La búsqueda de justicia de Bangladesh

El mar de humanidad que ha sitiado la zona de Shahbag en la capital de Bangladesh, Dhaka, durante los últimos dos meses, viene esgrimiendo una demanda inusual -inusual, al menos, para el subcontinente indio-. Los manifestantes reclaman justicia para las víctimas de las masacres genocidas de 1971 que llevaron a la secesión de Pakistán Oriental de Pakistán.

Los manifestantes han sido espontáneos, desorganizados y caóticos, pero también apasionados y ostensiblemente pacíficos. Muchos de los varios miles de manifestantes en Shahbag son demasiado jóvenes como para haber experimentado en persona los asesinatos que marcaron el intento brutal, y en definitiva infructuoso, del Ejército Paquistaní de suprimir el naciente movimiento independentista. Pero los alienta un ideal -la profunda convicción de que la complicidad en los asesinatos masivos no debería quedar impune, y que la justicia es esencial para que se curen por completo las heridas de cuatro décadas de la sociedad de Bangladesh.

Lo que resulta curioso sobre estos hechos es que el subcontinente ha preferido olvidar las injusticias monstruosas que han marcado su historia reciente. Un millón de personas perdieron la vida en el salvajismo de la división del subcontinente en India y Pakistán, y otros 13 millones fueron desplazados, la mayoría por la fuerza. Pero ni una sola persona alguna vez fue acusada de crimen alguno, mucho menos enjuiciada y castigada.

Se estima que otro millón de personas fueron masacradas en Bangladesh en 1971, y recién este año se ha enjuiciado a algunos de los aliados locales de los perpetradores. Casi todos los años, en alguna parte del subcontinente, se generan disturbios, muchas veces instigados políticamente, que se adjudican decenas -a veces cientos y ocasionalmente miles- de vidas en nombre de la religión, la secta o la etnicidad. Nuevamente, se llevan a cabo investigaciones y se redactan informes, pero nunca nadie fue llevado ante la justicia.

Para parafrasear a Stalin: el asesinato intencional de una persona es homicidio, pero el de cien, mil o un millón de personas es simplemente una estadística sombría.

Sin embargo, el idealismo de los jóvenes manifestantes de Bangladesh apunta a un nuevo desenlace. La manifestación de emoción evidente en Shahbag fue provocada por una decisión de una corte penal internacional convocada por el gobierno. El tribunal, que juzga casos de crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad, encontró a un miembro prominente del principal partido político islamista de Bangladesh, Jamaat-e-Islami, culpable del asesinato de 300 personas, pero le aplicó una sentencia relativamente leve de 15 años de prisión (los fiscales habían pedido la pena de muerte).

Al exigir un castigo severo para los culpables de crímenes de guerra -no el Ejército Paquistaní, que desapareció hace rato, sino sus colaboradores locales en grupos como Jamaat-e-Islami, Al Badar, Al Shams y los irregulares Razakar- los manifestantes también están describen implícitamente la sociedad en la que desean vivir: secular, pluralista y democrática.

Estas palabras están consagradas en la constitución de Bangladesh, que declara simultáneamente que la República debe ser un Estado Islámico. Si bien algunos no ven ninguna contradicción, el hecho de que muchos de los colaboradores que mataron a bengalíes seculares y prodemocráticos en 1971 dijeron haberlo hecho en nombre del Islam apunta a una tensión evidente.

Si hacía falta alguna prueba de este choque de valores, se materializó en una contramanifestación impresionante contra el movimiento de Shahbag, liderada por activistas del movimiento islámico fundamentalista Hifazat-e-Islam, que ocupó la zona de Motijheel de la capital. A diferencia de los episodios en Shahbag, la contramanifestación estuvo bien planeada y organizada, y transmitió el mensaje claro de que había un punto de vista alternativo en este país abrumadoramente musulmán.

Los manifestantes varones, con barba y casquetes en la cabeza vociferaban al unísono su acuerdo con los oradores que denunciaban al Tribunal Penal Internacional y a los gobiernos supuestamente seculares que lo habían creado. Sus seguidores incluyen activistas del Harkat-ul-Jihad-Al-Islami-Bangladesh, que ha combatido junto con los talibán y Al Qaeda en Afganistán.

El debate entre fundamentalismo religioso y democracia secular no es nuevo en el subcontinente. Pero la cuestión de la justicia por los crímenes de 1971 puso de relieve la división. Los manifestantes de Shahbag rechazan la influencia de los extremistas islámicos en Bangladesh, y hasta exigen que organizaciones como Jamaat-e-Islami sean prohibidas, mientras que Hifazat-e-Islam y sus seguidores quieren que se reprima a las fuerzas liberales del país, que se arreste a los blogueros seculares y que se imponga un islamismo estricto en la sociedad de Bangladesh.

La gente joven en Shahbag es principalmente urbana, educada y de clase media; Hifazat recibe su apoyo principalmente de los pobres en las zonas rurales. Tradicional versus moderno, urbano versus rural, intelectuales versus campesinos: estas divisiones son la materia prima del cliché político. Pero, muchas veces, los clichés devienen establecidos porque son verdaderos.

Las simpatías del gobierno de Bangladesh están más cerca de los manifestantes de Shahbag que de los contramanifestantes de Hifazat. Pero debe transitar un camino difícil, porque ambos puntos de vista tienen un amplio respaldo de la población. Las autoridades inclusive han tomado medidas para apaciguar a los islamistas como el arresto de cuatro blogueros por sus comentarios. Pero el gobierno sigue firme en su respaldo del tribunal internacional.

La ironía es que la verdadera religión nunca es incompatible con la justicia. Pero cuando se busca justicia por los crímenes de quienes dicen estar actuando en nombre de la religión, los términos del debate cambian. La cuestión entonces remite a un interrogante que se viene evitando en Bangladesh desde hace demasiado tiempo: si decir que se está actuando según los requerimientos de la piedad ofrece una excepción para matar. El resultado de la confrontación de Dhaka debería ofrecer una respuesta en Bangladesh, y sus implicancias podrían repercutir a lo lejos y a lo ancho.
Shashi Tharoor is India’s Minister of State for Human Resource Development. His most recent book is Pax Indica: India and the World of the 21st Century.

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