En los últimos tiempos se escuchan opiniones doctrinales que propugnan el establecimiento de la cadena perpetua en nuestro ordenamiento jurídico, como una solución al incremento de ciertas modalidades muy graves de delincuencia, como una forma de hacer frente a determinadas variantes especialmente brutales de atentado contra los derechos de las personas. Estas opiniones surgen a causa de la indignación que conductas constitutivas de delitos gravísimos ha producido en amplias capas de la sociedad. La maldad humana parece no tener límites, y la falta de respeto por los derechos básicos de los más indefensos parece no encontrar valladar alguno, ni en la ley, ni en la Administración de Justicia ni en las Fuerzas de Seguridad.
El recurso al Derecho Penal, como último medio de impedir que tanto daño se siga produciendo, es el homenaje que dicha rama del Derecho recibe de quienes no quieren tomarse la justicia por su mano, de quienes creen en la ley como pauta de comportamiento de las personas, de quienes confían en la Justicia como el ámbito natural en que el valor superior de la dignidad del ser humano debe obtener pleno reconocimiento.
Nuestra Constitución es el referente máximo en el que todas las miradas convergen, es la obra cumbre de nuestro saber político y de nuestra prudencia jurídica, y de ella se espera la bendición o el anatema respecto de una forma de represión penal que fue desterrada hace tiempo de nuestro elenco de sanciones. Ahora bien, lo cierto es que, en un primer y superficial análisis, se tiene la impresión de que nuestra Carta Magna no hace expresa referencia a esta modalidad de sanción penal, a diferencia de su claro posicionamiento frente a la pena de muerte, que resulta prohibida salvo en caso de delito militar cometido además en tiempo de guerra. Sin embargo, la Carta Magna proclama en su Preámbulo el deseo de la Nación española de proteger a todos los ciudadanos en el ejercicio de los derechos humanos y en sus tradiciones, así como promover el progreso de la cultura, para asegurar a todos una digna calidad de vida.
No cabe duda de que, en sentido filosófico y ético, la «tradición» a que hace referencia la Constitución no puede ser otra que la que deriva de una concepción humanista, que en España ha alcanzado las más elevadas cotas de su desarrollo histórico universal, plasmándose en los postulados de Política Criminal que impregnan nuestra legislación.
El primero de ellos es el principio de humanidad, uno de cuyos corolarios es la evitación de la duración indefinida de las sanciones penales. A continuación nos encontramos con una concepción del Derecho Penal como genuino restaurador del orden social perturbado por el delito, Derecho tendente a producir, a través del juicio y la sentencia, un nuevo equilibrio que iguale la situación posterior al delito a la existente al tiempo de producirse el ataque a la sociedad que éste representa. En tercer lugar, existe el deseo de motivar al delincuente para el abandono del delito. Y por último, hay que tener presente el deseo de desterrar la idea de una estigmatización perpetua, lo que en Derecho Penal Internacional se llama recidive perpetuelle. Otro de los expresados propósitos del Constituyente es que se promueva el «progreso de la cultura». Una de las manifestaciones más significativas de la moderna cultura está representada por su sistema penal, que por un lado selecciona los bienes que entiende más valiosos, para luego protegerlos mediante la más grave de las sanciones, que es la pena. Así, el Derecho Penal se constituye en un espejo de valores y en un índice de la escala que de los mismos asume en cada momento toda sociedad.
El primero de estos principios de Política Criminal que pueden deducirse de los postulados constitucionales tiende a evitar la duración indefinida de la prisión, entendida como la más grave de las sanciones penales admisibles. Si bien nuestra Constitución no la prohíbe expresamente, lo cierto es que otros postulados de la Carta Magna, que desarrollan su Preámbulo, imposibilitan totalmente la recepción de esta forma de sanción en nuestro sistema penal. Como recuerda la sentencia del Tribunal Supremo de 20 de octubre de 1994, el artículo 25.2 de la Constitución proclama que las penas privativas de libertad están orientadas hacia la reeducación y reinserción social. De este modo, todo cuanto contradiga semejante faro orientador, empañando el fin último de la pena, comportará una tacha desde el punto de vista constitucional.
La Constitución establece en su artículo 10 que la dignidad de la persona, los derechos inviolables que le son inherentes, el libre desarrollo de la personalidad, el respeto a la ley y los derechos de los demás son fundamento del orden político y de la paz social. Nuestro texto jurídico máximo hace pivotar todo el desarrollo de nuestra legislación en la protección de la dignidad de la persona, destacando como objetivo a alcanzar el del libre desarrollo de la personalidad. Esto significa que también el delincuente debe ser plenamente protegido en su dignidad, para que él también alcance el libre desarrollo de su personalidad, en la medida en que ello sea compatible con las finalidades de la pena, la cual sin duda mediatiza de modo notable sus posibilidades.
