Acorde con la tarascada que Alcalá Zamora le soltó a Cambó, de que «no se puede ser a la vez Bolívar en Cataluña y Bismarck en España», se diría que Pedro Sánchez cultiva la ambivalencia del líder de la Lliga, aunque sea desde las antípodas ideológicas. Así, juega a presentarse hombre de Estado capitalizando lo que menester fuere, mientras sirve la hipoteca contraída con quienes le sostienen en el poder a costa de demoler el Estado del que se enseñorea. Recuperando una apreciación del gran ensayista Montaigne, el aparecido de La Mareta podría proclamar de sí mismo: «Yo ahora y yo hace un momento somos dos».
De esta guisa, en vísperas de enfangarse con sus socios separatistas en una negociación de doble mesa sobre los Presupuestos del 2022 y sobre una eventual consulta sobre la autodeterminación en Cataluña, con los soberanistas vascos del PNV y Bildu al acecho, Sánchez se enfunda el traje de estadista -y casi la guerrera de general de cuatro estrellas- para presumir del rescate de más de dos mil personas, entre militares, cooperantes y afganos, del infierno de Kabul, tras la escopeteada huida occidental al cabo de 20 años de intervención a raíz de los atentados del 11-S. A este propósito, y con parejo desparpajo a cuando hace un año comunicó que España salía más fuerte de la pandemia del covid, dictó el viernes y lució ayer, haciéndose acompañar de Felipe VI, a la sazón Mando Supremo de las Fuerzas Armadas: «Misión cumplida». En realidad, celebraba su salvamento tras estar desaparecido. Haciendo de la necesidad virtud, festeja como «éxito de país» el fracaso sin paliativos de una empresa que, lejos de auspiciar una «libertad duradera» en un Estado terrorista, fragiliza ésta y se vuelve como un bumerán contra un Occidente en el punto de mira del fanatismo islamista.
No está mal, en cualquier caso, para quien declaró a EL MUNDO en 2014 que sobraba el Ministerio de Defensa, pero que ha debido de descubrir al Ejército en La Moncloa, como José Barrionuevo la Guardia Civil al asumir la cartera de Interior con González. Eso sí, a diferencia de sus homólogos europeos, esquiva el Parlamento y deja que sus ministros lidien a las Cortes, mientras él se guarnece tras la barrera negándose a hablar con el jefe de la oposición, Pablo Casado, sobre una común tarea de Estado de Ejecutivos del PP y PSOE.
Si lo hiciera por convicción, habría que anotar que acierta cuando rectifica, pero no es así. Sólo trata de adjudicarse medallas ajenas cuando congela la partida militar. Bien por criterio propio, bien por imposición de unos socios que vejan y proscriben a la Milicia. Ese recorte obliga a estos servidores públicos a atenerse a la instrucción que, al parecer, recibió un embajador que solicitó recursos para una misión y al que el ministro remitió un encomiástico telegrama encareciéndole que supliera tal carencia con entusiasmo y buen hacer. «Entusiasmo y buen hacer» despliegan unos militares españoles de los que, como de Santa Bárbara, sólo se acuerdan de ellos cuando truena. «¿Qué tempestad -inquiría Quevedo- no llena de promesas los santos y qué bonanza tras ella no los torna a desnudar con olvido de todo?». Pues eso.
En este brete, resulta una maniobra de distracción reavivar la conveniencia de un ejército europeo, como ha suscitado Josep Borrell, jefe de la diplomacia europea, para rebajar la dependencia de la Unión Europea de la política exterior y de seguridad de Washington. Luego de reconstruir el continente de su devastación en la II Guerra Mundial con sus dólares y desarrollarse bajo su paraguas militar, sufragando con ese ahorro un Estado de Bienestar del que no dispone el norteamericano medio, el anuncio entraña un brindis al sol. Al margen de su supuesta imperiosidad, no se atisba cómo la UE va a dar ese paso en pro de su autonomía estratégica.
