¿La caja de Pandora?

EL comunicado en que ETA certifica el cese definitivo de su actividad armada ha despertado esperanzas y suspicacias, en proporciones que no me atrevo aún a estimar. Esto vale para la sociedad española en su conjunto y también para muchos españoles sueltos que no saben qué sentir: si alivio por la noticia de que los terroristas no asesinarán de nuevo o enfado por el tono con que han anunciado su decisión. ETA, en efecto, se duele solo de las muertes sufridas por sus militantes, no pide perdón a las víctimas e intima clarísimamente que exigirá una negociación política. Existe un equívoco en la postura adoptada por la banda, una especie de punto ciego. Como suele decirse, la botella está medio llena, pero también medio vacía. Recogeré primero las razones de quienes, luego de mirar la botella al trasluz, prefieren apuntarse a la tesis de que está medio llena.

El argumento de los optimistas se sostiene, esencialmente, sobre dos patas. Una es la constatación innegable de que, en no habiendo novedad, o, como dicen los juristas, rebus sic stantibus, a ETA le va a resultar muy difícil volver a matar. Veremos, dentro de un rato, que esta verdad es más complicada de lo que se piensa, o que es una verdad relativa. Pero todos estamos de acuerdo en que solo un corpúsculo disidente podría cometer en el futuro próximo un atentado. ETA se ha comprometido a algo que la ata mucho más que sus declaraciones anteriores, y esto, sin duda, hay que celebrarlo. Simultáneamente, el argumento risueño minimiza la importancia de extremos que muchos perseveramos en considerar importantes. El primero es que ETA no se ha rendido. El otro es que el Gobierno ha mentido a la opinión. Lo ha hecho al negar que anduviera en trato con los terroristas, y lo ha hecho al participar, de forma activa e innegable —y quizá aportando soporte logístico y dinero— en el montaje de la Conferencia Internacional de San Sebastián. Todo esto es sórdido, irritante y profundamente incompleto. Pero a lo mejor es cierto que se había abierto una ventana de oportunidad, difícilmente repetible. A lo mejor es cierto que no se puede hacer una tortilla sin romper los huevos, y que el saldo resultará a la postre positivo. Falta todavía por ponderar un punto que a mi modo de ver no se ha discutido hasta la fecha de modo adecuado. El Gobierno que habrá de dialogar con ETA no será de obediencia socialista, sino, salvo sorpresa mayúscula, de extracción popular. El punto es substancial porque un gobierno socialista se encontraría en la precisión absoluta de negociar las «consecuencia políticas» del «conflicto». La cláusula ocupa un lugar destacado en la Conferencia de San Sebastián, y no podría haberse incluido sin permiso de La Moncloa y sus terminales vascas. Por supuesto, no cabe desarrollar lo que la cláusula lleva implícito sin romper la Constitución. Pero esta
dificultad, por emplear un eufemismo, se supera deslocalizando al interlocutor, o, lo que es lo mismo, pasando la patata caliente al PP. Se entiende, más o menos, la actitud del Gobierno: este se queda con lo bonito del gesto, aunque no con la pesadumbre de administrar las consecuencias que de él se derivan. Se adivina, no sin preocupación, por qué Rajoy no ha impedido, o al menos estorbado, la operación. Para el líder popular lo principal era no meterse en líos antes de las elecciones. Como no ha hablado con los terroristas, siempre estará a tiempo, si vienen mal dadas, de replegarse a posiciones ortodoxas y afirmar que la Constitución es intangible. La pregunta del millón se refiere a ETA. ¿Por qué ETA ha puesto una condición que es dudoso que quiera aceptar el partido con el que tendrá que atar cabos a la hora de la verdad? La pregunta sugiere una respuesta que, siendo conjetural, es, también, altamente verosímil. Es precisamente esta conjetura la que induce a temer que la botella no esté medio llena, sino medio vacía.

Me explico: ETA no estaría concibiendo su renuncia a la violencia como el final de un proceso, sino como la continuación de su lucha de siempre por medios desplegados a una escala mayor y en un contexto distinto. Imaginemos, como es muy probable que suceda, que la expresión política de ETA obtiene un éxito resonante en las elecciones del 20-N. Imaginemos, dando otra vuelta de tuerca, pero no postulando un imposible, que ETA supera en votos al aturdido, vacilante, PNV. ¿Creen que Patxi López podría aguantar durante meses la presión ambiente? ¿Se representan al débil gobierno socialista durando hasta que se agote el ciclo legislativo vasco? Me parece que no. Al cabo de poco, tendríamos a un lendakari de obediencia etarra. O lo tendríamos, a todo tardar, en la primavera del 2013. Un lendakari de obediencia etarra… con el poder coactivo del Estado en sus manos. Basta situarse en ese escenario para advertir que nuestras composiciones de lugar sobre el cese definitivo de la violencia son anacrónicas. No leeríamos, por supuesto, noticias luctuosas sobre muertes provocadas por bombas lapa. No las leeríamos, porque las bombas lapa las colocan los que están fuera del poder. Pero asistiríamos a gestos permanentes de insubordinación institucional frente a Madrid: desde la negativa a pagar el cupo, a actos de rebelión que solo podrían atajarse mandando el Ejército al País Vasco. Y el Ejército se mandaría o no se mandaría, según las circunstancias y las ganas de fajarse que luciera el Gobierno de la nación. En mi opinión, ETA no descarta este escenario. Es más, solo porque no lo descarta se entiende que haya dado el paso que ha dado. Aprovecho esta fantasía fúnebre para argumentar por qué no es en absoluto trivial que ETA no haya pedido perdón ni haya echado formalmente el cierre. Si hubiera hecho cualquiera de estas cosas, no podría intentar luego lo que no es excluible que acabe intentando: impugnar por la vía de hecho la Constitución. La cuestión no está, por tanto, en que ETA vaya a usar las armas no entregadas para matar. No lo necesitaría. La cuestión está en que una ETA que no se ha rendido al orden constitucional se encuentra moralmente autorizada, desde su punto de vista, a desafiarlo una vez más. Por eso ETA no se ha disuelto, y por eso no es adjetivo, sino soberanamente inquietante, que no lo haya hecho.

Los físicos, gremio al que pertenecí en tiempos, hablan de algo que responde al nombre de «superposición cuántica». Un sistema está en superposición cuántica cuando los distintos e incompatibles estados que lo configuran coexisten objetivamente. Es el experimentador el que, al intervenir en el sistema con sus aparatos de medición, coloca al último en un estado concreto. Así sucede con las cosas vascas y españolas en general. La acción de los agentes políticos definirá una situación que en este momento es todavía difusa. Si ETA pincha el 20-N, ingresaremos en otro mundo. Si Rajoy se mantiene firme, quizá la banda se dé a partido y el asunto no pase a mayores. O quién sabe, es posible que rueden mal los dados y nos encontremos al borde de una conmoción que, por motivos obvios, no sería solo vasca. Teniendo en cuenta que ETA estaba desmantelada, y que de pronto lo puede ganar todo, les confieso que habría preferido un desenlace menos aventurero. Zapatero, ilusionista de vocación, no puede ver una caja sin apretar el resorte. Esta, a lo mejor, es la de Pandora.

Por Álvaro Delgado-Gal, escritor.

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