La cabeza cortada del catalán

Si mal no recuerdo, fue Dietrich Schwanitz quien definió el marxismo y sus epígonos de Mayo del 68 como una escuela del desenmascaramiento, cuyo principal objetivo era ir identificando, aquí y allá y sin pararse en barras, toda clase de sospechosos. Sospechosos de las mayores villanías, claro está, y muy en particular de la consistente en no comulgar con las ruedas de molino que el propio marxismo hacía girar. Yo no sé si el marxismo y demás sucedáneos fueron también otra cosa aparte de una escuela del desenmascaramiento, pero de lo que estoy seguro es de que esa escuela existió. Y no sólo eso: a juzgar por algunas de las reacciones habidas tras el anuncio de la sentencia del Constitucional que ha puesto fuera de la ley 14 artículos del Estatuto de Autonomía de Cataluña y fijado la recta interpretación de otros 27, sigue gozando hoy en día de excelente salud.

Dejo de lado, entre esas reacciones, las procedentes del campo de la política, tan previsibles. No, lo que aquí me interesa subrayar es la opinión vertida por determinados columnistas, nacionalistas de carrera y quién sabe si también de corazón, los cuales, pese a mostrar su disgusto por el sentido de la sentencia, se felicitaban a un tiempo por la indiscutible derrota de quienes aspiraban, según ellos, a que el fallo les sirviera «la cabeza en bandeja del catalán» negando a dicho idioma «su condición de lengua vehicular en la enseñanza». Una aspiración, la anterior, que esos opinadores no reputaban en modo alguno sobrevenida, sino producto de un verdadero plan: «Aprovechar la sentencia (…) para pegarle un buen hachazo a la lengua catalana, sujeto central de la personalidad nacional de Cataluña». Y como todo plan tiene siempre una urdimbre, y toda urdimbre, por fuerza, un comienzo y un final, el estadio inicial de esa conspiración contra el catalán habría sido, al parecer, el «Manifiesto por una lengua común» que un selecto grupo de intelectuales españoles —y, en algunos casos, también catalanes— promovieron en junio de 2008 y que obtuvo, al poco de hacerse público, la adhesión de miles de conciudadanos.

Por supuesto, todo el mundo es muy libre de ver las cosas según le plazca, le convenga o le alcancen sus entendederas. Y si a algunos esas entendederas no les permiten vislumbrar más que oscuros contubernios allí donde el común de los mortales observa tan solo el hecho desnudo, qué se le va a hacer. Ahora bien, con contubernios o sin ellos, no hay duda que la satisfacción de quienes tanto se felicitan por el fracaso ajeno —ya sea éste real o imaginario— posee un fundamento. Si bien es cierto que, en su sentencia, el Tribunal Constitucional ha cortado alguna que otra cabeza estatutaria, también lo es que, entre esas cabezas, no estaba la de la lengua catalana. Ni siquiera la supresión del inciso «y preferente» con que el Estatuto, en su artículo 6, reforzaba la condición del catalán como «lengua de uso normal (…) de las administraciones públicas y de los medios de comunicación públicos de Cataluña» puede considerarse, en puridad, una amputación efectiva. Lo sería, sin discusión ninguna, si este «uso normal» a que alude la ley catalana afectara también al otro idioma oficial. Pero el Estatuto nada dice al respecto. Y aunque tampoco diga lo contrario y hasta recuerde, en otro apartado del mismo artículo, que «no puede haber discriminación por el uso de una u otra lengua», la normalidad, en Cataluña, es propia de una sola lengua, la que el mismo Estatuto sigue calificando como «propia» y la que la costumbre, después de tres décadas de autonomía, ha fijado ya —con el inestimable concurso de la clase política— como la única institucional. De ahí que el inciso en cuestión, más que un factor de desequilibrio, constituyera, en el fondo, un simple remache de un desequilibrio de base muy anterior y, en consecuencia, plenamente consolidado a estas alturas.

Por lo demás, de la lectura de la sentencia y, en concreto, de aquellas partes que tratan de aspectos relacionados con el uso de las lenguas se deduce que los fundamentos jurídicos que hacen al caso y que el propio fallo ha fortalecido con prolijas interpretaciones van a convertir en un imposible cualquier intento futuro de modificación de la legislación vigente —en el sentido, se entiende, de preservar los derechos lingüísticos de todos y cada uno de los ciudadanos—. En otras palabras: el problema de la lengua catalana va a seguir siendo, para España y para la convivencia entre los españoles, un problema. Y no digamos ya para la convivencia entre catalanes. Casi todos los recursos presentados hasta la fecha contra las distintas disposiciones legales tomadas en esta materia por la Generalitat se han saldado con un fracaso. Tanto el Constitucional, como el Supremo, como el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña han validado, en general, las políticas lingüística y educativa de los sucesivos gobiernos catalanes y, si alguna vez han obrado de otro modo, ha sido siempre con una notable ambigüedad, de la que se ha aprovechado, sobra decirlo, la instancia demandada —que es, al cabo, la que ejerce el poder—. Así ha sucedido, por ejemplo, con la famosa casilla que determinadas entidades cívicas llevan años reclamando en los impresos escolares de matriculación a fin de que los padres puedan elegir la lengua en que desean educar a sus hijos y que la Generalitat, a pesar de las sentencias y echando mano de cuantas artimañas cabe imaginar, se ha negado sistemáticamente a incluir.

Con todo, se confundiría quien atribuyera la situación presente a los efectos de una legislación contra la que nada han valido las objeciones más diversas, desde las del Defensor del Pueblo hasta las de la más modesta asociación ciudadana. En el asunto que aquí nos ocupa, la legislación ha venido siempre después. Quiero decir que ha venido siempre a legalizar las tropelías que los responsables lingüísticos y educativos —y, en suma, políticos— habían cometido previamente con total impunidad. Por ceñirnos a un solo caso, la propia inmersión lingüística llevaba años aplicándose cuando fue bendecida por decreto. En este sentido, pues, la sentencia del Constitucional constituye el último peldaño de ese proceso de blanqueo, en la medida en que da por buena —eso sí, con no pocos reparos y un sinfín de precisiones— la formulación en una ley orgánica de unas prácticas políticas que atentan contra los derechos lingüísticos más elementales y, en definitiva, contra la libertad y la igualdad.

Así las cosas, no parece que en el futuro esa tendencia vaya a cambiar. A no ser, claro, que el Gobierno del Estado actúe a imagen y semejanza del de la Generalitat y opte, a su vez, por una política de hechos consumados. Por ejemplo, usando de la alta inspección educativa para comprobar si el decreto de enseñanzas mínimas, en lo que respecta al aprendizaje de la lengua castellana, se aplica en el conjunto de Cataluña. Y si la comprobación da como resultado que no se aplica, conminando al Ejecutivo regional a que lo haga. Y si, aun así, sigue sin aplicarse, promoviendo la creación en Cataluña de una línea de centros estatales donde la ley sí se cumpla. Les aseguro que habría cola para matricularse.

Xavier Pericay