La burbuja del alquiler

En las ciudades españolas asistimos a una burbuja del alquiler que amenaza el acceso y la estabilidad residencial de unas clases medias y trabajadoras empobrecidas por la crisis económica. La expulsión de inquilinos opera mediante desahucios judiciales por impago, pero también con los llamados “desahucios invisibles”, derivados del aumento inasumible de la renta o la no renovación de los contratos. La especulación se ha desplazado al alquiler, un mercado en el que cobran protagonismo actores nuevos, como los fondos de inversión y las socimis.

La burbuja del alquiler es un problema complejo, con claves a distintas escalas. Es preciso, pues, atajarla con medidas diversas para equilibrar la relación desigual entre arrendador y arrendatario. No podemos permitirnos, como sociedad, esperar a que remita la tormenta. La inacción de los reguladores, cuando no su abierta complicidad con los intereses especuladores, nos ha traído la emergencia actual.

Suele afirmarse que la moderación de precios se conseguiría con el aumento del parque público de alquiler, hoy insignificante. Sin embargo, por mucho que aumente ese parque, tardaría décadas en aliviar a una mayoría social asfixiada: los hogares catalanes, por ejemplo, destinan ya el 51% de sus ingresos al alquiler.

Resulta, pues, imperativo exigir responsabilidades a quienes operan en el mercado privado. Si aceptamos que se regulen los precios de otros bienes básicos, como los medicamentos, ¿por qué nos obcecamos en preservar la presunta “libertad de mercado” en el terreno inmobiliario? Una “libertad” falaz en un sector ya intervenido de facto, pero en unos términos que favorecen a la parte fuerte en la relación de arrendamiento.

La regulación de los precios del alquiler no implica la abolición del negocio inmobiliario, sino la limitación del margen exagerado proporcionado por unas operaciones que están provocando un gran sufrimiento social, con vulneraciones de derechos evidentes, como las provocadas por la compra a precio de saldo de edificios con inquilinos para su posterior expulsión. Se trata de que quienes operen en el mercado contribuyan al bien común generando oferta asequible y tributando proporcionalmente. Así ha de ser cuando lo que está en juego no es el acceso a un activo financiero cualquiera, sino a un recurso básico.

Los argumentos esgrimidos contra la regulación de precios, presentados como científicos, son en realidad ideológicos, difundidos por lobbies poderosos, como los que consiguieron derogar el control en muchas ciudades estadounidenses durante los años noventa. Una derogación que —de eso sí que tenemos evidencia empírica— dio como fruto un ciclo de burbujas sin precedentes. Actualmente, ante el peso creciente de las lógicas financieras en el sector del alquiler y la consiguiente crisis de asequibilidad, los inquilinos reclaman la reactivación del control de alquileres en ciudades como Chicago o Minneapolis. En Nueva York, donde el 45% de las viviendas de alquiler tienen el precio regulado, el control de precios protege y estabiliza a residentes que no podrían permitirse vivir fuera de ese parque. Más cerca tenemos el caso de París, donde el encadrement des loyers está frenando la escalada de precios, pese a las reticencias iniciales de los poderes económicos. O el de Alemania, donde el Gobierno democristiano acaba de endurecer la regulación de precios para reforzar la protección de los inquilinos, tras la modulación de las subidas introducida en 2015.

En España se argumenta a menudo que la regulación implicaría una reducción del parque. Se trata de una afirmación sin más fundamento que las etéreas “leyes del mercado”, encaminada a descartar todo intento de debate público, cuando la experiencia española demuestra que la desregulación —materializada en la Ley de Arrendamientos Urbanos de 2013— no ha aumentado la oferta, mientras que los precios se han disparado en este lustro.

La regulación del alquiler es, pues, un asunto urgente. No podemos contentarnos con imponer una referenciación al IPC de las subidas de la renta durante la vigencia de un contrato, como contempla la proposición de ley presentada por el PSOE. Aun siendo necesaria, esta referenciación no soluciona el núcleo del problema: los precios inasequibles de los nuevos contratos. Se trata, pues, de desincentivar la expulsión de vecinos regulando los precios también en el momento del nuevo acceso. Para ello hará falta un índice vinculante, que tenga en cuenta la situación socioeconómica de los inquilinos y que se apoye en sanciones. Porque sólo con medidas decididas se podrá poner freno a una burbuja de los alquileres que está expulsando al inquilinato de la ciudad.

Irene Sabaté Muriel es profesora de Antropología Social en la Universitat de Barcelona y miembro del Sindicat de Llogaters i Llogateres.

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