La caída de la movilidad ascendente

La preocupación por la desigualdad económica está en el aire, casi en todas partes. El problema no es la desigualdad entre países, que en realidad ha disminuido durante las últimas décadas, en gran parte gracias a las mayores tasas de crecimiento y expectativas de vida en muchos países emergentes (especialmente en China e India). Por el contrario, el foco hoy día está en la desigualdad –a veces llamada disparidad del ingreso– al interior de los países.

Un motivo es que el problema de la desigualdad es real, y está empeorando en muchos lugares. En las últimas décadas, la riqueza y el ingreso se han concentrado más en la cima –el así llamado 1 %– mientras que los ingresos reales y niveles de vida de los pobres y la clase media se han estancado o han caído en muchos países desarrollados.

Esto era así antes de la erupción de la crisis financiera mundial en 2008, pero la crisis y sus repercusiones (incluidos los elevados y prolongados niveles de desempleo) han empeorado las cosas. A pesar de unas pocas excepciones notables en el norte de Europa y partes de Latinoamérica, el aumento de la desigualdad ha afectado tanto al mundo desarrollado como a los países en desarrollo.

Personas destacadas están llamando la atención sobre este problema como nunca antes. El Papa Francisco exhorta al mundo a «negarse a una economía de exclusión y desigualdad», porque «esa economía mata». El presidente estadounidense Barack Obama habla de una economía estadounidense que «se ha tornado profundamente desigual». El recientemente electo alcalde de la ciudad de Nueva York, Bill de Blasio, puso el tema en el centro de su campaña, refiriéndose reiteradamente a una «historia de dos ciudades» y una «crisis de desigualdad».

El énfasis es comprensible, pero enmarcar el problema como uno de desigualdad presenta un peligro real. Lo que debe importar no es la desigualdad en sí –para parafrasear el Evangelio según Mateo, los ricos siempre estarán con nosotros– sino la existencia de una posibilidad genuina para los ciudadanos de tornarse ricos o, al menos, estar sustancialmente mejor. Es la falta de movilidad ascendente, no la desigualdad, lo que constituye el problema central.

Considerar a la desigualdad como el problema puede llevar a todo tipo de «remedios» contraproducentes que, en realidad, empeorarían la situación. La tentación más obvia es la de intentar reducir la desigualdad a través de impuestos a los ricos. El error en la política redistributiva es que enfatiza el desplazamiento de la riqueza en vez de su creación. Empobrecer a los ricos no enriquecerá a los pobres.

Por supuesto, este principio tiene sus excepciones. Por ejemplo, en casos de corrupción extrema y capitalismo amiguista, los recursos estatales son secuestrados por unos pocos. Muchos países productores de energía pertenecen a esta categoría, por lo que muchos observadores hablan de las dotaciones energéticas y minerales como una «maldición» más que un beneficio.

Pero, afortunadamente, esos casos son excepciones. Por lo general, una política inteligente consiste en mejorar la situación de los pobres y la clase media en vez de empeorar la de los ricos. Reducir (o, mejor aún, eliminar) la discriminación por raza, religión, género y orientación sexual es una forma de lograrlo, así como garantizar los derechos sobre la propiedad, en parte para que la gente pueda obtener créditos para iniciar sus emprendimientos ofreciendo sus hogares como garantía.

La educación también es fundamental. Pero esto no implica la necesidad de gastar mucho más en educación; aquí (y en todas partes) la forma en que se usa el dinero es más importante que cuanto se gasta. La variable más crítica que afecta el desempeño de los estudiantes es la calidad de la enseñanza. Los recursos necesarios para la capacitación adicional de los docentes y para pagar más a las personas talentosas –para qué se dediquen a la enseñanza y continúen en ello– pueden ser compensados con la voluntad para eliminar a los docentes que no están a la altura de las circunstancias. Incluso si algunos costos aumentaran, valdría la pena si el resultado fueran ciudadanos mejor educados y más productivos.

Reformar los planes de estudio es igualmente importante. Las escuelas secundarias y los institutos terciarios conocidos en Estados Unidos como community colleges –instituciones postsecundarias que habitualmente ofrecen títulos después de dos años de estudios– deben ofrecer cursos orientados a empleos que ya existen o que pronto estarán disponibles. Debe fomentarse la estrecha cooperación entre los empleadores y los establecimientos educativos, como ocurre a menudo en países como Alemania. Y la educación debe estar al alcance de la gente durante toda su vida, en forma accesible y eficiente, no solo al principio de sus carreras.

También es importante mostrar cautela frente a algunas ideas que a menudo se presentan como soluciones, como la exigencia de grandes aumentos en el salario mínimo para los trabajadores por hora. El problema es que eso desalienta la contratación por parte de las empresas. Sería mejor mantener los aumentos salariales en niveles modestos para que la gente pueda encontrar empleo, y buscar otras formas de subsidiar la educación y la salud para quienes lo necesitan.

La desigualdad es real. Pero solo puede ser enfrentada eficazmente con políticas y programas que fomentan el crecimiento y crean oportunidades significativas para aprovecharlo. Hay mucho en juego, ya que el crecimiento económico y la cohesión social dependen de que logremos una solución satisfactoria. Pero para ello hay que entender que la desigualdad no es tanto la causa como la consecuencia de nuestros pesares.

Richard N. Haass, President of the Council on Foreign Relations, previously served as Director of Policy Planning for the US State Department (2001-2003), and was President George W. Bush’s special envoy to Northern Ireland and Coordinator for the Future of Afghanistan. His most recent book is Foreign Policy Begins at Home: The Case for Putting America’s House in Order. Traducción al español por Leopoldo Gurman.

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