La burbuja del servicio público

La crisis nos ha familiarizado con la burbuja inmobiliaria y la financiera. La imagen popular de la expresión describe fenómenos de enriquecimiento que acabaron por revelarse transitorios y poco sostenibles. La expansión de las burbujas creó ilusiones sobre nuestro progreso colectivo. Su explosión ha supuesto la desaparición brusca de estas ilusiones y la necesidad de poner en cuestión modelos de funcionamiento anteriores. Todo esto podríamos aplicarlo a un fenómeno del que se ha hablado bastante menos pero que no por ello resulta menos real. Es una burbuja que ha caracterizado el funcionamiento de los gobiernos y las organizaciones públicas durante los 13 años de crecimiento sostenido de nuestra economía. Podemos llamarla la burbuja del servicio público y describirla por cinco rasgos básicos:

1) Fuerte expansión de las áreas de intervención pública, acompañada de una elevación sostenida de los estándares de servicio comprometidos. Más y mejores servicios en campos cada vez más diversos.

2) Pérdida de foco. Se proveen servicios esenciales (salud, educación, sociales, infraestructuras…) junto a otros cuya prioridad es más discutible (televisiones municipales, fastos lúdicos y festivos, sectores subsidiados, financiación de clubes de fútbol…).

3) Financiación con cargo a los presupuestos públicos. Universalización y gratuidad como lógicas dominantes de distribución y acceso. Café para todos y casi siempre a coste cero.

4) Interiorización del modelo por la sociedad. Elevado nivel de presión de los grupos sociales sobre los gobiernos para la satisfacción de sus intereses y expectativas. Todos pedimos cosas a papá Estado, y este reacciona normalmente en función de lo alto que gritemos para exigirlo.

5) Despreocupación por la eficiencia. Opacidad del coste de los servicios. Holgura confortable en las estructuras y procesos de la Administración. Caída de la productividad del empleo público.

Contra lo que pudiera pensarse, esta burbuja no la ha creado la evolución del producto interior bruto (PIB). El crecimiento económico ha sido más bien el combustible que ha alimentado, durante un tiempo, un modelo de servicio público cuyas raíces se hunden en la cultura social del país. Nuestra sociedad, podríamos decir, permite al Estado (a todos los poderes públicos, centrales, autonómicos y locales) una amplísima discrecionalidad a la hora de adoptar las decisiones de gasto, a cambio de transferirle una responsabilidad genérica de atender toda necesidad, más o menos relacionada con el interés general, que consiga una presencia destacada en la esfera pública. Por su parte, los gobernantes aceptan gustosamente este papel que resalta su preponderancia social, les proporciona clientelas fieles, les exime en la práctica de rendir cuentas sobre la oportunidad de asignar recursos a tales o cuales finalidades, y les confiere el poder de construir una agenda virtualmente irrestricta.

En este marco, casi cualquier cosa es susceptible de convertirse en servicio público e incluso de ser íntegramente financiada. Bastará con que la iniciativa tenga apoyos en la coalición gobernante o que se imponga por la presión de un grupo de interés con poder suficiente. Si ambas circunstancias coinciden, entonces el proceso es imparable. Luego, una vez incorporada a la oferta, se hará cada vez más difícil el revisar la política. La inercia creada será más poderosa que los razonamientos de eficiencia o equidad que puedan aducirse. Ni que decir tiene que esta lógica no garantiza prioridad a la protección de los más vulnerables, tantas veces privados de una voz consistente.

Por otra parte, en la fase expansiva de la burbuja nadie -ni en los gobiernos ni en la sociedad- asume como tarea propia el cálculo de los costes de oportunidad, que son los de aquello que no podremos hacer porque nos hemos gastado el dinero en otras cosas.

En las antípodas del modelo descrito, identificaba hace más de 20 años Michel Crozier el Estado moderno con un Estado modesto, dispuesto a afirmar su presencia en todos los terrenos donde es insustituible, pero sin jugar a protagonista exclusivo de la acción colectiva ni ocupar el espacio de la sociedad. Un Estado autocontenido, firme a la hora de definir sus prioridades pero también capaz de devolver a los ciudadanos, las familias y los grupos sociales la responsabilidad de conductas y decisiones que les conciernen a ellos. Un Estado austero, que, ante cada posible decisión de gasto, se pregunta por el valor público que se creará y por los costes de oportunidad en que se incurre. Un Estado responsable, decidido a conseguir la eficiencia, a garantizar la máxima productividad de sus empleados y a rendir cuentas de forma transparente por los resultados alcanzados. Hoy, la explosión de la burbuja del servicio público hace ese tipo de Estado más necesario que nunca.

Francisco Longo, director del Instituto de Gobernanza y Dirección Pública de Esade.