante los siglos XVI y XVII, la muerte era tan real como la vida. Los poetas advertían sobre su llegada: “No labres sin fundamento / máquinas de vanidad, / pues la mayor majestad / en un sepulcro se encierra”, decía Calderón. Había que prepararse para morir y ayudar en este proceso era parte de las obligaciones de las amistades y la familia. En los manuales de muerte, o ars morendi, de la tradición católica, se describen las tentaciones que se experimentaban en la agonía como las más terribles. El demonio atacaba fieramente y los devocionarios y consejos del alma trataban de enseñar el camino a Dios, mientras ofrecían el cuerpo a la tierra. Este doble entendimiento del ser humano no era una abstracción teórica, sino un principio organizador de las costumbres funerarias. En otras tradiciones, como en el budismo tántrico, encontramos el mal traducido Libro tibetano de los muertos, o Bardo thodol, que podemos interpretar como: Liberación mediante audición en el estado intermedio. Este texto del siglo VIII ayuda al alma a avanzar en el ciclo del samsara y buscar una buena reencarnación en la próxima vida. Al recitarlo, durante 49 días junto al moribundo y el cadáver, también se ayuda a los familiares del difunto a despedirse y pasar el duelo.

La sociedad secular necesita encontrar formas para encarar la muerte. Pensar en el fin no supone una actitud derrotista. Aunque nadie quiere morir, reflexionar sobre ello de vez en cuando, es quizá la forma más coherente que tenemos de afirmar la vida. Hasta Steve Jobs alabó la muerte como la mejor invención de la vida. Después de trabajar trece años con personas con padecimientos incurables, la enfermera Tenzin Kiyosaki recogió en un libro reciente los arrepentimientos más comunes de los moribundos. Estos eran: haber pospuesto los sueños, no haber expresado suficiente los sentimientos a los seres queridos y no haber perdonado. En la misma línea, otros trabajos anteriores mencionan también la pesadumbre por haber trabajado demasiado. Afirmación que vendría corroborada por el fenómeno de “la gran renuncia” en Estados Unidos que detonó la pandemia y que en nuestro país podría explicar porqué hay más de 100.000 demandas de empleo sin cubrir, a pesar de las cifras de paro. La sociedad es más inteligente de lo que asumen los poderosos. Si el trabajo es una herramienta para la vida, hay que desecharlo cuando sus condiciones no permiten el desarrollo digno de la misma.

La muerte se ha conceptualizado como un error de la naturaleza. Hay científicos que trabajan —subvencionados por individuos con nombres propios como Jeff Bezos con miles de millones de dólares— en la eliminación de la muerte. La consideran una enfermedad que tiene que ser tratada. La idea de inmortalidad nunca ha estado tan presente. Morir solo tiene sentido si se relaciona con la comunidad. La inmortalidad, sin embargo, es algo individual. Se relaciona con la preservación del propio ego.

En su lado más perverso, la comunidad justificaría la guerra o el terrorismo y alentaría el sacrificio individual. Me pregunto si el ejercicio de pensar un poco más en la muerte propia y menos en la de los demás no podría acercarnos a la reflexión que reclama Hannah Arendt para no actuar por órdenes sin cuestionamiento, vengan estas del ejército o del mercado. Me pregunto si entender la importancia del momento de la muerte no podría ayudarnos a frenar, al menos en parte, la violencia.

La agonía es un instante de alta sensibilidad, incluso meditar sobre ello remueve los sentimientos. Al escribir estas líneas me recorren muchas emociones, como no me sucede con otros temas, pero es que son precisamente las emociones, nos recuerda la filósofa Ana Carrasco-Conde en su libro Decir el mal: La destrucción del nosotros, “lo que nos pone en contacto con los demás y con nosotros mismos”, y nos libera de la apatía, que es un poco, si me permiten, la peor muerte de todas: la muerte en vida.

Mar Gómez Glez es socióloga y escritora. Su último libro es la obra de teatro Fuga mundi (Antígona).

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