Incapaz de tener una sola voz en el plano diplomático y de que sus miembros aporten su cuota a la Alianza Atlántica, ¿cómo va a forjar una alternativa a la OTAN, por más que ésta viva horas bajas después de correr, en Afganistán, en busca de salvavidas para escapar, en lugar de mantener a flote el barco de una participación encaminada a desactivar un Estado terrorista? Es pedirle peras al olmo seco del poema machadiano.
Como formuló en 1988 un avezado político soviético, Georgui Arbátov, director del Instituto para América del Norte, en vísperas de caer el Muro de Berlín y de implosionar el régimen soviético: «Americanos, estamos a punto de haceros algo terrible: os vamos a dejar sin enemigo». Sin enemigo, pero no sin enemigos, como a la vista está. La amenaza a las democracias ya no proviene de los tanques comunistas del otro lado del Telón de Acero, si bien no conviene perder de vista las intromisiones víricas del zar Putin, sino de otras variantes de esa cepa totalitaria que socavan los cimientos de las sociedades abiertas, mientras China asienta su hegemonía con la parsimonia de la tortuga que vence en su carrera a la vanidosa liebre. Ante el desprestigio de EEUU, no hay que ser Tony Blair, aunque el ex premier británico purgue sus propias desdichas de la guerra de Irak, para colegir que este alocado desistimiento de Afganistán beneficiará los intereses hostiles a Occidente y alentará a enemigos tan declarados como el nuevo Estado Islámico que será, como hace dos décadas, una plataforma terrorista de desestabilización internacional.
Ante esta terca realidad, el nudo gordiano no es estrictamente militar, sino político, de pelear por las ideas que nutren el progreso de los pueblos. En este sentido, cabe constatar como la barbarie come terreno a una civilización gobernada por gerifaltes enzarzados en bizantinismos como los que prologaron la caída de Constantinopla a manos de los otomanos. De hecho, fue lo que se escenificó el martes en la cumbre virtual del G-7 para prolongar la fecha límite del 31 de agosto fijada por la Casa Blanca parar largarse de Kabul.
En Occidente, y señaladamente en esta Europa donde confluyen hogaño el nacionalismo que le acarreó dos guerras mundiales y el fanatismo islamista, el peligro se encierra en su seno mismo. A este respecto, carece de sentido preguntarse, como en el poema de Kavafis, por la venida de los bárbaros, pues éstos ya se adueñan de esta Barbaria en ciernes, cuando no la someten a sus preceptos sin precisar de ninguna fetua o edicto religioso. Basta reparar cómo se apoderan de las redes sociales con la anuencia de quienes determinan los cánones de la corrección política, a la par que extiende su espiral de silencio entre sonámbulos que se extasían ante sus teléfonos móviles repasando la nada o entretienen su ocio en el circo futbolístico que patrocinan los jeques de los petrodólares que costean el talibanismo que desestabiliza una Europa menguantemente alegre y confiada.
En ocasiones, estos ciudadanos se desperezan turbados con matanzas como el doble atentado del jueves en Kabul al grito de ¡Alá es grande! (Pero no misericordioso, según tal proceder). Pasado el sobresalto, retornan a meter la cabeza bajo el ala y plegarse a las circunstancias de una religión que, como aguzó el autor de La Democracia en América, Alexis Tocqueville, en sus notas sobre el Corán, «no sólo tiene una insoportable propensión a multiplicar las llamadas a la guerra y la matanza de infieles, sino que además deja realmente poco espacio a la libertad». Empero, el sabio francés erró en el pronóstico de que, al ser una religión que marcha «a contracorriente del desarrollo histórico y científico», se condena a la decadencia al ser «incompatible con la democracia que representa el futuro inevitable de las sociedades modernas».
