La caída del imperio de los economistas

El historiador Norman Stone, fallecido en junio, siempre insistía en que los estudiantes de historia aprendan idiomas extranjeros. El lenguaje nos da acceso a la cultura de un pueblo, y la cultura, a su historia. Esta nos dice cómo ese pueblo se ve a sí mismo y a los demás. De modo que saber idiomas debería ser un componente esencial del instrumental técnico de los historiadores. Es la clave para comprender el pasado y el futuro de las relaciones internacionales.

Pero la creencia en la importancia fundamental de conocer idiomas particulares ha ido menguando, incluso entre los historiadores. Todas las ciencias sociales, en mayor o menor grado, parten del anhelo de un lenguaje universal en el que puedan amoldar aquellos datos particulares que se adapten a su visión de las cosas. Su modelo de conocimiento aspira a la precisión y a la generalidad de las ciencias naturales: en cuanto comprendamos la conducta humana en términos de algún principio universal y (sobre todo) ahistórico, podremos aspirar a controlarla (y por supuesto, mejorarla).

Ninguna ciencia social sucumbió a esta tentación tanto como la economía. Su lenguaje universal preferido es la matemática. Sus modelos de la conducta humana no se basan en la observación rigurosa, sino en hipótesis que si no están sacadas de la galera, están sacadas inconscientemente del entorno intelectual y político del economista. A continuación, estas hipótesis forman las premisas de razonamientos lógicos del tipo “todas las ovejas son blancas, de modo que la próxima oveja que me encuentre será blanca”. En economía: “Todos los seres humanos son maximizadores racionales de la utilidad. De modo que en cualquier situación, siempre actuarán de modo tal de maximizar la utilidad”. Este método confiere a la economía un poder predictivo exclusivo, especialmente porque la utilidad económica se puede expresar y manipular cuantitativamente. En palabras de Paul Samuelson, convierte a la economía en “la reina de las ciencias sociales”.

En principio, los economistas no niegan la necesidad de validar sus conclusiones. Podríamos pensar que en esto la historia ha de ser particularmente útil: ¿será verdad que todas las ovejas son blancas, en cualquier lugar y en cualquier clima? Pero la mayoría de los economistas desdeñan la “evidencia” de la historia, a la que consideran poco mejor que un anecdotario. Su acercamiento a la historia es por una sola vía: la econometría. En el mejor de los casos, el pasado es un campo para la investigación estadística.

El economista Robert Solow formuló una crítica devastadora de la identificación de la historia económica con la econometría, o “ceguera histórica”, como la denomina:

“Las mentes más brillantes de la profesión actúan como si la economía fuera la física de la sociedad: hay un único modelo universalmente válido, sólo hace falta aplicarlo. Podríamos arrojar a un economista moderno desde una máquina del tiempo (…) en cualquier tiempo o lugar, provisto de su computadora personal, y enseguida pondría manos a la obra, sin siquiera molestarse en preguntar en qué lugar o tiempo está”.

En síntesis, gran parte de la modelización histórica de los economistas da por sentado que la gente en el pasado tenía en esencia los mismos valores y motivos que nosotros en la actualidad. El premio Nobel de Economía Robert Lucas llevó esta metodología hasta su conclusión lógica: “la construcción de un mundo mecánico, artificial, poblado por (…) robots interactuantes (…), que sea capaz de exhibir una conducta que a grandes rasgos se parezca a la del mundo real”. La economía se plantea como objetivo reemplazar los lenguajes particulares que obstaculizan el descubrimiento de leyes generales con el lenguaje universal de la matemática.

Elon Musk lleva los robots interactuantes de Lucas un paso más allá, con su ambición de vincular el cerebro humano directamente con el mundo (otros cerebros humanos incluidos). Nuestros pensamientos se socializarán directamente sin la intermediación de ningún lenguaje. Bastará pensar “¡ábrete, puerta!”, y la puerta se abrirá. Mientras los economistas sueñan con poner a Dios en sus modelos, los ciberutopistas sueñan con revertir la caída del hombre creando humanos con características divinas.

Seamos claros: esto es la apoteosis de una fantasía de Occidente, que todavía se ve a sí mismo como el portador de la civilización universal, y al resto del mundo como un indicador cultural retrasado. Y aunque la economía perdió autoridad en Occidente, esto no hizo mella en la propensión de Occidente a exportar su civilización. El lugar de la “buena economía” ha sido ocupado en parte por un compromiso con los derechos humanos universales, como forma de salvar al mundo de sí mismo, pero el objetivo es el mismo: señalarle al resto del mundo sus defectos.

Aquí encontramos una paradoja. El triunfo del universalismo se produce justo cuando el poder occidental se derrumba. Y fue ese poder lo que hizo que lo occidental pareciera universal, en primer lugar. No fue el misionero sino el conquistador el que difundió el cristianismo por el mundo.

Lo mismo vale para la ciencia social occidental y los valores occidentales en general. El resto del mundo adoptó el modelo occidental de progreso (especialmente el progreso económico) para poder liberarse de la tutela occidental. Esto todavía da a la economía (una invención occidental) su eficacia: es una especie de magia del hombre blanco. Pero si detrás de la magia no hay poder y autoridad, su atractivo desaparecerá. El resto del mundo aún querrá emular el éxito occidental, pero lo buscará por sus propios medios. La Universidad de Chicago y el MIT cederán paso a universidades en China o la India, y el mundo elegirá qué valores occidentales adoptar.

Pero el mundo necesita algo universal que nos dé un sentido de humanidad compartida. El gran desafío (para usar esa palabra tan trillada) es desarrollar lo que el filósofo Thomas Nagel llamó una “mirada desde ningún lugar” que trascienda a la vez el fetichismo cultural y el cientificismo, y que no nos obligue a elegir entre los dos. Y eso es tarea para la filosofía, no la economía.

Robert Skidelsky, a member of the British House of Lords, is Professor Emeritus of Political Economy at Warwick University.  Traducción: Esteban Flamini.

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