La calvicie de Zidane, el bigote de Aznar y la cazadora de Bush

Por Francisco Rubio Llorente, catedrático de Derecho Constitucional (EL PAIS, 31/03/04):

El emparejamiento entre las peculiaridades pilosas de Zinedine Zidane y las de don José María Aznar no es una ocurrencia mía. Me limito a recoger el establecido por el propio presidente del Gobierno en las declaraciones que hizo a Le Monde el pasado día 9 de marzo, en el cenit de su gloria. La responsabilidad por haber añadido a la mención de esos rasgos físicos de nuestras glorias locales la referencia a una pieza de la indumentaria de Bush, que es la gloria universal, sí es exclusivamente mía, pero la asumo con gusto porque la referencia no es caprichosa y puedo explicarla. No traigo aquí a colación la airosa prenda por su belleza intrínseca, ni por su contribución a la elegancia campera de quien la porta, sino por el uso político que de ella hace el comandante supremo de las Fuerzas Armadas norteamericanas. De hecho, ni siquiera se trata de una cazadora concreta, pues manifiestamente en el vestuario de Bush hay más de una; la utilizada al descender de los cielos, disfrazado de Luke Skywalker, para anunciarnos, con cierta precipitación, el final de la guerra de Irak, tenía muchos adminículos y tubitos, que no aparecen en la que vestía al ofrecer a sus tropas el pavo asado del Día de Acción de Gracias. Lo que importa de la cazadora (o de la idea pura de cazadora, si prefieren) es el uso que de ella se está haciendo en una gran democracia, y es ese uso el que justifica que se la mencione aquí, junto a la escasa cabellera de Zidane y al sobrado bigote de Aznar, en una reflexión sobre la democracia y sus formas.

En las mencionadas declaraciones a Le Monde, dijo Aznar, en efecto, que lamentar su falta de carisma sería tan absurdo como lamentar el poco pelo de Zidane, porque lo que el mundo necesita son líderes con ideas y convicciones, no líderes simpáticos; a sus ojos, la simpatía es más bien un grave riesgo, pues el mal gobernante es doblemente malo si además es tan simpático como Jacques Chirac. Más adelante, ya hacia el final de la entrevista, abundando en el mismo género de ideas, y a fin de demostrar con su propio ejemplo que el buen gobernante ha de ser ante todo fiel a sí mismo, sin importarle mucho el amor de su pueblo, cuenta que aunque al principio de su mandato le dijeron que quitándose el bigote ganaría popularidad, prefirió conservarlo, aun a riesgo de no conseguirlo, para mantenerse también fiel a sí mismo en este rasgo de coquetería masculina.

Creo que en estas pocas frases de Aznar, que no reproduzco literalmente, pero sí, espero, con absoluta fidelidad, está la clave de su concepción de la democracia y tal vez incluso el secreto de lo sucedido el día 14 de marzo. Es esa concepción la que explica su convencimiento de que la claridad y la firmeza de las ideas que le llevaron a sumarse con entusiasmo a la guerra preventiva de Bush le autorizaba a mantener una política contra la que se habían manifestado un gran número de españoles y que seguía considerando equivocada más del 80%. En mi opinión, por claras y firmes que fueran, las ideas proclamadas en las Azores y en la carta de la Joven Europa eran profundamente erróneas ya entonces y lo siguen siendo ahora, pero no quiero volver sobre este error de juicio, que en su día critiqué. El que ahora intento poner de manifiesto es el que subyace a la pintoresca equiparación que Aznar establece entre la calvicie de Zidane y su propia falta de carisma. Un error que no afecta a la sustancia de una política determinada, sino a la forma de concebir la función propia de un gobernante democrático y que es por eso más grave que el anterior.

Ni Zidane ni ningún otro jugador de fútbol necesita la cabellera para hacer bien lo que de él se espera, pero para Aznar, como para todos los dirigentes políticos en una democracia, es indispensable el carisma si por carisma se entiende "el don de atraer y seducir con su presencia o su palabra", que es la segunda acepción del término en el Diccionario de la Real. Aunque carisma y simpatía son sin duda conceptos distintos, resulta claro de sus palabras que Aznar los identifica, y si se acepta esa identificación, la afirmación anterior no necesita matización alguna. Si por el contrario, como parece más correcto conceptualmente, se establece una diferencia entre carisma y simpatía, habría que completarla diciendo que, a falta de carisma, los gobernantes democráticos necesitan al menos simpatía; que si no pueden atraer y seducir a sus conciudadanos con su presencia o su palabra, han de esforzarse por resultarles "atractivos y agradables", como también dice el Diccionario, pues por una u otra vía han de lograr convencerlos de que es bueno que quien los dirige haga lo que tiene el propósito de hacer.