Asimismo, el artículo 15 de la Carta Magna afirma que todos tienen derecho a la vida y a la integridad física y moral, sin que, en ningún caso, puedan ser sometidos a tortura ni a penas o tratos inhumanos o degradantes. Por su parte, el artículo 25 del texto establece que las penas privativas de libertad estarán orientadas hacia la reeducación y reinserción social. La mencionada Sentencia del Supremo afirma en este sentido que una pena que rebase ampliamente el límite de 30 años merece la calificación de inhumana, al ser difícilmente reconducible a los fines de reeducación y reinserción que previenen los artículos 15 y 25.2 de la Constitución española.
Nuestro más alto Tribunal afirma también que dicha sanción es inhumana y degradante, en el sentido del artículo 15 de la Constitución. Al dictar esta notable sentencia, nuestros jueces máximos alcanzaron una altura filosófica y ética propia de nuestra tradición, pero que no ha obtenido el consenso necesario para permitir que las Naciones Unidas condenaran la cadena perpetua como contraria a los derechos de la persona. Con una de las escuelas penales más vanguardistas, España se convierte además en uno de los países cuyo sistema jurídico es más garantista y humanista de entre aquellos que pueden considerarse propios de un Estado de Derecho.
Continúa la referida sentencia afirmando que una pena de tal extensión «supondría una humillación o sensación de envilecimiento superior a la que acompaña a la simple imposición de la condena, trato inhumano y degradante proscrito por el artículo 15 de la Constitución».
Nuestro Tribunal Supremo no deja otra opción que la reforma constitucional si se pretende reintroducir la reclusión perpetua entre nuestro elenco de sanciones penales. Dicha reforma constitucional, al afectar a un derecho fundamental, requeriría, además de una mayoría altamente cualificada en ambas Cámaras, la posterior disolución de las Cortes, una nueva aprobación del texto por igual mayoría en las nuevas Cortes y por último la sanción en referéndum.
Esta sentencia no es la única en el sentido indicado. La sentencia del Tribunal Supremo de 7 de marzo de 2001 vuelve a insistir en que la pena muy prolongada no puede permitir cumplir con la función de resocializar al delincuente. Afirma el Tribunal que una pena de duración excesiva no cumple ya ninguna función preventiva general ni preventiva especial, ni tiene virtualidad para producir efectos reeducadores o resocializadores: «una pena que por su extensión se podría asimilar a la cadena perpetua, chocaría con los principios constitucionales, en cuanto que resultaría inhumana y degradante..»..
Por otro lado, los sistemas alternativos que se han imaginado, como la revisión periódica del condenado una vez transcurridos un determinado número de años, parten siempre de la base de un cumplimiento ya de por sí muy prolongado, lo que incide de lleno en la referida tacha constitucional. Tampoco es posible entender, por un lado, que una pena muy prolongada es contraria a la Constitución, y al propio tiempo sostener que una revisión periódica, con retención indefinida del penado, una vez cumplida una larga pena de prisión, puede ajustarse a los postulados constitucionales. No debe olvidarse que, sin perjuicio del imperativo de justicia que determina la imposición de la pena, la retención y custodia del penado en prisión debe ser compatible con su reinserción, como afirma el Tribunal Constitucional en su Sentencia 150/91. No puede imaginarse una pena que sólo esté orientada a la retención y aislamiento indefinidos del delincuente para prevenir su posible reincidencia. Otros mecanismos de prevención y seguimiento pueden implementarse, pero acudir al simple expediente de una inhumana prolongación de la pérdida de la libertad para alcanzar mayor seguridad social aparece como una fórmula rechazada por nuestra tradición, cultura y jurisprudencia.
La ley penal debe cumplirse, y su estricta aplicación, impulsada celosamente por quienes son sus valedores e intérpretes, ha de constituir la esperanza de quienes han sido dañados por el crimen o de cuantos se sienten solidarios con las víctimas de esa injusticia.
Los defensores de la Ley, inspirada por los valores constitucionales basados en el humanismo, tienen ante sí una responsabilidad, la de hacer compatible la seguridad jurídica con el respeto a los derechos fundamentales, equilibrio que se erige en piedra de toque del desarrollo moral y cívico de los pueblos.
Álvaro Redondo Hermida es fiscal del Tribunal Supremo.