La cabra de Navidad

Por Loureses venían los buhoneros, los hojalateros, los ciegos acompañados del lazarillo y de un perro. Ya llega la Navidad, decíamos, cuando veíamos a los gitanos con la cabra que, subida a una silla, hacía carantoñas al oír tocar la trompeta. Una vez, la cabra, espantada por el mugido de una vaca, cayó de la silla y no quiso volver a subirse. Volvieron de nuevo los gitanos a la misma altura del año, pero en vez de hacer teatro con la misma cabra, más vieja que andar a pie y semejante una tartana destartalada, hicieron cine. Era la primera vez que en Loureses ocurría tal. Las imágenes se proyectaban sobre una sábana blanca colgada en una pared.

Cuando Fandelo y Muradana que estaban juntos al lado de la puerta vieron que la Virgen y San José subían por la pared y desaparecían, se preguntaron: ¿Y a dónde van? Alguien que les oyó y era experto en Historia Sagrada, dijo: Ya lo veis, ignaros; van en una acémila caminito de Belén. «¡Espabilado! No es nada, es un burro». Quisieron descubrir el misterio por ellos mismos. Fandelo subió al cuarto que estaba justo encima de la cuadra en donde estaba teniendo lugar el acontecimiento y, cuando los protagonistas de las diapositivas iban subiendo por la pared hasta desaparecer, Muradana le gritaba: ¡Ahí va!

Jesús y María se habían metido en una cuadra después de que en todas las posadas de Belén les hubiesen dado con la puerta en las narices. «María estaba encinta. Y sucedió que estando ellos allí, se le cumplieron a ella los días del parto y dio a luz a su hijo primogénito, y lo envolvió en pañales y lo recostó en un pesebre» (Luc., 5-7) y Muradana gritó: «Cuidado. Ya nació el niño. Ahí va». Fandelo tardó más en oír esto que en personarse en la cuadra para ver al niño en vivo. «Jesús nació en la cuadra del señor Manuel», repetíamos los niños desde aquel día. «Lo trajeron los gitanos de la cabra», respondió Xico al sacerdote cuando le preguntó: «¿De donde vino Jesús?»

Vinieron los pastores, avisados por los ángeles, a adorar al niño: «Os ha nacido hoy en la ciudad de David un salvador que es el Mesías, el Señor». Luego vinieron los Reyes Magos que de paso hacia Belén visitaron a Herodes quien, al enterarse del nacimiento del Señor, dio orden de matar a los recién nacidos. Un ángel dijo a José: «Levántate, toma contigo al niño y a su madre y huye a Egipto. Y estate allí hasta que yo te diga, porque Herodes va a buscar al niño para acabar con él. Él, levantándose, tomó consigo al niño y a su madre, de noche, y se refugió en Egipto» (Mat., 13-14). La Sagrada Familia se convirtió en vagabunda al tener que huir de su tierra.

Cuando, para ir a estudiar, me alejé de mis padres, de mis hermanos, de la casa y de los recovecos del patio donde jugaba, de los prados a donde llevaba las vacas a pastar, el sentimiento de haber sido arrancado de sitio me produjo un profundo desasosiego. Por aquel tiempo, muchos hombres de la aldea se marchaban a países lejanos en donde se hablaba una lengua que ellos no entendían. A los pocos meses de haberse ido, algunos ya estaban de vuelta en el pueblo. Uno de éstos dijo: «Lejos de los míos, en un país en donde no entendía a nadie y nadie me entendía, me dolían los cojones del alma». Dijo otro: «Allí, tan lejos de todo, seguí rezando de vez en cuando pero tenía la sensación de que Dios no me podía oír y, si me oía, no me podía entender».

Corriendo los años, en una Navidad pasada en un país lejano, me invadió una nostalgia abismal. Entonces me puse a buscar la explicación de aquel abatimiento y creo que la encontré. Los hombres no viven en el mundo a secas sino en una casa. La casa es elemento fundamental de la Humanidad del hombre, su enraizamiento en la tierra; el lugar donde el hombre se encuentra y se funde con la naturaleza, el espacio primordial, la oquedad donde el ser humano se abre a la vida, comparte lo más íntimo y en donde tienen lugar sus primeras experiencias de relación esencial con el mundo.

La existencia del hombre se fragua en la casa que está llena de cosas roídas y gastadas por nuestro roce de tanto dar y dar vueltas, de ir y venir por el mismo sitio. Nuestros balbuceos, nuestras primeras palabras, nuestras alegrías y tristezas, el llanto y la risa constituyen la textura del ambiente y están agarrados y empapan las paredes. «El hombre, a pesar de su siempre cambiante naturaleza, puede recuperar su unicidad, es decir, su identidad, al relacionarla con la misma silla y con la misma mesa», dice Hannah Arendt. La identidad se construye sobre lo duradero: las camas, la habitación, los libros, los recovecos, los baúles, los cuadros, el fregadero, la caja de lo cubiertos. Las cosas de la casa constituyen nuestro mundo.

En la casa es donde la comunidad doméstica al completo, vivos y muertos, entra en comunión, donde el caos se organiza, toma sentido y se convierte en mundo. La casa es el microcosmos del hombre; sus puertas son nuestra apertura al mundo. «Tuvo una muerte feliz. Murió en su casa rodeado de los suyos», se dice. El lar preside la casa. En Galicia, cuando se muere el último morador de una casa se dice: «morreu un lume (se apagó un fuego)».

Quien no tiene casa es un vagabundo a quien dirigimos una mirada furtiva cuando lo cruzamos en la calle porque puede ser alguien peligroso. El conocimiento es esencial para poder convivir y a los vagabundos no los conocemos porque son gentes sin morada; siempre están de paso, no tienen un lugar suyo en donde quedarse. Nosotros sólo podemos conocer lo que está dentro de nuestro mundo y el vagabundo no está en nuestro mundo porque lo hemos echado se ha ido por su voluntad. El vagabundo es lo salvaje, lo peligroso. Cualquier persona vagabunda, el emigrante en grado sumo, es la imagen de la mortalidad, de la finitud, de lo caduco, de lo otro ajeno a nosotros.

¿Cómo se sentirían los padres de Jesús al ver a su hijo reclinado en el pesebre de una cuadra que no era suya, sin sus cosas, y de estar habitando en un país lejano, lejos de sus parientes y sin conocidos alrededor?», pregunté a alguien que tiene parientes desahuciados viviendo en su casa. Me respondió: «Como mis parientes que se sienten avergonzados, fuera de su mundo, a la intemperie, como si no tuvieran tierra que pisar». A Jesús sólo lo recibieron los pastores y los magos, y los desahuciados son motivo de preocupación para la familia y los movimientos sociales que protestan y exigen respetar su dignidad.

Los especuladores y los banqueros, como dueños de vidas y haciendas, obligan a mucha gente a abandonar sus casas y, probablemente, antes ya se han adueñado de su dinero con el engaño de las preferentes. Herodes forzó a la Sagrada Familia a abandonar su tierra al tomar la decisión de matar a los recién nacidos. Dios se seculariza y se hace vagabundo al hacerse hombre y dejar que el tiempo y los avatares de la vida entren en su existencia. San Pablo dice en una de sus cartas: «Dios se vació».

Manuel Mandianes es antropólogo del CSIC y escritor.

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