La democracia representativa no se apoya sólo en el principio de igualdad, sino también en el de división del trabajo. Parte de la idea de que, siendo todos los miembros de la sociedad igualmente libres, el único Gobierno legítimo es el apoyado por el mayor número de entre ellos, el Gobierno de la mayoría. Pero siendo imposible que ésta lo ejerza directamente, se apoya en los beneficios que en esto como en todo proporciona la división del trabajo, para justificar que la mayoría delegue el gobierno en quienes, por estar más dedicados a los asuntos públicos que el común de los ciudadanos, los conocen mejor que ellos, están especializados en el arte de gobernar y son capaces por tanto de proponer y realizar las políticas adecuadas. Por ello, los gobernantes democráticos traicionan su función cuando se limitan a seguir la opinión dominante, simplemente porque es dominante, no porque la crean la mejor; cuando gobiernan de acuerdo con las encuestas o, como frecuentemente se dice, limitándose a colocarse al frente de la manifestación.

Más infieles aún a esa función son, sin embargo, aquellos gobernantes que, situándose en el extremo opuesto, pretenden gobernar con arreglo a ideas que la mayoría rechaza, pues como las reglas formales del juego democrático le impiden hacerlo, para respetarlas en apariencia han de recurrir a manipular la opinión con recursos que pervierten el funcionamiento de la democracia. El más frecuentemente utilizado desde el 96 hasta ahora ha sido el de demonizar al adversario, el de enconarse en la crítica al rival político para apartar la atención de las carencias propias y, a falta de otros atractivos, presentarse co-mo el mal menor. Aunque ocasionalmente haya recurrido a otras formas de manipulación, a Aznar le ha bastado complementar con este género de diatribas el apoyo social que genera la buena gestión económica para mantenerse en el poder durante dos legislaturas. La renuncia por la que pasará a la historia hacía imposible que él lo siguiera disfrutando, pero tal vez su partido hubiese logrado conservarlo todavía por más tiempo, si la tragedia del día 11 no hubiera vuelto la atención de los españoles hacia ese continuado desprecio del Gobierno de Aznar por la opinión de la mayoría y los desafortunados esfuerzos por mantener las dudas sobre los autores del crimen no hubieran puesto de relieve la creciente inclinación de este Gobierno a recurrir a medios aún más perturbadores para el buen funcionamiento de la democracia.

Entre ellos está desde luego el de utilizar los medios públicos de comunicación para dar una información incorrecta o sesgada de la realidad, pero éste, con ser grave, no es un recurso tan gravemente peligroso como el de intentar movilizar a favor del Gobierno (y, por tanto, en contra de sus adversarios) los sentimientos primarios de lealtad al propio grupo; nacionalismo, o patriotismo, o como se le quiera llamar. También a ellos se ha apelado para justificar nuestras aventuras bélicas, pero la verdad es que, aunque en los últimos años el Gobierno de Aznar ha realizado, o alentado, o permitido más de una instrumentación de los sentimientos y los símbolos, Aznar mismo, a diferencia de alguno de sus ministros, ha resistido la tentación de la cazadora y nos ha ahorrado el triste espectáculo de exhibirse con ese atuendo ante nuestras tropas. No porque el atuendo en sí mismo sea inconveniente desde ningún punto de vista, sino porque en ese contexto, en el uso que Bush hace de él, opera como símbolo de dos sentimientos perversos. De una parte, del belicismo, de la confusión entre nacionalismo y militarismo, entre grandeza de la propia patria y potencia militar. De la otra, de la fascinación por el espectáculo simplista, infantiloide, en el que las imágenes portadoras de sentimientos primarios suplen la ausencia de ideas. Una desafortunada combinación de lo peor del mundo de ayer y de hoy.

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