La calle es nuestra

El ataque masivo a mujeres la pasada Nochevieja en Colonia nos sitúa ante una trampa ideológica que no es fácil de eludir. Es evidente que las múltiples agresiones reclaman una condena total y absoluta. Del mismo modo que el conocimiento de las diferentes nacionalidades de los agresores ha alimentado la sombra de la xenofobia. Entre los sospechosos detenidos hay nueve argelinos, ocho marroquís, cinco iranís, cuatro sirios, dos alemanes, un iraquí, un serbio y un estadounidense. De ellos, 18 habían solicitado asilo. Son refugiados. Un ínfimo puñado de los cientos de miles que han llegado a Europa y por los que tantas voces han reclamado un trato digno.

Al mismo tiempo que conocíamos los detalles del ataque de Colonia, llegaban noticias de más asaltos en otras seis ciudades alemanas, en Austria, Suiza y Finlandia. También se han destapado las agresiones sexuales a adolescentes en el festival juvenil de verano de Estocolmo en el 2014 y el 2015. En este caso, parece que los agresores eran inmigrantes de origen afgano.

En todos los casos, la policía ha tratado de ocultar, con mayor o menor fortuna, los hechos. Temiendo que estallara la paz social, que las agresiones llevaran a criminalizar al conjunto de la inmigración, se optó por silenciar los asaltos, contribuyendo a criminalizar a la víctima, a injuriarla doblemente. Se prefirió evitar un brote de xenofobia que defender la integridad de las mujeres. O, dicho de otro modo, a la hora de defender a un colectivo vulnerable, se primó a los inmigrantes frente a las mujeres.

¿Estamos ante unos ataques insólitos, absolutamente ajenos a la sociedad europea? Según un macroinforme realizado por la Agencia de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea en el 2014, el 33% de las europeas mayores de 15 años admitieron haber sufrido violencia física o sexual en el último año: 62 millones de mujeres. En España, el 22% de las encuestadas denunció haber sufrido violencia física o sexual, el 50% declaró haber padecido acoso sexual y el 32% de estas, a manos de un jefe, colega o cliente.

Estos datos solo confirman que las agresiones sexuales nunca se fueron de nuestra casa, siguen formando parte de una intolerable cotidianeidad. Lo que no resulta tan habitual es que copen debates ni incendien opiniones. Por el contrario, el ataque de Colonia ha despertado numerosas voces que claman contra los bárbaros extranjeros que vienen a violar a las (nuestras) mujeres. Voces que, curiosamente, callan ante el goteo constante de asesinatos por violencia machista o ante la vergonzosa discriminación laboral por género o frente a las bromas o comentarios sexistas que día sí, día también, las mujeres sufrimos.

Lo peor del comportamiento de la policía y de esas voces interesadas es que han escatimado el protagonismo a la mujer, la han alejado del centro de atención. Incluso en la agresión. La venda sexista y el filtro de lo políticamente correcto añaden barreras al enfoque del problema. No podemos caer en la trampa de elegir entre la integridad de las mujeres o la acogida de los refugiados. No son cuestiones antagónicas. Es tan necesaria la condena rotunda y pública de los ataques como reconocer que ciertos colectivos de inmigrantes añaden dosis de machismo a una sociedad que nunca se ha librado de esta lacra. La receta para combatirla es la misma para extranjeros o nacionales. Solo la educación en la igualdad, la dureza de las leyes, la intensificación de las medidas policiales y la condena social ante cualquier tipo de maltrato (también verbal) pueden revertir la situación.

Urge reflexionar sobre las medidas utilizadas para tratar de superar el choque cultural derivado de la inmigración. También reconocer la instrumentalización que a menudo ha sufrido el debate. Basta recordar los vaivenes con los que se ha abordado la prohibición del burka. En muchas ocasiones, el interés por arremeter contra una religión ha pasado por delante de la defensa de la libertad de la mujer.

No debe haber distinción entre las víctimas. Del mismo modo que tampoco debe haberla entre los agresores. Más allá de un estatus político existe un acto delictivo. Ni uno puede interferir en el juicio ni el otro debe criminalizar un colectivo. Tampoco debe temblamos la voz en el momento de condenar los actos. Las mujeres no podemos convertirnos en la excusa de las voces racistas, eso sería añadir un renglón más a la larga lista de las afrentas.

La civilización occidental, con todas sus carencias, es un bien que debemos reivindicar. Las conquistas sociales conseguidas por las mujeres se han consolidado en derechos, pero estamos muy lejos de la igualdad. Los logros solo pueden aumentar. En ningún caso disminuir ni un milímetro. No puede existir ninguna concesión al respecto. Las mujeres tenemos derecho a caminar por la calle. A cualquier hora. En cualquier lugar. Sin que un hombre se haga dueño de nuestro miedo.

Emma Riverola

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