Tocqueville sería catalogado hoy de islamófobo por esas adoratrices del «sola y borracha» que callan sobre el burka y pregonan que no se propicie la islamofobia desempolvando fotos sesenteras de jóvenes minifalderas afganas marchando rumbo a la Universidad, como las iraníes antes del empoderamiento de los ayatolas, dentro de la nueva normalidad de este puritanismo de monja-alférez de la nueva Sección Femenina de la izquierda retardataria. Si es un clamor el silencio del mundo musulmán, no lo es menos de un Occidente que se hace el sueco como ese canal escandinavo que, en plena catástrofe, debate cuál será la posición talibán sobre el cambio climático y si acudirá a la Cumbre de Glasgow. ¿Cabe mayor idiocia? Ni siquiera Merkel se ha sustraído de «dialogar» con los talibán para preservar lo logrado estos 20 años en el país, según dijo en el Bundestag, tras timar éstos a EEUU sobre una salida pactada que no ha sido tal. Como avizoró Tocqueville, «todo el mundo percibe el mal, pero muy pocos tienen el valor de buscar la cura».
A diferencia de las dos veces que los otomanos pusieron sitio a Viena (1529 y 1683), la capital del Sacro Imperio Romano, el enemigo reside intramuros de las sociedades abiertas que respetan el pluralismo político y religioso, la igualdad sexual, la separación Estado-Iglesia y la libertad de expresión frente a quienes auspician el retorno a la Edad Media, cuya tiniebla despejó Occidente merced al Renacimiento y la Ilustración. No es un choque de civilizaciones, sino una colisión entre la civilización y la brutalidad que puede inclinarse del lado de la sinrazón por la abdicación de gobernantes y gobernados. Con su optimismo antropológico y buenismo irreflexivo, confían en apaciguar a quienes no fingen ni quieren su afán devastador.
Como ninguna civilización es conquistada hasta que no se autodestruye, pasma como Occidente se repudia a sí misma con un odio patológico que mereció la perplejidad de Benedicto XVI. Por encima de la sana autocrítica, Europa sólo se fija en lo ignominioso de su historia, al igual que España asume la «leyenda negra» que acarrea todo imperio y se deja vilipendiar por esa ola de necedad neoindigenista que rebrota en Hispanoamérica a redoble de tambor de los aniversarios de independencia. Occidente se niega y atiza a narradores que novelan lo que no quieren vivir o a quienes tienen clara la batalla por la libertad para no perderla. Como hoy Afganistán y ayer en Constantinopla entre la incredulidad del monje que, según la leyenda, se negó a admitir la noticia, salvo que los peces que freía revivieran y saltaran del fuego al pozo cercano, como comprobó entelerido.
No acaeció con los españoles que, al sobrevenir el primer asedio de Viena por Solimán el Magnífico coaligado con Francia, acudieron con diligencia «sin ser llamados, ni compelidos de nadie» para atajar aquel riesgo para la Ciudad del Danubio y para toda Europa. Fray Prudencio de Sandoval, en la Vida del Emperador Carlos V, refiere como, «con ser España una provincia tan apartada de Austria», los españoles «se pusieron en orden, vendiendo y empeñando sus haciendas, y echándolas en armas y caballos, dejando la dulce patria, mujeres e hijos, y unos por Francia, otros por mar, caminaron a largas jornadas por hallarse en la batalla que el Emperador pensaba dar al Turco». Esta cita no sólo será tildada de extemporánea, sino merecedora de censura en consonancia con los talibán que queman libros y echan abajo esculturas a medida que sus hordas avanzan como los hunos de Atila.
Ante ese reto, las sociedades abiertas adoptan una actitud contemplativa que confunde tolerancia con indiferencia o relativismo, cuando la tolerancia exige tener creencias y fortificar la libertad, amén de reciprocidad. No obstante, hay gente tan civilizada que, con un optimismo antropológico y un buenismo irreflexivo, juzga llegar a acuerdos claudicantes con quienes no disfrazan sus afanes de devastar sociedades abiertas que se suicidan financiando a manos llenas sus organizaciones-tapadera, como España hace con quienes quieren desmembrarla. Con unos y con otros, Sánchez saca pecho. Gran temeridad la suya perdiendo a tantos para sostenerse él mismo.
Francisco Rosell, director de El Mundo.