La búsqueda de Osama bin Laden

Por Christopher Hitchens, columnista de Vanity Fair. Su libro más reciente es Thomas Jefferson: Author of America (EL MUNDO, 10/09/06):

En la novela de Ralph Ellison El hombre invisible, el narrador habla de un profesor abrumador y autoritario, respecto del cual dice: «Podía gustarnos o no, pero nunca estaba alejado de nuestras mentes. Ése era el secreto de su liderazgo».

Durante los últimos cinco años, he estado pensando casi como un niño en edad escolar -o incluso como una niña- sobre un hombre que realmente se las arregló para convertirse en alguien invisible.Como un enamorado he tratado de leer la mente y el humor de Osama bin Laden.

He mirado innumerables fotografías de sus largos y delgados dedos y de sus ojos implorantes. Me he preguntado qué es lo que quiere, incluso qué es lo que necesita. Me he preocupado por su salud -hasta llegué a creer en un momento que podría morir- y he examinado los rumores sobre su diálisis de riñón (probablemente sin fundamentos) y de su posible síndrome de Marfan, una afección de la aorta que compartiría con Abraham Lincoln.

Conservo una camiseta donde están impresos sus rasgos. La compré en un desagradable y hostil bazar en la frontera entre Pakistán y Afganistán, mientras una flotilla de aviones de guerra estadounidenses estaba sobrevolando Tora Bora.

La pureza del odio puede ser más fuerte que la del amor. Cuando la gente habla sobre «el otro», me desagrada esa expresión, aunque conozco el significado. Para mí, Osama bin Laden es el otro. Él es el enemigo de todo lo que amo y el emblema de todo lo que odio. No puedo soportar la idea de que, cuando él muera en agonía y humillación y derrota, yo no estaré presente para vigilar el cambio de sus expresiones y verlo vaciar la amarga taza completa de la vergüenza.

Estoy bromeando. Es una desgracia que una nación crecida, civilizada y poderosa como la nuestra, pueda entrar en espasmos de pánico frente al espectro de un ser tan morboso. Osama bin Laden es el villano narcisista más sobreestimado de todos los tiempos.Ni siquiera posee la fascinación de un Charles Manson. Sus balbuceos coránicos son los desvaríos de un payaso.

Cuando apareció en una verdadera batalla, se quitó la corona del martirio y huyó. Él es el niño malcriado, o posiblemente abandonado, de una dinastía vulgarmente rica, y se hizo un nombre como el operador de una deshonesta corporación multinacional que ahora se presenta con el jactancioso nombre de Al Qaeda.Él es el hipócrita jefe de una familia de delincuentes de tercera clase y, como tal, le gusta ordenar asesinatos desde una distancia segura. Es una pústula rancia en el extremo posterior de regímenes sórdidos -desde Arabia Saudí hasta Sudán y Afganistán-, con quienes ha disfrutado nada más que una relación de parasitismo. Llamarlo un guerrillero o un insurgente es un insulto a la bravura de héroes populares del pasado. La mayoría de sus víctimas han sido sus propios compañeros musulmanes, y sus peroratas contra todos los cristianos, todos los judíos, todos los hindués y todos los secularistas lo condenan a una eventual irrelevancia y derrota, como también a la desgracia.

Nosotros le estamos haciendo un favor a Bin Laden al especular de manera febril sobre su paradero. Su mística tiene que ser disminuida, no mejorada, por el hecho de que se ha transformado en un fugitivo. Es mortificante darse cuenta de que él se incubó adentro, no afuera, del perímetro de nuestras supuestas alianzas, y que probablemente todavía disfruta de un cierto grado de protección por parte de los altos círculos de Arabia Saudí y Pakistán. Pero la confrontación con los guerreros santos era inevitable con él o sin él. Si él fuera a ser capturado ahora por la fuerzas estadounidenses, y si no fuera por la necesidad de hacer justicia a todas las víctimas del 11 de septiembre de 2001 -y las de las instalaciones de Naciones Unidas en Bagdad, y a los visitantes australianos de Bali, y a los españoles en Madrid-, yo preferiría verlo confinado de por vida en un pequeño pueblo en Alaska o Montana o en el norte de Nueva York, o en algún sector rural de Virginia, con una radio de onda corta en la cual pueda continuar entregando sus sermones. Rápidamente aprenderíamos -como lo hicimos con el patético Zacarias Moussaoui- a superar los asfixiantes miedos que causan esos monstruos.

Algunas veces me he permitido una inquietante reflexión adicional: ¿y si el 11 de septiembre de 2001 Bin Laden nos hizo a todos un favor? El pensamiento es obsceno pero hay que enfrentarlo.

Hasta esa fecha, la connivencia entre los talibán y las autoridades paquistaníes no era ni siquiera furtiva, sino cálida y sin problemas.Había incluso simpatizantes de Al Qaeda en el programa nuclear paquistaní. En otras partes del mundo, las fuerzas islámicas estaban haciendo furtivos avances desde Holanda hasta Indonesia.

Pero hace cinco años el complot «voló por los aires» y las máscaras cayeron. Y así se comenzaron a crear los anticuerpos en nuestros sistemas.

Sea donde sea que Bin Laden esté ahora merodeando y grabando sus estrambóticos mensajes, no puede ser donde soñaba estar cuando se reía tontamente frente a la vista de seres humanos saltando hacia la muerte, con sus ropas y cabellos incendiados.Y sea donde sea que esté, él continúa viviendo en el séptimo siglo. No descuidemos esta ventaja.

Mucho depende de nuestra habilidad para negar una ideología que abiertamente celebra la muerte por encima de la vida. Éste es un proyecto cultural como también militar. E impone una alta obligación. Ninguna acción cruel o precipitada debe realizarse en el costado de la vida contra la muerte. No debemos comportarnos como si estuviéramos asustados por este depravado personaje, porque el miedo es la madre del pánico y de las «medidas extremas».

Nuestros crímenes y errores son desfiguraciones, mientras que los de él son sus firmas. Pero, a diferencia de él, nosotros no estamos apurados, porque un retorno al séptimo siglo es imposible, y la derrota de sus ilusiones es segura.